"¿Tú crees que Paul Auster podría ser tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?" Fue la primera cuestión (supongo que espontánea) que planteó mi amiga Batirtze cuando, según lo planificado, nos encontramos en la librería Noctua para luego irnos a tomar un café en el Arábiga. Tenía en sus manos un ejemplar de Experimentos con la verdad, editado por Anagrama, y habría podido decirse que contemplaba con añoranza la fotografía impresa en su solapa. No era una tonta cualquiera lanzando preguntas etéreas o intentando hacerse la interesante. Acababa de ser admitida al doctorado de filosofía en Austin, y sabía que no necesitaba hacer grandes esfuerzos para salirse del molde de lo común. Por esos días se preparaba para marcharse de Los Palos Grandes.
"No lo sé", me aventuré a responderle fingiendo desinterés: "además hasta ahora siempre he tenido el mismo inconveniente con sus libros: he sido incapaz de soltarlos, me han absorbido al punto que cualquier otra lectura me ha resultado prescindible, al igual que ir al cine o al supermercado, o llevar mi ropa a la lavandería".
Quizá incluí en mi breve explicación al supermercado y la lavandería, debido a que el primer libro de Auster que leí fue Leviathan, durante la época en que era becario en Cornell. El hecho de que Batirtze estuviese ad portas de volver a ser estudiante hizo que, casi sin quererlo, me remontara a aquella época.
Salimos del local luego que ella pagó el libro.
Alrededor de dos años más tarde, pasé por El Virrey para encontrarme con Carla, una amiga a quien había dejado de ver por muchos años y que, por una increíble coincidencia, no sólo estudiaba en el mismo programa de doctorado, sino que además se había hecho íntima de Batirtze. Como había llegado con unos minutos de anticipación, me dispuse a recorrer con la vista el interior de la librería con la intención de localizar a David o a Walter. Pero mi teléfono celular comenzó a timbrar. Era Carla, explicándome que había ido directamente al Delicass pues estaba hambrienta y prefería visitar la librería después de la cena.
El cambio de planes no me molestó en lo más mínimo.
De vuelta a la calle me sorprendí al reconocer en un peatón cualquiera el rostro de un antiguo compañero de Cornell, un joven boliviano que, hasta donde había tenido noticia, se había quedado trabajando en una firma de abogados de Nueva York. Él también me reconoció. Nos saludamos con afecto, hablamos rápidamente de lo que cada uno hacía (como era de esperarse, él estaba en Miguel Dasso por cuestiones de trabajo) e intercambiamos tarjetas.
Debo confesar que, desde el primer momento, había quedado maravillado por el magistral tratamiento que Paul Auster brinda a la casualidad, atribuyéndole la capacidad de revelarnos, de manera radical e inesperada, el sentido más profundo de nuestra existencia. De un encuentro como el mío con Marcelo —mi colega boliviano—, tal vez podría él sacar toda una novela.
Cuando finalicé de recorrer los escasos metros que me separaban del Delicass por fin encontré a Carla, quien ocupaba una de las mesas exteriores. Me recibió con su típica sonrisa, amplia y luminosa. Tomé asiento enfrente de ella, y antes de que comenzáramos nuestra charla —ella y yo podemos conversar, literalmente, de cualquier cosa: afortunadamente carece de esa pose de intelectual excluyente y a la vez agobiante que caracteriza a tantos académicos, Batirtze incluida— pude darme cuenta de que había colocado sobre la mesa un ejemplar de Experimentos con la verdad.
"Es un escritor estupendo", me explicó al percibir mi evidente asombro: "el libro es de Batirtze, ella me lo prestó. Mira su fotografía . Es guapo, ¿no?".
Vienen a mi mente estos recuerdos cuando ya he leído los dos primeros capítulos de The Brooklyn Follies y soy consciente de que no podré despegarme de ella hasta finalizarla. ¿Será producto de la casualidad que uno siempre termine atrapado por las novelas de Paul Auster?
"No lo sé", me aventuré a responderle fingiendo desinterés: "además hasta ahora siempre he tenido el mismo inconveniente con sus libros: he sido incapaz de soltarlos, me han absorbido al punto que cualquier otra lectura me ha resultado prescindible, al igual que ir al cine o al supermercado, o llevar mi ropa a la lavandería".
Quizá incluí en mi breve explicación al supermercado y la lavandería, debido a que el primer libro de Auster que leí fue Leviathan, durante la época en que era becario en Cornell. El hecho de que Batirtze estuviese ad portas de volver a ser estudiante hizo que, casi sin quererlo, me remontara a aquella época.
Salimos del local luego que ella pagó el libro.
Alrededor de dos años más tarde, pasé por El Virrey para encontrarme con Carla, una amiga a quien había dejado de ver por muchos años y que, por una increíble coincidencia, no sólo estudiaba en el mismo programa de doctorado, sino que además se había hecho íntima de Batirtze. Como había llegado con unos minutos de anticipación, me dispuse a recorrer con la vista el interior de la librería con la intención de localizar a David o a Walter. Pero mi teléfono celular comenzó a timbrar. Era Carla, explicándome que había ido directamente al Delicass pues estaba hambrienta y prefería visitar la librería después de la cena.
El cambio de planes no me molestó en lo más mínimo.
De vuelta a la calle me sorprendí al reconocer en un peatón cualquiera el rostro de un antiguo compañero de Cornell, un joven boliviano que, hasta donde había tenido noticia, se había quedado trabajando en una firma de abogados de Nueva York. Él también me reconoció. Nos saludamos con afecto, hablamos rápidamente de lo que cada uno hacía (como era de esperarse, él estaba en Miguel Dasso por cuestiones de trabajo) e intercambiamos tarjetas.
Debo confesar que, desde el primer momento, había quedado maravillado por el magistral tratamiento que Paul Auster brinda a la casualidad, atribuyéndole la capacidad de revelarnos, de manera radical e inesperada, el sentido más profundo de nuestra existencia. De un encuentro como el mío con Marcelo —mi colega boliviano—, tal vez podría él sacar toda una novela.
Cuando finalicé de recorrer los escasos metros que me separaban del Delicass por fin encontré a Carla, quien ocupaba una de las mesas exteriores. Me recibió con su típica sonrisa, amplia y luminosa. Tomé asiento enfrente de ella, y antes de que comenzáramos nuestra charla —ella y yo podemos conversar, literalmente, de cualquier cosa: afortunadamente carece de esa pose de intelectual excluyente y a la vez agobiante que caracteriza a tantos académicos, Batirtze incluida— pude darme cuenta de que había colocado sobre la mesa un ejemplar de Experimentos con la verdad.
"Es un escritor estupendo", me explicó al percibir mi evidente asombro: "el libro es de Batirtze, ella me lo prestó. Mira su fotografía . Es guapo, ¿no?".
Vienen a mi mente estos recuerdos cuando ya he leído los dos primeros capítulos de The Brooklyn Follies y soy consciente de que no podré despegarme de ella hasta finalizarla. ¿Será producto de la casualidad que uno siempre termine atrapado por las novelas de Paul Auster?