domingo, julio 30, 2006

¿Sería Paul Auster tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?



"¿Tú crees que Paul Auster podría ser tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?" Fue la primera cuestión (supongo que espontánea) que planteó mi amiga Batirtze cuando, según lo planificado, nos encontramos en la librería Noctua para luego irnos a tomar un café en el Arábiga. Tenía en sus manos un ejemplar de Experimentos con la verdad, editado por Anagrama, y habría podido decirse que contemplaba con añoranza la fotografía impresa en su solapa. No era una tonta cualquiera lanzando preguntas etéreas o intentando hacerse la interesante. Acababa de ser admitida al doctorado de filosofía en Austin, y sabía que no necesitaba hacer grandes esfuerzos para salirse del molde de lo común. Por esos días se preparaba para marcharse de Los Palos Grandes.
"No lo sé", me aventuré a responderle fingiendo desinterés: "además hasta ahora siempre he tenido el mismo inconveniente con sus libros: he sido incapaz de soltarlos, me han absorbido al punto que cualquier otra lectura me ha resultado prescindible, al igual que ir al cine o al supermercado, o llevar mi ropa a la lavandería".
Quizá incluí en mi breve explicación al supermercado y la lavandería, debido a que el primer libro de Auster que leí fue Leviathan, durante la época en que era becario en Cornell. El hecho de que Batirtze estuviese ad portas de volver a ser estudiante hizo que, casi sin quererlo, me remontara a aquella época.
Salimos del local luego que ella pagó el libro.
Alrededor de dos años más tarde, pasé por El Virrey para encontrarme con Carla, una amiga a quien había dejado de ver por muchos años y que, por una increíble coincidencia, no sólo estudiaba en el mismo programa de doctorado, sino que además se había hecho íntima de Batirtze. Como había llegado con unos minutos de anticipación, me dispuse a recorrer con la vista el interior de la librería con la intención de localizar a David o a Walter. Pero mi teléfono celular comenzó a timbrar. Era Carla, explicándome que había ido directamente al Delicass pues estaba hambrienta y prefería visitar la librería después de la cena.
El cambio de planes no me molestó en lo más mínimo.
De vuelta a la calle me sorprendí al reconocer en un peatón cualquiera el rostro de un antiguo compañero de Cornell, un joven boliviano que, hasta donde había tenido noticia, se había quedado trabajando en una firma de abogados de Nueva York. Él también me reconoció. Nos saludamos con afecto, hablamos rápidamente de lo que cada uno hacía (como era de esperarse, él estaba en Miguel Dasso por cuestiones de trabajo) e intercambiamos tarjetas.
Debo confesar que, desde el primer momento, había quedado maravillado por el magistral tratamiento que Paul Auster brinda a la casualidad, atribuyéndole la capacidad de revelarnos, de manera radical e inesperada, el sentido más profundo de nuestra existencia. De un encuentro como el mío con Marcelo —mi colega boliviano—, tal vez podría él sacar toda una novela.
Cuando finalicé de recorrer los escasos metros que me separaban del Delicass por fin encontré a Carla, quien ocupaba una de las mesas exteriores. Me recibió con su típica sonrisa, amplia y luminosa. Tomé asiento enfrente de ella, y antes de que comenzáramos nuestra charla —ella y yo podemos conversar, literalmente, de cualquier cosa: afortunadamente carece de esa pose de intelectual excluyente y a la vez agobiante que caracteriza a tantos académicos, Batirtze incluida— pude darme cuenta de que había colocado sobre la mesa un ejemplar de Experimentos con la verdad.
"Es un escritor estupendo", me explicó al percibir mi evidente asombro: "el libro es de Batirtze, ella me lo prestó. Mira su fotografía . Es guapo, ¿no?".
Vienen a mi mente estos recuerdos cuando ya he leído los dos primeros capítulos de The Brooklyn Follies y soy consciente de que no podré despegarme de ella hasta finalizarla. ¿Será producto de la casualidad que uno siempre termine atrapado por las novelas de Paul Auster?

El visitante inesperado


Una noche húmeda de agosto, mientras Ana y las niñas se concentraban en una de sus sempiternas partidas de monopolio, alguien tocó el timbre.
Consecuentemente me tocó a mí abrir la puerta.
—Hola Juan. Soy Alfonso, tu padre —se anunció el visitante inesperado con una voz cavernosa y ajena a todo remembranza de mis años pasados. No podía dejar de identificarse de esa manera. Explícitamente. Yo era un niño muy pequeño cuando una mañana le anunció a mamá que saldría a comprar el pan. Nunca regresó a casa. Hacía más de treinta años de eso.
Mi concepto de tiempo se revolvía como una masa de abstracciones sin sentido. Nuestro parecido físico me resultaba incuestionable (quizá porque durante muchos años oí decir que yo era la viva imagen de mi padre fugitivo. Luego crecí. O los que me lo decían se fueron alejando o muriendo). Me sentí entonces como contemplando mi imagen reflejada en un espejo futuro. El mismo rostro ovalado, la nariz prominente, los ojos negros y miopes. Pero también la ausencia casi total de cabello, la piel marchita, el cuerpo encorvado, las manos ennegrecidas e invadidas de arrugas.
—¿Quién es? —gritó Ana desde el comedor.
—Nadie —respondí como un autómata programado en la búsqueda de la discreción y el disimulo. Inmediatamente comprendí que estaba haciendo el idiota, como en años no tan pasados.
El visitante inesperado se mantenía en silencio.
—¿Cómo que nadie?
Quien acababa de hacer esa pregunta aparentemente impertinente era Sandrita, nuestra hija pequeña. Debido a la influencia de sus dos hermanas mayores solía comportarse de una manera mucho más adulta que ellas a su edad. Ana y yo la concebimos al inicio de nuestro segundo matrimonio.
—Sí, ¿cómo que nadie?
Ahora Paula, la mayor, repetía la pregunta. Tenía trece años y recordaba perfectamente el divorcio y los casi dos años en que vivimos separados. Es un decir, en realidad las visitaba casi a diario. A las niñas y a la madre. Ana y yo éramos muy inmaduros, nos habíamos casado cuando aún éramos un par de críos.
Las preguntas y la insistencia con que eran formuladas eran comprensibles. Vivíamos en una urbanización privada al sureste de la ciudad. Difícilmente alguien se hubiera atrevido a llegar hasta ella caminando. Tendría, en todo caso, que haberse identificado en la vigilancia. Pero además era plenamente consciente de que había mucho de justificable en los celos que mis cuatro mujeres desplegaban hacia mí. Tuve una absurda etapa de playboy en que las hice sufrir demasiado.
No se me ocurrió otra cosa que tirar la puerta en la cara del visitante inesperado.
—¿Quién era? —me preguntó por fin Laurita, nuestra segunda hija, siempre vivaz y con enormes ojos, cuando me vio regresar a la sala de estar. Es una actriz, una imitadora nata. Sabía que intentaba intimidarme con el tono supuestamente serio de su voz.
—Nadie —respondí.
—¡¿Cómo que nadie?! —repitió Ana, ya un tanto fuera de sí— ¿Acaso nos vas a decir que era un fantasma?
Pensé en contestarle que sí, pero intuía que ésa sería una decisión errónea.
—Quise decir que nadie fuera de lo común —expliqué por fin—. Tan sólo papá de vuelta de la panadería.

Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad, de Armando Luigi Castañeda (algunos fragmentos)

Aquí comienza la última versión de la novela.
El capítulo anterior, el primero, lo escribí hace varios años. Era un e-mail para los amigos de Sudacalandia, convertido en cuento de concursos, acabado en inicio de novela.
Explicar cómo la novela llegó hasta este punto no viene a cuento ahora, lo dejo para el final.
En teoría, ésta es una novela de suspense. Como el misterio era un poco mierda me lo cargué. Y es que en vez de centrarme en el argumento, como se supone que hay que hacer, me ponía a desvariar sobre la experiencia de migrar, porque era el tema que, en esa época, me ocupaba.
Sin ton ni son me veía hablando del aburrimiento de los primeros días, cuando llegamos, con el piso vacío, sin conocer a nadie, y sin pasta para salir. De haberlo sabido, hubiera pagado un container para traer embutidos a familiares, amigos, objetos personales, malandros, autobuses, carajitos de los que tiran piedras en la autopista, mosquitos, calor, lluvias tropicales, aguardiente El Recreo, perros callejeros, etc., y me habría fastidiado como allá, ni más ni menos, exactamente igual.
En Sudacalandia pasaba el día cascándomela y leyendo. Por eso tenía una biblioteca bien surtida. Pero no pude traérmela y se la vendí a un amigo por mil dólares, con los mil (a dólar la unidad, precio de mercado) clásicos invalorables de la literatura universal (comprados de segunda mano, amarillos, olvidados, y sucios, envejecidos en el negocio de un tipo que sufría analfabetismo), y mi colección completa de ediciones especiales de Playboy, publicadas entre octubre de 1987 y noviembre de 1998.
Sin libros ni revistas me quedé ocioso y tuve que cambiar de hábitos: compré un ordenador barato y me dediqué a escribir y a coleccionar imágenes de actrices y modelos desnudas sacadas de internet.

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Música
Aunque no lo parezca, la única sala de conciertos de Barcelona es el Auditori, que está hundido en un edificio con fachada de Ministerio de Fomento, venido a menos, arquitectónicamente, desde su inauguración.
Como todavía no habíamos conocido a Clara no teníamos forma de conseguir entradas gratis para el Auditori, y como Antonia no quería pagar para entrar a ningún sitio, tuvimos que conformarnos con ir al Conservatorio del Bruc, donde había conciertos cada jueves, entrada libre.
Presentaban un arreglo del Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen.
El público era todo de gent gran, vejetes.
Primero pensé de puta madre, así me ahorro oír a los bebés berreando, al gracioso que grita «¡Métele la teta!», a los carajitos jugando en el pasillo, y todos los demás azotes de las salas de concierto sudacas.
Pero me equivoqué.
El pianista no había terminado de empezar cuando la mitad del auditorio estaba hablando y la otra mitad mandando a callar a la mitad primera. A nadie le interesaba el Cuarteto ni el fin de los tiempos ni nada, sólo hablar y, sobre todo, mandar a callar. Revisé el programa, buscando cambios del tipo Concierto para piano preparado y dientes postizos o alguna otra mierda experimental de estas. Pero el programa decía Cuarteto para el fin de los tiempos, nada más, y yo sabía de qué iba, era uno de los ochocientos CDs que me traje de Sudacalandia, y no tenía nada que ver con vejetes hablando.
Habíamos caminado más de diez calles desde Castillejos 252 hasta el conservatorio del Bruc para oír al piano, no a los vejetes. Me giré y le puse mi cara de «te voy a dar un vergajazo» al vejete que le hablaba a la espalda de mi silla. No le importó mi cara, siguió hablando.
Me incliné para adelante pero seguía escuchando la voz que explicaba dónde le dolían las hemorroides y el método digital usado por su mujer para poner el tema en su sitio.
Volví a girarme, a poner cara de «ahora sí te voy a dar tu vergajazo» y a ser tratado como un cara de culo.
El ancianito estaba seguro de que no lo tocaría.

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Aturdido por apariciones como ésta el protagonista de la novela de suspense (que soy yo) no tuvo más opción que preguntarle a un amigo psiquiatra qué carajo podía hacer para no ver sospechosos por todas partes. Pero el amigo psiquiatra (Slavko Zupcic, Sucio, en español) pensó que mi paranoia era chiste, ejercicio literario, o algo así. Y es que Slavko, además de psiquiatra, es escritor, y juntos formábamos, en V., la escuela literaria de V., que agrupaba a los narradores menores de treinta años más prestigiosos del país (nosotros dos, indiscutiblemente). La escuela de V. se caracterizaba, sobre todo, por la profunda y sincera búsqueda y reflexión escatológica, en el buen sentido de la palabra. Slavko llegó, por ejemplo, a publicar en el principal diario del país un cuento en el que narraba las reflexiones del muñón de la pata de un perro cojo obligado a sodomizar cada noche al amo del perro. Alta escatología.
Slavko no sólo se negó a tratar mi paranoia (la del protagonista de la novela de suspense, que era yo), sino que además me hizo invitarlo a tomar cervezas, para pagarle el no sé qué.
En una mesa de un bareto, en Gracia, estábamos comentando el concierto de Messiaen cuando, no sé cómo, saltó a la conversación el antiguo profesor de acordeón de Antonia:
-Ese maestro Casas es un personaje interesante, es un viejito enano y flaco, de aquí de Cataluña, que tiene toda la vida allá -dije yo, mirando a Clara.
-Se fue por lo de la guerra -Antonia.
-Compone unas cosas stravinskeanas no tan malas... creo que tiene mucho futuro, pero el problema es que ya se va a morir -yo.
-¡Cónchale, no digas eso! -Antonia.
-Joder, pero es que se está acabando, ya casi no camina y huele mal. ¿Qué edad tiene? -yo.
-¿Tú sabes que ese carajo cuando llegó allá era albañil, y comenzó a dar clases de música por una apuesta que ganó en un bar? -Slavko.
-¿Cómo es eso? -Antonia.
-Apostó que podía tocar Para Elisa con la nalgas y ganó -Slavko.
-¡Qué mentira! -Antonia.
-Eso no se puede, mojonero -yo.
-¡A pues, te lo juro poeta, el tipo tocó Para Elisa con las nalgas! -Slavko.
-¿Y tú de dónde sacas eso, quién te lo dijo? -yo.
-Mi tía, Petrica Saldivia -Slavko.
-¡Ah, la que toca la Patética con las tetas? -yo.
-Claro, esa misma, la que tocaba el principio de la Patética con una teta -Slavko.

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Me fui detrás de la pareja y entré a las callejuelas medievales del Barrio Gótico por entre las tiendas de estética miamera que venden ropa china a precios europeos; leí los carteles orinados que anuncian «Sentimiento Muerto en el Palau Sant Jordi»; aprecié las manchas imborrables del vómito turista; desoí los anuncios de «Se solicita camarero/a», sueldo sudaca en un restaurante con dos estrellas Michelín; sonreí con los negocios de tatuajes y piercings antiglobalizadores, made in U.S.A.; recibí las gotitas de agua sucia que caían desde los balcones ruinosos de los edificios dieciochescos; me cuestioné los teléfonos públicos con llamadas internacionales pero con los auriculares rotos; sentí hartazgo de los forn de pa con productos típicamente catalanes a precios típicamente suecos; me adelanté a las patrullas de la Guardia Urbana que te pisan el culo para que no esté a disposición de los inmigrantes ilegales, uno de ellos vestido mimo naranja, parodiando graciosamente la forma de caminar de los viandantes en la Plaza del Pi, hasta que se detuvo una patrulla y el mimo naranja se escurrió entre la turba con su falta de papeles, dejando muerto al lugar donde, en el 91, me bebía cada día media botella de vino sentado tranquilamente en una mesa, leyendo, escribiendo, mirando, la Plaza del Pi, convertida en caricatura de un Montmatre ya caricatura de por sí.

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Dice la novela de suspense (ésa que ahora es un thriller, con el hombre piercing como protagonista) que después de ver el cadáver del abogado me fui vomitado, aunque limpio, a Castillejos 252, donde Antonia me estaba esperando cabreadísima por las llamadas que hizo el abogado del desahucio antes de ser cadáver, según este libro, y ¿por qué cambiaste la computadora? ¡¿Qué?! La computadora, ¿por qué la cambiaste?
Claro, es eso, en realidad.

En la mañana, antes de salir, sospechando por el hostigamiento de los últimos días que Antonia estaba a punto de sufrir otro de sus episodios cíclicos de furia, separé en el ordenador mi área de trabajo para que no encontrara la excusa de su crisis en los navegadores de internet o en esta novela. La última vez dijo que iba a romper esta mierda (la computadora), y lo ejemplificó dándole una patada.
Yo me asusté, no tanto por el ordenador, sino por las fotos que había bajado de internet y, también, por esta novela, que es una mierda como el ordenador, pero una mierda que he estado evacuando durante unas cuantas horas. Todavía no tenía la grabadora de CDs y no había hecho respaldos de nada. Me pasaba el día bajando fotos y escribiendo, y desmadrar la computadora hubiera sido como quitarme varios meses de vida, a patadas.

Para separar mi área en el ordenador creé un nuevo usuario y escribí la contraseña cacadepajarito. Pensaba que Antonia no podría descubrirla, aunque en V. consiguió adivinar la entrada al área secreta de mi agenda electrónica, la clave numérica de mis maletines, la llave del armario donde guardaba mi colección de revistas Playboy, y el sitio donde escondía las fotos de mis antiguas novias desnudas... de todos modos, estoy casi seguro de que a Antonia no se le ocurrirá pensar que la contraseña en el ordenador es cacadepajarito, que la primera letra es «c» de caca y la última «o» de pajarito.

La idea de separar mi área en el ordenador funcionó: Antonia siguió estallando cíclicamente, pero tuvo que usar excusas tan sorprendentes que me dejó convencerla para ir a un psiquiatra y estrenar el seguro privado que contraté obligado por los trámites de mi nacionalización.
La psiquiatra, que tenía su consultorio en Sarriá, un barrio de la zona alta de la ciudad, me preguntó cómo me sentía. Bien. Si extrañaba a mi familia. No, desde los diecisiete años ya tenía ganas de venirme a vivir a Europa. Y entonces ¿tú qué haces aquí? Es que hemos tenido problemas, y pensamos que era mejor hablar con un psiquiatra antes de que fuera peor. Y ¿por qué son los problemas? Pregúntale a ella.
Le preguntó.
Salieron las páginas de internet, las infidelidades de cuando éramos novios, etc... La psiquiatra le recetó a Antonia unas pastillitas y le dijo que tuviera paciencia, que la experiencia de migrar siempre es difícil... «¡Pero si las crisis ya le daban en V., coño!», estuve a punto de gritar, pero preferí no abrir la boca.
A mí la psiquiatra no me recetó nada; supongo que mi cabeza es la puta hostia.

Reencuentro con el Dr. Diablo (A propósito de Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad, de Armando Luigi Castañeda)


Cuando éramos algo más jóvenes, Armando Luigi solía espetar a la cara de los demás que tenía el proyecto de convertirse en escritor. Para ese entonces siempre llevaba consigo un pequeño cuaderno de hojas ajadas donde a ratos esbozaba, a mano y con bolígrafo negro, los futuros textos de Mujer desnuda mirando a un enano negro arrodillado, su primer y celebrado libro de cuentos. Era tal vez esa conducta un mecanismo de defensa contra los arteros ataques al intelecto y el buen gusto que estaba obligado a sobrellevar en su condición de estudiante de derecho de la universidad pública de V. La posesión fiel de ese cuaderno, que día a día iba llenándose con textos que hacían de lo absurdo y lo desmitificador una postura estética, así como su actitud personal un tanto macarra y desentendida del mundo, convirtieron a Luigi en una especie de personaje de culto en la sala de pasantes de una firma internacional de abogados de cuyo nombre no quiero acordarme. También tenía su ubicación en esa sala de pasantes otro aprendiz de abogado, que era además un eximio pianista, compositor anónimo y erudito bibliográfico; un personaje verdaderamente novelesco que, como si se tratase de un émulo caribeño de Kant, nunca salía (ni saldrá, apostaría a ello) de los límites geográficos de V.
Tal vez por mi innata e incorregible torpeza para el merengue y otros bailes de características similares, mi existencia había transcurrido por los cauces del aburrimiento más superlativo a partir de mi llegada a V. Tal condición cambió radicalmente desde que me instalé en aquella sala de pasantes y las largas pláticas con Luigi y nuestro común amigo músico (no voy a mencionar su nombre, fue el único de los tres que permaneció e hizo carrera en aquella firma y sospecho que una revelación de este tipo podría alterar su burguesa tranquilidad de pater familias) se hicieron una diaria necesidad. El contacto frecuente con este par de colegas fue, sin duda, uno de los factores que me animó a escribir narrativa, y no únicamente versos como lo venía haciendo. Escribí varias cosas que aún conservo, algunas incluso las he publicado en este blog, otras fueron materia prima para otros proyectos.
Tanto Luigi como yo nos habíamos marchado de V. más o menos por la misma época, aunque con destinos bastante diferentes. Hace pocas semanas, sin embargo, una amiga en común, también ex alumna de la universidad pública de V., me facilitó su dirección electrónica. En alguna de nuestras primeras charlas de Messenger, Luigi me confesó que no se considera un escritor, sino alguien que escribe. Como soy consciente de que se trata de un tío nada adicto a los clichés, me quedé pensando en esa distinción que seguramente encerraba alguna idea inteligente. Me percaté de que un economista no tenía que ser alguien que economiza, como tampoco un abogado alguien que aboga ni un ingeniero alguien con ingenio. Las corporaciones educativas, y su arbitraria legitimidad para otorgar títulos con reconocimiento social, no sólo han sido capaces de desvirtuar el esquema maestro-aprendiz al que tanto debe nuestra cultura, sino también de trastocar el sentido original de las palabras. ¿Será posible un escritor que no escriba? Quizá algún taller literario o alguna facultad de creative writing de universidad gringa tenga la solución para este enigma.
El hecho de que Luigi no haya optado por las poses ni las frivolidades asumidas por tantos que pretenden vivir de la escritura, no ha impedido que siga escribiendo, y de qué manera. Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad, su última novela aún inédita, es, en mi modesta, subjetiva y desautorizada opinión, literatura en estado puro. Sin ningún tipo de pudor Luigi mezcla los diversos géneros, extrapola la crónica con el cuento, se interna por los caminos del verso como preámbulo al hondo mar del ensayo. Todo esto además con el trasfondo de un humor que nunca decae, pero que tampoco opaca el sentido más profundo de la narración. Siempre he pensado que el humor en la narrativa es, por manido o por vilipendiado, un elemento cuya utilización comporta enormes riesgos. Sea como espectador o como creador, uno tiende a caer en la tentación de los lugares comunes; no es casual que tendamos a reirnos de los mismos gags o a repetir los mismos chistes (quien no lo crea que revise la filmoteca de Chaplin o de Buster Keaton, o por último que vea unas cuantas entregas de El Chavo del Ocho). Esto quizá explique por qué más de un autor "divertido" termina imitándose a sí mismo y haciendo la parodia del escritor vigente y en actividad, y quién sabe si hasta ganándose el Premio Planeta.
Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad tiene un inicio que atrapa: una pareja de Sudacalandia —Armando, abogado con ínfulas de escritor, y Antonia, violoncelista— aterrizan en Barcelona, sin otro patrimonio que las remesas de una beca incierta y ocho mil dólares en la faltriquera. Se deciden a alquilar el menos malo de los pisos posibles, e inician su andadura al interior de una sociedad catalana a la que Armando no deja de observar con una mezcla de extrañeza y desconfianza. En su condición de buen salvaje, con varios títulos universitarios, conocimiento de idiomas y un amor desmedido por Bach, Armando despliega una visión de la vida en la que su complejo de superioridad encuentra eco y proyección en una singular capacidad para ironizar y hacer el idiota: "En Sudacalandia existe la fantasía de que toda España, excepto Barcelona, es una tierra de bárbaros, pero cuando uno vive aquí se da cuenta de que hay mucha más actividad cultural en las capitales sudacas, sobre todo, si consideramos los atracos, asesinatos, accidentes de tráfico, palizas y peleas callejeras, hurtos y arrebatones como manifestaciones naturales del teatro de calle local". Las evocaciones autobiográficas —efectivamente Luigi vive en Barcelona y está casado con Antonia, que a su vez toca el violoncelo— que pudieran parecer tan evidentes, son presentadas aquí como elementos de una imaginación prolífica. Éste, me parece, es uno de los puntos fuertes de la novela. Personajes como el Hombre-Piercing, un yonqui proveniente de V. a quien Armando reencuentra en alguna calle durante una caminata, o Slavko Zupcic, el talentoso escritor de V. e íntimo amigo de Armando, son de una irrealidad absoluta, lo cual no impide que en el contexto de la narración lleguen a ser creíbles. Rememoro algunas facetas de la vida de Luigi que yo conocí directamente y que podrían ser excelente materia prima para más de una novela. Las mismas publicaciones de su primer libro de cuentos y de La crisis de la modernidad, su primera novela, fueron acontecimientos inusitados. Recuerdo el espontáneo comentario de uno de los abogados más notables del despacho, cuando tuvo entre sus manos un ejemplar de Mujer desnuda mirando a un enano negro arrodillado: "¿Y desde cuándo se gasta tanto real en editar estas vainas?". Se trataba de un sujeto simplón e insípido que, hasta donde tengo noticia, sigue haciendo buen dinero con el negocio del derecho a pesar de los vaivenes políticos y económicos de Sudacalandia, o tal vez debido a ellos. Seguidamente miró el rostro impávido de Armando por unos segundos antes de decir, con una benevolencia digna de mejor causa: "Así que lo lograste, ya eres todo un escritor, Dr. Diablo".
Una noche cualquiera —si mal no recuerdo sobre el final de los actos culturales que el despacho había organizado por el día de la secretaria— Luigi y yo terminamos absolutamente borrachos e ingiriendo unas hamburguesas callejeras en alguno de los quioscos instalados enfrente de Casa V., a la sazón el más distinguido restaurante de la ciudad. Años después, desde mi ubicación en la barra de Le Coq d'Or de Las Mercedes, donde Adriano González León y yo nos bebíamos unos whiskies y comíamos paté (o me lo comía yo, el maestro es uno de esos bebedores veteranos que jamás ingieren alimentos sólidos cuando toman alcohol), pude observar detenidamente la escena de un carrito de perros calientes siendo asaltado por un mar de jóvenes con resaca. De inmediato me remonté a aquella noche lejana. Me sorprendí a mí mismo evocando con nostalgia un hecho sucedido en V., cosa que hasta ese momento hubiese creído improbable. Recordé que aquella noche Luigi y yo incluso proyectamos escribir una novela conjunta, y que nuestro entusiasmo mutuo llegaría a sobrevivir por algunos días. Éramos jóvenes e ignorábamos que los proyectos de borrachos suelen terminar en el olvido. Hoy en día, sin embargo, por razones diversas ambos hemos abandonado el alcohol, ese acompañante fiel y alborotado de nuestros años juveniles. Quizá sea tiempo entonces para retomar el proyecto, o en todo caso para reformularlo. El balón está en la cancha de ambos, como en los partidos de fútbol simultáneos que suelen desarrollarse durante los recreos escolares.


El novelista Javier Marías, candidato a la Academia de la Lengua


Javier Marías, uno de los escritores españoles más reconocidos internacionalmente y cuya obra ha merecido numerosos premios, ha sido presentado como candidato para cubrir la vacante dejada en la Real Academia Española por el filólogo Fernando Lázaro Carreter, fallecido en marzo de 2004.
La candidatura de Marías, autor de novelas como Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí o Tu rostro mañana que han merecido el elogio de la crítica más rigurosa, ha sido presentada por los académicos Gregorio Salvador, Arturo Pérez-Reverte y Claudio Guillén, informaron a Efe fuentes próximas a la Academia.
Aún es pronto para saber si el novelista, cuya obra está traducida a unos treinta idiomas, será el único aspirante al sillón R, ocupado hasta su muerte por quien fue director de la RAE. El plazo de presentación de candidaturas finaliza el próximo 18 de junio y podría haber otras propuestas.
La elección del nuevo académico tendrá lugar el 29 de junio, en la sesión plenaria habitual de los jueves.
La posible incorporación de Javier Marías (Madrid, 1951) a la Academia de la Lengua se produce cuando el escritor está embarcado en la redacción de la tercera parte de Tu rostro mañana, uno de los proyectos literarios más ambiciosos de los últimos años. La primera entrega de esta novela, Fiebre y lanza, apareció en octubre de 2002, y la segunda, titulada Baile y sueño, se publicó en noviembre de 2004.
Hijo del filósofo y académico Julián Marías, fallecido el pasado mes de diciembre, Javier Marías publicó su primera novela, Los dominios del lobo, a los diecinueve años, bajo los auspicios de Juan Benet.
Tras esta obra, vendrían otras como Travesía del horizonte (1972), El monarca del tiempo (1979), El siglo (1983) y El hombre sentimental, galardonada en 1986 con el Herralde de novela y en 2000 con el Premio Internazionale Ennio Flaiano.
En 1989 publicó Todas las almas, que mereció el Premio Ciudad de Barcelona y fue finalista al Premio Médicis a la mejor novela extranjera editada en Francia.
Su consagración como novelista llegó con Corazón tan blanco, calificada de "absoluta obra maestra" por el prestigioso crítico alemán Marcel Reich-Ranicki, que en más de una ocasión ha pedido públicamente para Marías el Nobel. Este libro ganó el Premio de la Crítica en 1993 y fue seleccionado para el premio Aristeion 1993 de literatura europea. En el 97 mereció el Premio Internacional de Literatura IMPAC.
Su siguiente novela, Mañana en la batalla piensa en mí, le valió el Premio Fastenrath de la Real Academia Española en 1995; un año más tarde, el Rómulo Gallegos (concedido por primera vez a un español), y el Premio Fémina otorgado en Francia a la mejor novela extranjera. Esta obra ha sido galardonada, además, con el Premio Internacional Mondello Cittá di Palermo.
Autor de numerosos libros de cuentos y de artículos, Marías cultiva también la traducción, faceta en la cual destaca su versión de Thomas Hardy El brazo marchito, y la de La vida y las opiniones del caballero Tristán Shandy, de Sterne, que fue galardonada en 1979 con el Premio Nacional de Traducción Fray Luis de León.
Su novela Todas las almas fue llevada al cine por Gracia Querejeta bajo el título de El último viaje de Robert Rylands; una "adaptación libérrima" que no gustó al escritor y que lo llevó a presentar una demanda civil contra la productora por incumplimiento de contrato. Los tribunales dieron finalmente la razón al novelista.
Su pasión por los libros le condujo en 2000 a crear la editorial Reino de Redonda, en la que publica algunos de los títulos de sus autores favoritos.
Terra Actualidad – EFE, 2 de junio de 2006

sábado, julio 29, 2006

Pensamientos sueltos, desordenados y un tanto obsesivos en torno a Capote


Volver a vivir en Lima, luego de casi catorce años de ausencia, me ha servido para verificar, in situ, cómo algunas realidades permanecen inalteradas, no obstante el paso del tiempo, e incluso la tan mentada "modernización", concepto que confieso no entender del todo pero que sospecho debe de estar emparentado con la decadencia de una modernidad que siempre nos tocó de refilón. Sobre esto podría escribirse folios y más folios, lo cual no es mi intención, al menos en este momento; se requeriría de mucha paciencia y de una cuidadosa reflexión para guardarse de caer en el lugar común de la pataleta y la majadería, cosa que suele ser poco elegante, e incluso, en ciertas ocasiones, un tanto bochornosa. Simplemente comenzaba con estas palabras a manera de preámbulo de un hecho notorio y triste e incómodo: en esta ciudad la oferta cultural sigue siendo —por imprevisible y azarosa— una cuestión absolutamente irregular. Tuve que rogarle a Walter Rodríguez, el dueño de la librería Lectura de Caracas, que me enviase un ejemplar de 2666 cuando esta obra esencial brillaba por su ausencia en los estantes de las librerías de Lima, y no llegaba y no llegaba (aclaración: el verbo rogar es una exageración voluntaria; Walter es un auténtico librero y un amigo entrañable y, sobre todo, un hombre bondadoso). Poco parecía importar que Roberto Bolaño hubiese muerto recientemente y que ya se hubiese convertido en una leyenda y un símbolo. Con la segunda parte de Tu rostro mañana (Baile y Sueño), de Javier Marías, la cosa fue aún más lúgubre: no pude obtenerla sino con ocasión de un viaje a Buenos Aires —de eso hace casi un año—, cuando ya tenía varios meses de lanzada y todo el mundo comentaba sus notables virtudes. Por cierto, hasta el día de hoy la sucursal en el Perú del grupo editorial que la publicó no se ha dado la molestia de traerla ni comercializarla, como tampoco lo ha hecho con algunas otras novelas contemporáneas de excelente factura (pienso, por ejemplo, en Un tranvía en SP de Unai Elorriaga o La forza del destino de Julieta Campos), editadas por otras sucursales del mismo sello que, por lo visto, también se ocupan de la buena literatura y no únicamente de Cattone o Gisella Valcarcel. Con casi dos años de residencia en Lima y siendo testigo de este panorama, he llegado incluso a pensar que en realidad fue un halago la justificación que me expuso la castiza y mentecata ejecutiva de ese mismo grupo para no comercializar Las fugas paralelas en Perú: "Tu novela no tiene mercado". ¿Y por qué sí lo tuvo en Ciudad de México o en Caracas o en San Salvador?, habría cabido preguntarle, pero eso ya era demasiado pedir a alguien que confesaba, sin pudor alguno, que su ídolo literario era Pérez Reverte (a propósito, nótese que escribo "castiza y mentecata", no "castiza y, en consecuencia, mentecata", que nadie diga que soy injusto o que generalizo).
La verdad es que me ha salido larga la introducción. Y hasta quizá un tanto majadera, como me lo temía. No importa, alguna ventaja debe de tener administrar un blog. En todo caso sirve adecuadamente a mi deseo de contextualizar mi estupor ante el hecho de que el filme Capote, de Beckett Miller, no haya sido estrenado en las salas de cine limeñas. ¿Algún día lo será? A estas alturas lo dudo sinceramente, y creo que con bastante razón. Fue por eso que no encontré otra alternativa que recurrir a los medios nada legítimos que la mayoría de habitantes de esta ciudad emplea, lo cual no me enorgullece y más bien me causa cierta depresión, aunque no tan profunda, tampoco exageremos. El caso era que yo tenía que ver ese filme, y la súbita aparición de un vendedor ambulante frente a un semáforo aleatorio tenía que ser una tentación demasiado poderosa. "Había olvidado que eras escritor", exclamó con algo de malicia un ex compañero de universidad cuando traté de justificarme; algo comprensible viniendo de él: es profesor de derecho, lo cual explica que esté marcadamente mediatizado por efecto de sus estudios profundos y formalistas, al tiempo que se permite ser un tanto vanidoso y tonto. Vicios de un gremio que se engaña a sí mismo y asume que su disciplina es creativa e intelectual, e incluso científica (aquí sí soy consciente de que generalizo; lo hago de manera absolutamente voluntaria). Ante sus insistentes ironías tuve que replicarle que sabía que no iba a morirme si no la veía, como de hecho nadie se muere por no de leer a Thomas Mann o a Proust o a Pessoa, o por no comer trufas ni beber agua Perrier. Hay cosas que alimentan físicamente y otras que lo hacen de formas diversas. Finalmente estuvo de acuerdo conmigo, pues algo de inteligencia y sensibilidad conserva a pesar de los años de ejercicio profesional. Toda esta larga charla en el Messenger, tamaña pérdida de tiempo.
Que Truman Capote era gay, manipulador y egoísta (no "gay y, en consecuencia, manipulador y egoísta", que ningún amigo, colega o conocido se me vaya a ofender) es algo que queda claramente definido desde el inicio del filme. Esta es quizá una virtud de la dirección; la historia es, de por sí, tan terrible que resultaría ocioso matizarla. Hay mucho de insoportable patetismo en la actitud general de ese escritor melómano y obsesivo, pero sin duda lo que se sale de todo límite es la manipulación artera de que hace objeto a un par de seres humanos acorralados por sus propios actos. Quizá aquí radique la intrínseca crueldad de la relación que Truman Capote desarrolla con Perry Smith, uno de los feroces y taimados asesinos de los Clutter, una próspera familia de Holcomb, un pequeño pueblo "en las elevadas llanuras trigueras de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman ‹‹allá››". El filme expone una conducta que de manera directa atenta contra de nuestras ideas de lo bueno o lo correcto: hacer de todo ser humano un fin y nunca un medio; actuar de modo que nuestra conducta pueda ser elevada a principio universal. Los imperativos kantianos son de una simplicidad total y, acaso por eso mismo, se revelan como la mejor síntesis de los principios éticos de nuestra tradición judeocristiana. A la luz de estas ideas quizá no haya acción más deleznable que aquélla que se ejerce en contra de quien carece de la más mínima facultad de elección. Que tal era la situación de Smith y su compañero Dick Hickcock parece graficado en lo que en algún momento expuso el alcaide de la prisión: Perry Smith debía ser mantenido con vida a toda costa, a pesar de que se había negado a probar bocado, pues el derecho de acabar con su vida le correspondía al pueblo, y no a él mismo. En su circunstancia extrema este infeliz no tiene otra opción que confiar en ese ser extravagante que aparece de la nada y se ofrece a conseguirle un abogado, al tiempo que le envuelve con una serie de promesas vanas y peregrinas como la de escribir un libro donde iba a narrar la verdad de su caso: "El mundo pensará que eres un monstruo y yo no quiero eso". La leyenda conecta este episodio con la posterior decadencia personal y literaria de Truman Capote, quien muere años después solitario, alcohólico y privado del don de la escritura. Sabido es que su verdadero interés era conocer en detalle la historia de los asesinatos que quería narrar en su tan ansiada novela-de-no-ficción, y que con ese fin se esfuerza en alargar el juicio, para luego caer en un profundo estado de depresión al ver que el tiempo pasaba y Smith y Hickcock no eran ejecutados, lo cual se le antojaba como una condición indispensable para poder concluirla y publicarla.
La oscuridad de esta historia no ha podido, sin embargo, opacar una verdad: la actuación de Truman Capote —plena de manipulación, de engaño, de un egoísmo esencial— tuvo como colofón la publicación de A sangre fría, una novela que no solamente reformuló el género, sino que además se convirtió en una de las más importantes y mejor logradas de nuestro tiempo. Lo anterior puede sonar chocante y despiadado, tal vez porque existe la tendencia de identificar la grandeza de una obra con la existencia de una vida virtuosa. Tamaña falacia. Las historias del arte y de la literatura están colmadas de grandes creadores de dudosa calidad personal: seres mezquinos, contradictorios, traidores, amantes del dinero y aduladores de los tiranos. Pero éste no es únicamente un fenómeno del pasado. Es cierto que la decencia no abunda en estos tiempos, pero en ciertos círculos parece ser un insulto o un demérito. He conocido honrosas excepciones; no necesito nombrarlas; a ellas he dispensado mi agradecimiento y, en algunos casos, mi amistad personal. Pero siempre son muchos más los que me han producido aversión y pesadumbre y una tremenda necesidad de taparme la nariz. Ahí están, sin importar la ciudad donde vivan, en los lugares habituales; pululan en cafés, librerías, pinacotecas, presentaciones, y también en embajadas, organismos públicos y casas de gobierno. A pesar de que los nombres y los rostros cambien, siempre son iguales, si no los mismos. Aman la adulación, el reconocimiento y el respeto. Son desconfiados por naturaleza, inseguros, no se soportan ni ellos mismos. Se atacan entre sí con virulenta expresividad, inventan absurdas polémicas en las que sus complejos y frustraciones se esconden bajo conceptos tan etéreos como la revolución o el origen geográfico. Son, en conclusión, unos tipos bastante poco recomendables. Por eso he llegado a la conclusión de que lo más inteligente es conocer su trabajo y no conocerlos a ellos. No hay razón para negarlo, además sería inútil e injusto: a veces se encuentra uno con cosas realmente buenas, incluso admirables, creadas por estos tipejos. Pero por eso mismo lo mejor es no traspasar la esfera de su obra, verla como un objeto independiente y autónomo. De lo contrario uno se arriesga a no interesarse más en ella y a terminar perdiéndose de algo que quizá valga la pena.

El asesinato de la razón



La mentalidad renacentista, caracterizada por su visión sintética y unitaria del universo, intentó descubrir racionalmente las verdades de la creación a través del estudio directo y sin intermediarios de la Sagrada Escritura y los textos de autores de la antigüedad pagana. Fue así que pretendió, entre otras cosas, hallar la clave del misterio de la Santísima Trinidad en las enseñanzas de Hermes Trimegisto, un taumaturgo egipcio erróneamente considerado contemporáneo de Moisés, e investigar las concordancias entre cristianismo, derecho romano y filosofía neoplatónica.
Esta amplitud de criterio derivada de un afán permanente por descubrir la verdad y una fe ilimitada en las posibilidades de conocimiento del ser humano, se encuentra bastante alejada de la mentalidad actual. Tanto el oriente como el occidente se contraen hacia sí mismos, rechazando como malo o al menos poco conveniente, todo aquello que apriorísticamente lea resulta extraño. Signo de nuestro tiempo es la miopía cultural, la estrechez de miras: la vocación por la irracionalidad, en pocas palabras. No es gratuito el renacer de los nacionalismos. Tampoco lo es la progresiva atomización de Europa luego de la caída del socialismo. La muerte de las ideologías no sólo significa el fracaso del Marxismo y su modelo económico, como ingenuamente pensaron algunos liberales entusiastas, sino además la debacle del Estado, institución política por excelencia y producto de la razón humana que como tal, perece frente a la arremetida de sentimientos largamente reprimidos. Las sociedades libertadas optan por la organización de tipo familiar, étnico o religioso donde son comunes la cultura y la sensibilidad, renunciando así a aquella entelequia gestada por los renacentistas y dada a luz por los filósofos de la ilustración. Y esto sucede a pesar de las ventajas evidentes que en teoría, las organizaciones estatales podrían ofrecerles.
¿Qué significa pues esta contradicción, este retroceso? Dar respuesta a esta pregunta sin duda resultaría una tarea desmesurada. No obstante, la casi certeza de que el fracaso de la racionalidad acarreará necesariamente el fracaso de una modernidad ciegamente apoyada por ella, nos hace reflexionar en algún sentido.
Quizá la clave de este resquebrajamiento irremediable esté en los cimientos mismos del edificio de la Modernidad. En su afán por liberarse de axiomas y leyes naturales, los hombres de la primera modernidad reaccionan apoyándose en una característica privativa de los seres humanos y capaz de transformarles en dominadores de la realidad. Vale decir, en la razón. La realidad entonces va a ser totalmente formulada en términos racionales, y a través de esos mismos términos transformada. Desde aquel momento la historia de occidente aparece marcada por una singular dialéctica entre una racionalidad que busca imponerse, y una irracionalidad que reacciona: Humanismo frente a Escolástica, Renacimiento frente a Barroco, República frente a Monarquía, Liberalismo frente a Mercantilismo, no serían más que expresiones concretas de una misma regla general.
Lo extremoso de la fe en la razón que se manifiesta en el choque de la teoría con la realidad empírica de la sociedad humana, explicaría esta lucha, esta dialéctica. La anarquía que vivió Francia durante los primeros años de la revolución es un ejemplo bastante ilustrativo de la insuficiencia de la teoría frente a la riqueza de matices que la práctica suele manifestar. Es que el hombre, en definitiva, no es el creador de la realidad y por lo tanto, no se encuentra absoluta y totalmente capacitado para conocer en su cabal complejidad el funcionamiento de la naturaleza de la sociedad. Resulta entonces un error y una manifestación excesiva de fe, pretenderlo capaz de formular con la sola utilización de su razón, un modelo social o político que prevea, de un modo irreprochable y rigurosamente científico, todas las reacciones posibles de sus semejantes.
Por otro lado, los prejuicios que la irracionalidad conlleva no son más que una consecuencia de aquel error inicial. El adjetivo irracional no debe ser necesariamente expresión de un significado peyorativo: los sentimientos, las emociones, las pasiones son aspectos del ser humano que no pueden ser explicados en un lenguaje racional y que, sin embargo, han sido y serán factores decisivos en el devenir de los pueblos. Sin ellos no podríamos, entre otras cosas, explicarnos cabalmente el sentido del feudalismo, institución política basada en la fidelidad y antecedente medieval del mismo estado moderno.
En este sentido, la vocación actual por la irracionalidad no sería más que la última gran reacción frente a la imposición del modelo racionalista de la modernidad.
Corresponderá en consecuencia al Estado y a la democracia de una supuesta era post-moderna, reacomodar sus instituciones de tal modo que esos aspectos irrenunciables del ser humano a que hiciéramos mención, tengan cabida y expresión. El asesinato de la razón no significa otra cosa, entonces, que la manifestación de esa búsqueda de la felicidad siempre presente en los hombres y las sociedades. Búsqueda que por lo demás, no siempre es concordante en el cálculo racional meramente utilitario. La gran tarea de un Estado que se resiste a ser una institución anacrónica, será la de dar acogida a unos sentimientos humanos largamente olvidados. Quizá así pueda acercarse a ese equilibrio justo ya esbozado por Aristóteles.
(Publicado en el diario El Universal de Caracas el 2 de octubre de 1994)

La selección hispanoamericana de Octavio Vinces

Con ocasión del mundial de fútbol he querido imitar a Javier Marías planteando mi equipo ideal para una selección literaria de Hispanoamérica. He aquí los seleccionados:

Portero: Dos Robertos alternándose en el puesto. Arlt y Bolaño. El primero un tanto estrambótico, el segundo con definido estilo propio aunque algo más ortodoxo. Ambos polifacéticos, excelentes en el juego aéreo y en las salidas, y con solvencia para jugar el balón con los pies.

Defensas centrales: Dos poetas: César Vallejo por su concentración y capacidad de sufrimiento, y Pablo Neruda por ser de largo aliento y tener actitud para sumarse al ataque.

Lateral izquierdo: Alfonso Bioy Casares que es enérgico, creativo y capaz de alimentar a los delanteros con sus incursiones por la banda.

Lateral derecho: Arturo Uslar Pietri por tenaz y terco, todo un especialista en la marcación hombre a hombre.

Volantes: Octavio Paz que trajina por todo el campo, y es recuperador y metódico. Jorge Luis Borges, el 10 del equipo, marca la diferencia. Julio Ramón Ribeyro suele ser muy fino en espacios cortos. Augusto Monterroso por su manejo de los tiempos y su excelente pegada.

Delanteros: Guillermo Cabrera Infante porque su experiencia en las ligas inglesas lo ha convertido en un cabeceador eximio. Juan Rulfo que aparece poco pero siempre marca.

En el banco de suplentes: Juan Carlos Onetti por ser un defensa cuya rudeza intimida a los delanteros. José Lezama Lima, un volante tremendamente creativo aunque un tanto fuera de forma, es ideal para ingresar en los segundos tiempos. Alfonso Reyes que es un volante de contención fuerte y muy ortodoxo. Finalmente, como delantero suplente, Emilio Adolfo Westphalen que es insuperable cuando está en racha.

Director técnico: Julio Cortazar por su capacidad para detectar las estrategias del rival y desarmarlas.

El equipo de Javier Marías



El novelista Javier Marías ha hecho una alineación futbolística con los escritores del siglo XX, según sus cualidades literarias. Marías recopiló sus textos sobre fútbol en Salvajes y sentimentales (Aguilar).
Portería. Dos que jugaron en su vida en esa posición: Vladímir Nabokov y Albert Camus.
Defensas. Lateral derecho Henry James por ser de largo recorrido. En el centro Dashiel Hammet que parecía un tipo duro. Y defensa izquierdo Malcolm Lowry que al ser bebedor sería uno de esos defensas duros que no dejan pasar a nadie.Lateral izquierdo. Valle-Inclán, un autor muy vivo con malas pulgas a ratos.
Centro del campo. Tres de largo recorrido: Como trabajador Thomas Mann; como 10 y cerebro del equipo y mente clara y organizadora del juego Marcel Proust; y W. Faulkner que tiene mucho aliento.
Delantera. Jugaríamos con extremos: extremo derecho como siete Joseph Conrad, capaz en pocos metros de crear gran desconcierto y admiración; delantero centro Thomas Bernhard porque era muy agresivo; y con el 11, extremo izquierdo, uno de esos jugadores finos y creativos como Lampedusa.
Banquillo. En la portería Camus o Nabokov que se alternarían la titularidad con igual solvencia. Para momentos de crisis no estaría mal Conan Doyle que tendría gran capacidad de juego para el medio campo. Defensa, Raymond Chandler. Y delantera un poeta: W. Yeats.
El País, 4 de junio de 2006

Exceso de equipaje de María Ángeles Octavio


Con Exceso de equipaje (Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana), su primera entrega editorial, María Angeles Octavio se nos revela como una narradora esencialmente peligrosa. Quizá sea preciso haber intercambiado algunas palabras con esta escritora para percatarse de que su elocuencia verbal y su singular desenfado no son elementos episódicos de un espléndido estilo literario. A la sólida formación intelectual de esta caraqueña es necesario unirle la experiencia de vida de quien permanentemente se ha resistido y rebelado contra aquello que se preveía como su destino natural. Y cuando la abolición de las fronteras físicas y mentales se suma a un talento literario que comienza a desbocarse, el resultado tiene que ser de una solidez envidiable.

Octavio ha tenido como gran virtud personal y literaria el no permitir que la audacia o el desenfreno desdibujen su natural sentido de la elegancia. Con verdadera maestría puede hacer un uso dosificado y preciso de lo desmedido, y aún de lo grotesco, para recordarnos la faceta más terrible del amor humano, ese deseo siempre irracional por obtener lo infinito en lo finito, esa esclavitud del alma y los sentidos que invita a soportar el sufrimiento presente en aras de una esperanza casi siempre vana. Es aquí donde el punto de inflexión se produce, y Octavio nos invita a ser testigos de respuestas desmedidas, de palabras ofensivas y actos impulsados por esa sed de venganza que sólo puede producirnos el choque con una realidad que se nos presenta inalterable, a pesar de nuestra tozudez y empeño. Personajes que se vengan de sus amantes, que se vengan de ellos mismos, pero, sobre todas las cosas, que se vengan del amor.

El amar puede ser un acto peligroso, incluso mortal. De esto y de otras cosas se trata esta magnífica colección de relatos.

¡Ah, esas estúpidas caricaturas!...


Una de las ideas centrales de John Stuart Mill expresadas en su clásico ensayo Sobre la libertad es que si todo el género humano, menos una persona, fuera de una opinión determinada, y sólo esa persona fuera de la opinión contraria, el género humano no tendría más justificaciones para silenciar a esa única persona que las que ésta tendría para silenciar al género humano de tener el poder para hacerlo. Un postulado tan radical nos induce a pensar que aquello que llamamos libertad de expresión, llevado hasta sus últimas consecuencias, presupone una sociedad que haga de la tolerancia uno de sus valores fundamentales. Esto sólo es entendible en una democracia, es decir en una sociedad que acepte y respete las diferencias, y más aún la disidencia, al tener la convicción de que la coexistencia de diversas ideas y posturas políticas y morales es no sólo conveniente, sino además esencial para su propia viabilidad y existencia pacífica. En ese sentido la expresión, por parte de cualquier persona o grupo de personas, es garantizada y respetada en tanto vehículo a través del cual tales ideas y posturas se manifiestan.

Para que la tolerancia sea posible como un valor social quizá sea necesario —aristotélicamente hablando— desvincular los símbolos de la esencia de aquello que pretenden representar. Si entendemos que la bandera de un país representa la nación, pero no es la nación, su utilización en un sentido o en otro no será un verdadero problema para alguien, digamos, excesivamente patriota. No importará demasiado que sea utilizada como felpudo en la entrada de una casa o como taparrabo en un gay parade, o que incluso pueda ser injuriada o destruida (ya hace varios años la Suprema Corte de los Estados Unidos dictaminó a favor del derecho de quemar la bandera norteamericana en una manifestación pública).

Dicho de esa manera todo parece muy sencillo de entender, aunque llevado a la práctica quizá no lo sea tanto. Pareciera que la exaltación de lo simbólico —entendido como la tendencia a equiparar la esencia de una entidad, idea o creencia con la realidad material con que se le pretende representar—, es inversamente proporcional al nivel de racionalidad que se maneja en una situación determinada. La doctrina católica sostiene que la oblea consagrada es el verdadero cuerpo de Cristo, no una representación o un simulacro. Para los musulmanes la obligación de usar el velo o hiyab —o más aún el burkha afgano— constituye la verdadera pureza femenina, y no una manifestación cultural como la corbata o la minifalda. Por lo demás, cuando una organización social no está fundamentada en ideas racionales —las sociedades teocráticas son el mejor ejemplo— no existe obligación alguna de respetar las diferencias, y más bien se encuentran múltiples estímulos para aplastarlas. En ese contexto, la libertad de expresión como derecho fundamental es además de una incomodidad, algo incomprensible.

La libertad de expresión sólo es entendible, pues, en una sociedad abierta y liberal. Es un derecho cuyo ejercicio es casi absolutamente irrestricto porque (i) para el adecuado funcionamiento de una democracia limitarlo siempre será más peligroso que no hacerlo, de ahí que sus limitaciones sean más bien excepcionales (v.g., el honor personal); y (ii) su validez y vigencia no dependen, en modo alguno, de las características personales de quien lo ejerza.

¿Qué es lo que realmente sucedió con el tema de las caricaturas de Mahoma publicadas por el diario danés Jyllands-Posten? Quizá algo bastante simple y complicado al mismo tiempo: el legítimo ejercicio del derecho de expresión dentro de una sociedad democrática y liberal ha sido capaz de provocar poderosas y negativas consecuencias en su contra, debido a que lo expresado es interpretado por ciertas sociedades teocráticas como una vejación a uno de sus símbolos fundamentales.Lo más sorprendente de todo es que nadie medianamente sensato podría afirmar que tales consecuencias eran definitivamente imprevisibles. Parafraseo lo dicho en el punto (ii), dos párrafos arriba: la libertad de expresión, en tanto derecho absoluto, no depende, en modo alguno, de las características personales de quien la ejerce. En definitiva, uno puede ser un estúpido y tener el derecho de expresar todas las estupideces que se le ocurran. Y eso fue exactamente lo que sucedió: los caricaturistas, los responsables del diario, actuaron, con todo su derecho, como unos verdaderos estúpidos. Hay que serlo para meterse dentro de una jaula de leones disfrazado de bistec.

Ante esta situación que pareciera evidenciar una incompatibilidad de conceptos aparentemente insalvable, caben algunas preguntas que pueden sonar casi a perogrullada: ¿Será verdaderamente posible la implementación de una democracia liberal en los países musulmanes, tal como pregonan Wolfowitz, Rumsfeld y los demás neo-conservadores del gobierno de Bush? Más aún: ¿Es realista y viable el tan publicitado “diálogo entre civilizaciones”?










Vidas alucinantes



Cada episodio en la vida de un ser humano puede ser la pieza perdida de un rompecabezas que nunca será completado. De ahí que la Historia (con mayúscula) se limite a destacar lo fragmentario al ser el relato sistemático de unos cuantos sucesos salvados de un mar de situaciones destinadas al olvido colectivo. La memoria social ha sido tradicionalmente frágil, tanto como lo es la memoria de los individuos.

Hoy en día, sin embargo, la técnica con su innegable carga de facilismo parece proponernos la posibilidad de un presente archivable. Ésta puede ser, para muchos, una idea cargada de obscenidad. La ausencia del recuerdo ha creado el mito, la leyenda. El desconcierto que producen los primitivos iconos de las catacumbas al exponernos el lampiño rostro de Jesucristo sólo es entendible en una humanidad que ha interiorizado de manera firme un estereotipo impuesto por la tradición. ¿Cómo habrá sido realmente aquel rostro de carpintero semita? Las religiones no han dudado en aprovecharse de la carencia de pruebas, recreando así el misterio, que no es otra cosa que un presupuesto para aquello que llamamos fe.

En sentido análogo, una constante de las sociedades humanas ha sido encontrar en el pasado la justificación heroica de su propio origen. Durante incontables siglos la labor ha sido sencilla. Indudablemente los dogmas se imponen con mayor facilidad cuando no existe la posibilidad de refutarlos con pruebas concretas. Es por eso que la Historia ha sido la disciplina preferida por los autócratas y los intolerantes, quienes han podido manipularla a su antojo con el fin de crear la siempre necesaria leyenda justificativa. Sin embargo la inminencia de un futuro capaz de observar el pasado en vídeo o escuchar sus voces grabadas en un soporte magnético habrá de contraer necesariamente las posibilidades de la leyenda. Es probable entonces que nuestro presente esté destinado a ser el pasado de un futuro carente de justificaciones, el antecedente de una sociedad que haga de la desmitificación una de sus actividades predilectas. Nada tan alejado de la inclinación occidental hacia la exaltación de lo heroico, manifestación del individualismo subyacente en toda nuestra tradición: desde los poemas Homéricos hasta ese ideal contemporáneo representado por el self-made man, la distinción frente a los demás ha sido no sólo anhelada por el hombre occidental, sino sobre todo valorada como una inequívoca señal de virtud. Esto es en tal medida cierto que aún durante la Edad Media, con su innegable carga de naturalismo, resulta significativo que el paradigma religioso de la vida ascética busque el alejamiento de lo vida cotidiana, de las personas comunes en definitiva.

Ante tal posibilidad la respuesta más adecuada no habrá de ser la de una aburrida nostalgia por un pasado adicto a las hazañas de sus héroes. Quizá sea preciso reflexionar sobre los elementos enormemente positivos que aportará la técnica: la imagen, el recuerdo objetivo acaso impedirán que el mito se forme inmerecidamente: la grotesca carcajada, la ignorancia entrometida, el torpe resbalón de varios de nuestros dignatarios afanados en hacer Historia evidenciarán que el azar o la coyuntura suelen otorgar poder y privilegios a seres absolutamente vulgares, si no despreciables.

Jamás, pues, como en la actualidad el mundo ha tenido la posibilidad de acopiar lo bueno y lo malo, incluyendo en esa arbitraria calificación a lo hoy malo que mañana será bueno y lo hoy bueno que mañana será malo. En ese sentido nuestro futuro será indudablemente más afortunado que nuestro pasado. Quizá entonces la sociedad del porvenir tenga una mayor predisposición para reflexionar sobre los verdaderos valores que componen una biografía singular. ¿Cuántas vidas, cuántas realizaciones de seres humanos anónimos son desconocidas por sus contemporáneos? Quienes hayan observado a Van Gogh paseando su silueta atormentada, o al típico burgués de Aix que aparentaba ser Cézanne, o a Gauguin laborando en su puesto de agente de bolsa, difícilmente habrán podido sospechar que los caminos esenciales del arte moderno estaban siendo esbozados en las mentes de aquellos ciudadanos anónimos. ¿Cuántas otras realizaciones o proyectos habrán perecido en el marasmo del olvido colectivo?

Quién sabe si a poca distancia de nosotros se está desenvolviendo una vida alucinante, una biografía que podría ser contada en una novela y que nuestra predisposición actual por lo mítico nos impide distinguir con claridad. Quizá un humanismo futuro esté en condiciones de valorarla. Que en tal sentido, la técnica provea al futuro de un arsenal de recuerdos sobre los cuales éste construya su acervo es, aunque en apariencia paradójico, indudablemente esperanzador.

Civismo

No parecía tener más de veinte años, su piel aún lucía impoluta, ajena a los rigores del tiempo y la experiencia. Su voz brillaba como un dulce pájaro imitando los sonidos del acordeón. Era fuerte, compacta; en sus ojos se transparentaba una juvenil agresividad que resultaba profundamente atractiva.

Soy Mariana Muerte, me dijo apenas bajé el vidrio del carro: y soy capaz de empujarte por un desbarrancadero tenaz y ajeno a toda visión previa. ¿No te provoca probarme? En respuesta se me erizó el cabello, las uñas, el vello púbico. Durante un breve pero pertinaz segundo pensé en Mariana (irónica coincidencia), en el niño, y en que ambos estarían esperándome en el apartamento.

Quise creer que no tenía tiempo. Cerré la ventanilla y arranqué.

Pero a los pocos metros mi machacado civismo de hombre educado en la democracia comenzaría a hacerse presente. Me dijo: Epa, no tienes ningún derecho a comportarte con esa chama como lo acabas de hacer. Vuelve de inmediato y pídele disculpas.

Giré el volante y tomé la calle transversal que se asomaba. Di vuelta a la manzana. Cuando retomé la Libertador la pude divisar a lo lejos, situación que comenzó a devolverme la calma.

Acerqué el carro hacia ella, lentamente pues no quería atemorizarla con un movimiento brusco. Nuevamente bajé la ventanilla. Entonces asomó su rostro sonriente y ajeno a todo resentimiento.

Qué bueno que volviste, mi amor, me dijo a manera de saludo: no me tengas miedo, que no muerdo.

Con un corto golpe de mi dedo pulgar apagué el reproductor. La voz de Hector Lavoe hubiera hecho que la escena resultara insoportablemente truculenta.

¿Cuánto me cobras por una mamada?, le pregunté entonces a bocajarro: es que tengo algo de prisa, ¿sabes?

El primer perro romántico

Si Kafka escribió una de las obras maestras del siglo XX desde la pertenencia a una nación amenazada por la disolución, el aislamiento y la imposibilidad de un proyecto político, y Nabokov lo hizo en el ideal de una sociedad que persistía en su supervivencia más allá de toda lógica, Roberto Bolaño reinventa la novela con una actitud de desarraigo y descreimiento que resulta radical pero al mismo tiempo irresistiblemente sincera. Quizá lo que escribo suene extraño o a lugar común, pero no encuentro una referencia clara a una noción de país en la literatura de Bolaño: ni siquiera en los escritos que se centran en Chile o en México puede hablarse de novelas chilenas o mexicanas. Al proponernos una especie de obra con vocación de autarquía, Bolaño es a la vez un apátrida y un desclasado. Resultaría sumamente complicado encontrar en su obra una identificación clara con una tradición, o aún con algún antecedente literario preciso. Quizá en Bolaño podamos hallar como en ningún otro escritor latinoamericano una especie de actitud defensiva más que receptiva respecto del conjunto de la literatura, y es precisamente esa actitud lo que explicaría —si es que es necesario hallar una explicación— el alcance de unas antipatías literarias, que abarcan a más de un escritor serio, así como el de unas simpatías en las que no es imposible encontrarse con algún que otro nombre discutible. Acaso esto sea una manifestación elocuente de lo que un critico literario ha venido a denominar la “angustia de la influencia”, vale decir la disposición por asimilar a través de una postura crítica y destructiva los grandes temas de la literatura. Escribir puede ser una angustia y un conflicto; aunque no necesariamente exista algo de edípico en este intento, pero sí mucho de actitud crítica unida a un afán (muchas veces sesgado, oculto, voluntariamente camuflado) de trascendencia. Pienso que en esta línea de ideas, la pose del enfant terrible resultaría desmesurada o artificial para alguien como Bolaño, en cualquier etapa de su existencia. Un escritor descastado, errante y vagabundo no reconoce padres a quienes odiar o destruir, y sí contemporáneos con los que se dialoga o a los que se repudia. Pero además es preciso entender que la categoría de “contemporáneo” no presupone únicamente una coexistencia temporal o cósmica, sino sobre todo un plano de igualdad. Poco importa en realidad que el contemporáneo haya muerto antes de que uno haya nacido.
En cierta medida la cronología es un factor ajeno al momento de definir un acerbo literario (o un canon, si así se prefiere). No es una idea que resulte necesariamente desmesurada el sentir que Shakespeare es contemporáneo de Goethe o que Cervantes lo sea de Kafka. Pueden mediar siglos entre unos y otros, pero esa sólo es una verdad que resultaría trascendente para la historia de la literatura en tanto disciplina esencialmente descriptiva. El tiempo de los clásicos es, por definición, un tiempo estático, ser un clásico presupone una postulación y un concepto inmodificable más allá del transcurso de los años o el paso de las generaciones. Es en este sentido que Bolaño se sumerge —negándola o simplemente no siendo consciente de ello— en la esencia misma de la literatura en tanto oficio sin temporalidad ni fronteras.
Contemporáneo de Daniel Sada, Rodrigo Fresán, César Aira, Juan Villoro y Rodrigo Rey Rosa, y sobre todo contemporáneo de Mario Santiago o de Ulises Lima, Bolaño es a la vez contemporáneo de Lautremont y de Walser. Pero también lo es de Octavio Paz, en tanto enemigo a destruir.
Un íntimo recuerdo personal me sitúa en Caracas, a mediados de 1998, cuando acababa de regresar de Cornell y alquilaba un pequeño apartamento cercano al bulevar de Sabana Grande. Años de migración, estudio, trabajo y supervivencia no habían roto del todo mi relación con la literatura, aunque de algún modo sí la habían aletargado. En ese contexto, pasar por una calle de la zona y divisar en la vitrina de una distribuidora editorial una novela despertó en mí una curiosidad inusitada. En ese instante intuí que algo importante debía encerrarse bajo ese título sugerente y malévolo: Los detectives salvajes.
Siempre lo digo con una mezcla de orgullo y de temor: leer Los detectives salvajes cambió mi vida porque erosionó parte importante de los paradigmas que hasta ese entonces manejaba. De pronto una narración podía ser abierta, múltiple, inacabada. Además descubrí la migración como tema, los desiertos como paisaje de fondo. Escribí mi primera novela durante el año en que Bolaño murió. Eso es un excelente pretexto para explicarse por qué no me leerá, por qué no seré jamás objeto de sus comentarios despiadados, pasto para su inigualable ironía.
Luego vino 2666. Pero eso es ya otra historia.

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Te vi impresa sobre ese papel tan áspero. Debe de ser el papel más barato que existe en el mercado. Me gustaron tu vestido negro y tus piernas tan largas. Y sonreías. Estabas junto a un balurdo que usaba un saco de seda. No recuerdo tu nombre, no tenía la sonoridad del de tu acompañante: Sifrinito Muchorreal, hijo. Qué bolas tienes. Como puedes posar tan sonriente, tan divina junto a un maniquí. Es que tú también eres un maniquí.

Pero no pude dejar de verte. De vez en cuando bajaba la mirada para encontrarme contigo. Y tú seguiste sonriendo. Sonreíste tanto que no pude creerlo, y entonces te arranqué de ese lugar absurdo, de esa fiesta balurda llena de viejos decadentes y muchachitos amanerados. Te llevé conmigo a beber unas Polares bien frías en cualquier bar de Los Chaguaramos y entre las risas de unos estudiantes del interior tú te veías más buena que nunca. Ellos te miraban las piernas con tanta confianza que quién sabe si hasta te llegaste a sentir en familia.

Luego el cansancio, el hambre. Comimos unas arepas en alguna esquina. Tomamos el metro.

Creo que el amor no existe, tan sólo las ganas de estar cerca. Sigo pintando esta pared y una gota de pintura blanca cae en tu rostro. Qué bolas, me digo, habiendo tanto periódico extendido sobre el piso.

Las naciones posibles

Pudiera especularse que al elegir al Tirant Lo Blanc como el mejor libro del mundo y salvarlo de la hoguera donde perecerían la mayoría de las novelas de caballería de la biblioteca de don Alonso Quijano, Cervantes terminó elaborando, tal vez sin proponérselo, una inmejorable metáfora sobre el multiculturalismo. Que la obra fundacional de la literatura catalana aparezca elogiada de tal manera dentro de la arbitraria selección que emprenden un cura y un barbero manchegos puede ser tomado, además, como una evidencia elocuente de la importancia y el alcance de lo catalán en la cultura y la sociedad españolas. Está claro, sin embargo, que la complejidad de las situaciones sociales tiende a superar el ámbito de las figuras literarias. Si nos ponemos a observar, aunque sea desde la distancia, algunas de las posturas que han salido a la luz con ocasión del proyecto de reforma del estatuto de Cataluña, no dudaremos un ápice de esta realidad. De súbito la crispación y la altisonancia se hacen presentes como un componente esencial del discurso de la derecha española. El fenómeno no es nuevo. La derecha —con el significado cabal y comprehensivo que el pasado no tan mediato de Europa le concede— no es amiga de la tolerancia, ni de la democracia, ni de la pluralidad, ni de la libre determinación. La derecha ha sido, y por lo visto sigue siendo, territorialista y nacionalista (en ocasiones incluso racista); expansiva y paradójicamente aislacionista. Algunos de los términos que se están empleando en la discusión de la reforma del estatuto hacen revivir viejos fantasmas. Los ecos de la retórica joseantoniana parecen retumbar.

La supuesta inconstitucionalidad que se produciría si el estatuto reconoce la condición de "nación" a Cataluña no es sólo un argumento falaz, sino sobre todo antihistórico. Los defensores de la literalidad del articulo 2 de la constitución, que proclama "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", olvidan —o quieren hacer olvidar— que el estado post franquista nace del consenso y de la voluntad de apostar por la democracia y el pluralismo en un país que se reconoce a sí mismo como multicultural y multinacional. Es precisamente producto de esa voluntad esencial que cada una de las comunidades autónomas es capaz de otorgarse normas de carácter estatutario que, al amalgamarse con la constitución, definen su marco jurídico superior.

En la raíz del rechazo al proyecto de enmienda parece latir con renovado vigor el tradicional enfrentamiento entre la libre determinación y la noción de estado-nación, tan cara para la derecha nacionalista. Las experiencias fascistas en Europa —principalmente las de Italia, Alemania y España— han dejado francamente mal parada a esa entelequia tan íntimamente ligada a los conceptos de soberanía y territorio, y que al mismo tiempo presupone la existencia de un vínculo indisoluble fundamentado en comunes factores históricos: cultura, religión, raza. El hecho de que el franquismo prohibiera los idiomas regionales, y hasta el uso de nombres propios que no fueran castellanos, o que Stalin se propusiera rusificar a las repúblicas bálticas mediante el terror y el miedo, demuestra cuán artificiales e impuestos pueden ser esos elementos. La nacionalidad es definible como una situación, un sentimiento o una actitud, pero en todo caso siempre dependerá de múltiples factores. De ahí que no sea un concepto unívoco y excluyente. Esto no sólo es verificable a través de la historia de los pueblos, sino incluso en la biografía particular de un ser humano. ¿Alguien dudaría, en esta época de inteconección y migraciones, que un individuo pueda identificarse con más de una nación, independientemente de su origen?

La manera en que la constitución española reconoce el llamado "hecho diferencial" —vale decir la personalidad nacional, cultural y lingüística que otorga una identidad propia a cada una de las comunidades que conforman el universo de lo español—, y lo toma como base de consenso para la organización política del estado nacional resulta, además de emblemática y vanguardista, una solución para el problema de la organización política cuya eficacia el tiempo ha llegado a demostrar. Que las comunidades sean entes con igualdad de derechos entre sí, y que además su regulación y autogobierno nazcan de una fórmula de compromiso con el estado nacional, explican la viabilidad de esa Nación (con mayúscula, como conviene a las peculiares reglas ortográficas de los juristas) común e indivisible a que alude el artículo 2 de la constitución. La España moderna no es castellana, en el sentido en que la Yugoslavia posterior a Tito pretendió seguir siendo serbia. Las diferencias entre ambos modelos saltan a la vista: estabilidad, democracia y crecimiento por un lado; desmembramiento, totalitarismo y guerra civil por el otro.
A estas alturas conviene no engañarse frente a autoproclamas coyunturales. El publicitado "giro hacia el centro" de ciertas agrupaciones políticas no evita que algunos de sus representantes más conspicuos continúen siendo portadores del mismo discurso tradicionalmente antiliberal que caracterizó al fascismo, y en el que la intransigencia y la verticalidad son ingredientes consustanciales: un discurso en el que la grandilocuencia y el mal gusto aparecen íntimamente ligados a una pretendida visión apodíctica y "totalizadora" de la realidad.

Sería bueno para algunos recordar (o tal vez simplemente escuchar por vez primera) las preguntas básicas que, a partir de Rawls, definen el problema central de la democracia liberal: ¿Cómo es posible que diferentes personas, que poseen a su vez diferentes concepciones de la vida, puedan no sólo vivir juntas sino además participar en la vida política? ¿Cuáles son las características de un sistema político capaz de incluir tal variedad, siendo a la vez estable y justo? Tal vez las respuestas a esas preguntas aparezcan en el modelo constitucional español mejor que en ningún otro: la democracia existe en la medida en que su estructura no se basa en la imposición desde arriba de una doctrina o una visión del mundo, sea ésta producto de la razón, la historia o el dogma. Por el contrario, la democracia nace del consenso en un determinado concepto político de justicia, a partir del cual los ciudadanos —de manera individual o grupal— son libres de construir la vida a su manera o, lo que es igual, su propio mundo. La esfera de lo público se limita entonces a aquellas instancias que, siendo básicas para hacer viable el modelo, aseguran su estabilidad y su permanencia, así como el respeto de las diferencias. El problema de la "Nación única e indisoluble" no es tal a partir de este razonamiento, pues ésta deja de ser definible exclusivamente a nivel político —como pudiera inferirse de una miope interpretación del artículo 2— para convertirse en un concepto complejo, incluyente, y sobre todo abarcador a varios niveles. Es por eso que es posible ser español y catalán al mismo tiempo, al igual que gallego, canario, vasco o andaluz (o incluso catalán y chileno y mexicano, como Roberto Bolaño en las calles de Blanes o en las gradas del Camp Nou).

Los totalitarismos aborrecen la pluralidad porque, por definición, experimentan un profundo temor hacia la riqueza de matices que contiene la realidad. Es por eso que invariablemente se proponen taparla, modificarla, hacerla a su medida; eso sí, poniendo como pretexto la utopía o los supuestos valores superiores. Y en ese esfuerzo las instituciones de la ley se convierten en factores de opresión y de exclusión de lo que sea diferente. No tengo a la mano una estadística que me apoye, pero creo que a nadie sorprendería que la mayoría de los que hace pocos días rechazaban la legalización del matrimonio homosexual en España sean los mismos que hoy se oponen a la reforma del estatuto catalán. Evangelizadores de la bravuconería, intransigentes en función de sueños obtusos, enemigos de lo espontáneo: si España volviese a ser regida por ellos nuevamente se encarcelaría a las parejas de hecho para luego enterrar sus restos fuera de los cementerios públicos.

Algo nos consuela y nos da seguridad: la evolución espontánea de las sociedades y de los seres humanos, en sus múltiples caminos y en sus infinitas variables, termina tarde o temprano imponiéndose. Lo lamentable es que en ese camino se pierdan energías, talentos y hasta generaciones enteras. Cuando en alguno de sus escritos, Ortega y Gasset expresaba que al tolerar las minorías la democracia liberal incubaba el germen de su propia destrucción, pensaba en una sociedad ahogada por la irrupción de las masas que imponen su forma de vida y su estética particular. Sin embargo, es la democracia y no otro sistema la que finalmente permite que la convivencia de los diversos factores —aún de aquéllos que se consideran diferentes o pueden ser calificados de minorías—, sea una opción viable y armónica. Las cartas están sobre la mesa. El reto de una España fuerte y plural continúa en marcha.

Tiempos modernos


Una de las escenas más notables del film Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936) descubre la puesta a prueba de una maquina alimentadora diseñada para permitir que los trabajadores de una factoría ingieran sus alimentos sin que la producción se vea interrumpida. La escena, de un humor cruel y a la vez insolente, nos muestra a un "trabajador de una fábrica" —tal es el nombre, impersonal y genérico, del personaje interpretado por el propio Charlot— que entre muecas y ademanes atraviesa por la burda tortura infringida por un armatoste cuyas funciones incluyen un dispensador de sopa, otro de bocados y una barra giratoria que permite devorar una mazorca de manera expedita. Como no podía ser de otra manera, la maquina alimentadora termina fallando y generando una sucesión de molestias y maltratos. Pero sin duda lo más irónico de la escena, y en definitiva lo que le otorga la categoría de memorable, es que la única función del aparato que trabaja apropiadamente es la de una servilleta automática que, entre una prueba fallida y otra, limpia con tozuda delicadeza los labios del maltrecho trabajador. El sarcasmo es aún mayor si se tiene en cuenta que la fábrica que sirve de escenario para buena parte del film, y en donde se produce la prueba, es una especie de templo tecnológico y futurista en el que la productividad es la finalidad suprema, el norte hacia el que apuntan las voluntades. Al igual que en la Oda triunfal de Alvaro de Campos (a.k.a. Fernando Pessoa) la tecnología y la producción en serie adquieren características divinas por lo que no es extraño que sus principales operarios actúen con celo casi clerical y sus subordinados con la disciplina y la rigurosidad de una grey piadosa y autómata. Es así que a fuerza de repetir el procedimiento de ajustar un par de pernos en una cadena de producción, el trabajador termina convirtiéndose en una especie de androide irreflexivo que encuentra en diversas formas de la realidad analogías de lo que constituye el centro y la esencia de su labor. La sucesión de gags que se presentan a partir de esta situación es igualmente memorable.

En uno de los ensayos que conforman El laberinto de la soledad Octavio Paz explica que en las novelas contemporáneas, incluso en las calificadas de "revolucionarias", el obrero nunca aparece como héroe o protagonista principal. Igualmente, en la introducción de su ensayo sobre El canon occidental, Harold Bloom señala que los sentimientos de una masa obrera centrada en la supervivencia y la religiosidad nunca definen el contenido del canon que, por el contrario, se forma en torno a una sensibilidad esencialmente aristocrática que encuentra en la gran literatura "angustias conquistadas" y no una evasión de esas angustias. Un film como Tiempos modernos nos hace pensar que el cine ha podido romper con esas limitaciones conceptuales y temáticas, como si una estética esencialmente visual, y no necesariamente introspectiva, fuese capaz de apelar a la conciencia y la sensibilidad de los espectadores relatando a través de imágenes y no exclusivamente con palabras. Tal vez el hecho de que se trate de una película muda subraya esta afirmación. Cuando contemplamos al trabajador mientras intenta abrirse paso luego del cierre de la fábrica, sabemos que de modo alguno nos encontramos frente a un personaje intrínsecamente intelectual o sesudo, sino ante un ser que apela —quizá por no tener más remedio— a la espontaneidad y la inmediatez como sus principales recursos para la supervivencia. De esta manera el azar se torna en un factor que marca el devenir de su destino, el origen de sus desgracias y de sus alegrías. No hay entonces mucha reflexión ni especulación con la que llenar hojas en blanco. La vida del trabajador se convierte en una sucesión de situaciones cuya descripción y relato resultan largamente más fáciles de transmitir a través de la imagen.

La mención del factor azar nos hace recordar que los avances tecnológicos no han podido desvirtuar la condición esencialmente contingente de los seres humanos. Cerrada la fábrica, el trabajador es súbitamente arrojado a una situación de contingencia y desamparo en la que de nada le vale haberse forjado esa naturaleza repetitiva, que se presenta a sí misma en clave de eficiencia productiva y cuyo paroxismo sirve de base para el humor chaplinesco. Quizá aquí encontremos una explicación para algunas de nuestras angustias contemporáneas. De manera espontánea me viene a la mente el fin del segundo milenio y el temor que gran parte de la humanidad experimentó hacia la supuesta amenaza del Y2K. Esto podría invitarnos a concluir que en la medida en que aumenta nuestra dependencia de la tecnología, también aumenta la entidad y la magnitud de nuestros miedos. Tenemos la conciencia de que en cualquier momento ésta puede fallar para no sólo dejarnos la misma sensación de fastidio e inutilidad que sin duda creaba en el trabajador la persistente servilleta automática, sino incluso para arrojarnos al caos o a la barbarie. No es casual que la literatura y el cine hayan asociado con eventuales anomalías o fallas de la tecnología algunas de sus tramas más escatológicas.

Sin embargo, y por brumoso que el panorama pueda presentarse, pareciera que afortunadamente la humanidad no deja de contar con el ingenio personal como recurso al que apelar. La creatividad, ese rasgo de la personalidad humana emparentada la razón pero de manera alguna limitada por ella, es capaz de producir alternativas inusitadas, pero no por ello menos eficaces. De alguna manera la suerte del trabajador comienza a mejorar cuando se encuentra con la "huérfana" (rol interpretado por Paulette Goddard), un simpático personaje que hace uso de su ingenio y chispa personales para hacerse de una vida, y que se resiste a renunciar a su libertad y a ser moldeada por las opresivas instituciones que buscan atraparla. A partir de ese momento la existencia del trabajador se hace, si no más fácil, al menos más reconfortada. En la parte final de la película la huérfana y el trabajador parecen haber solucionado sus vidas gracias a sus habilidades histriónicas (ella consigue un trabajo como bailarina y él descubre sus dotes de comediante con ocasión del estrepitoso fracaso de su tentativa por hacerse camarero). El hecho de que este oasis momentáneo se vea abruptamente interrumpido por la intervención de las autoridades que pretenden recluir a la huérfana en un orfelinato, no opaca lo que podría ser una especie de metáfora esencial: el arte (escénico en este caso, pero bien podría tratarse de otro) puede ser una salvación para los seres humanos pues las peculiaridades del gozo creativo no sólo nos consuelan, sino que también engrandecen el alma individual. Finalmente el trabajador y la huérfana deciden huir y la película termina bien, como las comedias griegas más ortodoxas antes de que Aristófanes desvirtuara el sentido original del término. El trabajador no regresa a su antigua fábrica, a pesar de que ésta había sido reabierta, sino que opta por una vida más incierta, pero quizá también más personal y humana.
A pesar de los años transcurridos, Tiempos modernos se nos presenta como una obra llamada a despertar las conciencias cada vez más dormidas del presente. O al menos a hacernos recordar que tras la aplastante medianía de la vida hecha en serie subyace el indudable milagro que representa el poder creador latente en cada individualidad.