Aquí comienza la última versión de la novela.
El capítulo anterior, el primero, lo escribí hace varios años. Era un e-mail para los amigos de Sudacalandia, convertido en cuento de concursos, acabado en inicio de novela.
Explicar cómo la novela llegó hasta este punto no viene a cuento ahora, lo dejo para el final.
En teoría, ésta es una novela de suspense. Como el misterio era un poco mierda me lo cargué. Y es que en vez de centrarme en el argumento, como se supone que hay que hacer, me ponía a desvariar sobre la experiencia de migrar, porque era el tema que, en esa época, me ocupaba.
Sin ton ni son me veía hablando del aburrimiento de los primeros días, cuando llegamos, con el piso vacío, sin conocer a nadie, y sin pasta para salir. De haberlo sabido, hubiera pagado un container para traer embutidos a familiares, amigos, objetos personales, malandros, autobuses, carajitos de los que tiran piedras en la autopista, mosquitos, calor, lluvias tropicales, aguardiente El Recreo, perros callejeros, etc., y me habría fastidiado como allá, ni más ni menos, exactamente igual.
En Sudacalandia pasaba el día cascándomela y leyendo. Por eso tenía una biblioteca bien surtida. Pero no pude traérmela y se la vendí a un amigo por mil dólares, con los mil (a dólar la unidad, precio de mercado) clásicos invalorables de la literatura universal (comprados de segunda mano, amarillos, olvidados, y sucios, envejecidos en el negocio de un tipo que sufría analfabetismo), y mi colección completa de ediciones especiales de Playboy, publicadas entre octubre de 1987 y noviembre de 1998.
Sin libros ni revistas me quedé ocioso y tuve que cambiar de hábitos: compré un ordenador barato y me dediqué a escribir y a coleccionar imágenes de actrices y modelos desnudas sacadas de internet.
********
Música
Aunque no lo parezca, la única sala de conciertos de Barcelona es el Auditori, que está hundido en un edificio con fachada de Ministerio de Fomento, venido a menos, arquitectónicamente, desde su inauguración.
Como todavía no habíamos conocido a Clara no teníamos forma de conseguir entradas gratis para el Auditori, y como Antonia no quería pagar para entrar a ningún sitio, tuvimos que conformarnos con ir al Conservatorio del Bruc, donde había conciertos cada jueves, entrada libre.
Presentaban un arreglo del Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen.
El público era todo de gent gran, vejetes.
Primero pensé de puta madre, así me ahorro oír a los bebés berreando, al gracioso que grita «¡Métele la teta!», a los carajitos jugando en el pasillo, y todos los demás azotes de las salas de concierto sudacas.
Pero me equivoqué.
El pianista no había terminado de empezar cuando la mitad del auditorio estaba hablando y la otra mitad mandando a callar a la mitad primera. A nadie le interesaba el Cuarteto ni el fin de los tiempos ni nada, sólo hablar y, sobre todo, mandar a callar. Revisé el programa, buscando cambios del tipo Concierto para piano preparado y dientes postizos o alguna otra mierda experimental de estas. Pero el programa decía Cuarteto para el fin de los tiempos, nada más, y yo sabía de qué iba, era uno de los ochocientos CDs que me traje de Sudacalandia, y no tenía nada que ver con vejetes hablando.
Habíamos caminado más de diez calles desde Castillejos 252 hasta el conservatorio del Bruc para oír al piano, no a los vejetes. Me giré y le puse mi cara de «te voy a dar un vergajazo» al vejete que le hablaba a la espalda de mi silla. No le importó mi cara, siguió hablando.
Me incliné para adelante pero seguía escuchando la voz que explicaba dónde le dolían las hemorroides y el método digital usado por su mujer para poner el tema en su sitio.
Volví a girarme, a poner cara de «ahora sí te voy a dar tu vergajazo» y a ser tratado como un cara de culo.
El ancianito estaba seguro de que no lo tocaría.
********
Aturdido por apariciones como ésta el protagonista de la novela de suspense (que soy yo) no tuvo más opción que preguntarle a un amigo psiquiatra qué carajo podía hacer para no ver sospechosos por todas partes. Pero el amigo psiquiatra (Slavko Zupcic, Sucio, en español) pensó que mi paranoia era chiste, ejercicio literario, o algo así. Y es que Slavko, además de psiquiatra, es escritor, y juntos formábamos, en V., la escuela literaria de V., que agrupaba a los narradores menores de treinta años más prestigiosos del país (nosotros dos, indiscutiblemente). La escuela de V. se caracterizaba, sobre todo, por la profunda y sincera búsqueda y reflexión escatológica, en el buen sentido de la palabra. Slavko llegó, por ejemplo, a publicar en el principal diario del país un cuento en el que narraba las reflexiones del muñón de la pata de un perro cojo obligado a sodomizar cada noche al amo del perro. Alta escatología.
Slavko no sólo se negó a tratar mi paranoia (la del protagonista de la novela de suspense, que era yo), sino que además me hizo invitarlo a tomar cervezas, para pagarle el no sé qué.
En una mesa de un bareto, en Gracia, estábamos comentando el concierto de Messiaen cuando, no sé cómo, saltó a la conversación el antiguo profesor de acordeón de Antonia:
-Ese maestro Casas es un personaje interesante, es un viejito enano y flaco, de aquí de Cataluña, que tiene toda la vida allá -dije yo, mirando a Clara.
-Se fue por lo de la guerra -Antonia.
-Compone unas cosas stravinskeanas no tan malas... creo que tiene mucho futuro, pero el problema es que ya se va a morir -yo.
-¡Cónchale, no digas eso! -Antonia.
-Joder, pero es que se está acabando, ya casi no camina y huele mal. ¿Qué edad tiene? -yo.
-¿Tú sabes que ese carajo cuando llegó allá era albañil, y comenzó a dar clases de música por una apuesta que ganó en un bar? -Slavko.
-¿Cómo es eso? -Antonia.
-Apostó que podía tocar Para Elisa con la nalgas y ganó -Slavko.
-¡Qué mentira! -Antonia.
-Eso no se puede, mojonero -yo.
-¡A pues, te lo juro poeta, el tipo tocó Para Elisa con las nalgas! -Slavko.
-¿Y tú de dónde sacas eso, quién te lo dijo? -yo.
-Mi tía, Petrica Saldivia -Slavko.
-¡Ah, la que toca la Patética con las tetas? -yo.
-Claro, esa misma, la que tocaba el principio de la Patética con una teta -Slavko.
********
Me fui detrás de la pareja y entré a las callejuelas medievales del Barrio Gótico por entre las tiendas de estética miamera que venden ropa china a precios europeos; leí los carteles orinados que anuncian «Sentimiento Muerto en el Palau Sant Jordi»; aprecié las manchas imborrables del vómito turista; desoí los anuncios de «Se solicita camarero/a», sueldo sudaca en un restaurante con dos estrellas Michelín; sonreí con los negocios de tatuajes y piercings antiglobalizadores, made in U.S.A.; recibí las gotitas de agua sucia que caían desde los balcones ruinosos de los edificios dieciochescos; me cuestioné los teléfonos públicos con llamadas internacionales pero con los auriculares rotos; sentí hartazgo de los forn de pa con productos típicamente catalanes a precios típicamente suecos; me adelanté a las patrullas de la Guardia Urbana que te pisan el culo para que no esté a disposición de los inmigrantes ilegales, uno de ellos vestido mimo naranja, parodiando graciosamente la forma de caminar de los viandantes en la Plaza del Pi, hasta que se detuvo una patrulla y el mimo naranja se escurrió entre la turba con su falta de papeles, dejando muerto al lugar donde, en el 91, me bebía cada día media botella de vino sentado tranquilamente en una mesa, leyendo, escribiendo, mirando, la Plaza del Pi, convertida en caricatura de un Montmatre ya caricatura de por sí.
********
Dice la novela de suspense (ésa que ahora es un thriller, con el hombre piercing como protagonista) que después de ver el cadáver del abogado me fui vomitado, aunque limpio, a Castillejos 252, donde Antonia me estaba esperando cabreadísima por las llamadas que hizo el abogado del desahucio antes de ser cadáver, según este libro, y ¿por qué cambiaste la computadora? ¡¿Qué?! La computadora, ¿por qué la cambiaste?
Claro, es eso, en realidad.
En la mañana, antes de salir, sospechando por el hostigamiento de los últimos días que Antonia estaba a punto de sufrir otro de sus episodios cíclicos de furia, separé en el ordenador mi área de trabajo para que no encontrara la excusa de su crisis en los navegadores de internet o en esta novela. La última vez dijo que iba a romper esta mierda (la computadora), y lo ejemplificó dándole una patada.
Yo me asusté, no tanto por el ordenador, sino por las fotos que había bajado de internet y, también, por esta novela, que es una mierda como el ordenador, pero una mierda que he estado evacuando durante unas cuantas horas. Todavía no tenía la grabadora de CDs y no había hecho respaldos de nada. Me pasaba el día bajando fotos y escribiendo, y desmadrar la computadora hubiera sido como quitarme varios meses de vida, a patadas.
Para separar mi área en el ordenador creé un nuevo usuario y escribí la contraseña cacadepajarito. Pensaba que Antonia no podría descubrirla, aunque en V. consiguió adivinar la entrada al área secreta de mi agenda electrónica, la clave numérica de mis maletines, la llave del armario donde guardaba mi colección de revistas Playboy, y el sitio donde escondía las fotos de mis antiguas novias desnudas... de todos modos, estoy casi seguro de que a Antonia no se le ocurrirá pensar que la contraseña en el ordenador es cacadepajarito, que la primera letra es «c» de caca y la última «o» de pajarito.
La idea de separar mi área en el ordenador funcionó: Antonia siguió estallando cíclicamente, pero tuvo que usar excusas tan sorprendentes que me dejó convencerla para ir a un psiquiatra y estrenar el seguro privado que contraté obligado por los trámites de mi nacionalización.
La psiquiatra, que tenía su consultorio en Sarriá, un barrio de la zona alta de la ciudad, me preguntó cómo me sentía. Bien. Si extrañaba a mi familia. No, desde los diecisiete años ya tenía ganas de venirme a vivir a Europa. Y entonces ¿tú qué haces aquí? Es que hemos tenido problemas, y pensamos que era mejor hablar con un psiquiatra antes de que fuera peor. Y ¿por qué son los problemas? Pregúntale a ella.
Le preguntó.
Salieron las páginas de internet, las infidelidades de cuando éramos novios, etc... La psiquiatra le recetó a Antonia unas pastillitas y le dijo que tuviera paciencia, que la experiencia de migrar siempre es difícil... «¡Pero si las crisis ya le daban en V., coño!», estuve a punto de gritar, pero preferí no abrir la boca.
A mí la psiquiatra no me recetó nada; supongo que mi cabeza es la puta hostia.
El capítulo anterior, el primero, lo escribí hace varios años. Era un e-mail para los amigos de Sudacalandia, convertido en cuento de concursos, acabado en inicio de novela.
Explicar cómo la novela llegó hasta este punto no viene a cuento ahora, lo dejo para el final.
En teoría, ésta es una novela de suspense. Como el misterio era un poco mierda me lo cargué. Y es que en vez de centrarme en el argumento, como se supone que hay que hacer, me ponía a desvariar sobre la experiencia de migrar, porque era el tema que, en esa época, me ocupaba.
Sin ton ni son me veía hablando del aburrimiento de los primeros días, cuando llegamos, con el piso vacío, sin conocer a nadie, y sin pasta para salir. De haberlo sabido, hubiera pagado un container para traer embutidos a familiares, amigos, objetos personales, malandros, autobuses, carajitos de los que tiran piedras en la autopista, mosquitos, calor, lluvias tropicales, aguardiente El Recreo, perros callejeros, etc., y me habría fastidiado como allá, ni más ni menos, exactamente igual.
En Sudacalandia pasaba el día cascándomela y leyendo. Por eso tenía una biblioteca bien surtida. Pero no pude traérmela y se la vendí a un amigo por mil dólares, con los mil (a dólar la unidad, precio de mercado) clásicos invalorables de la literatura universal (comprados de segunda mano, amarillos, olvidados, y sucios, envejecidos en el negocio de un tipo que sufría analfabetismo), y mi colección completa de ediciones especiales de Playboy, publicadas entre octubre de 1987 y noviembre de 1998.
Sin libros ni revistas me quedé ocioso y tuve que cambiar de hábitos: compré un ordenador barato y me dediqué a escribir y a coleccionar imágenes de actrices y modelos desnudas sacadas de internet.
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Música
Aunque no lo parezca, la única sala de conciertos de Barcelona es el Auditori, que está hundido en un edificio con fachada de Ministerio de Fomento, venido a menos, arquitectónicamente, desde su inauguración.
Como todavía no habíamos conocido a Clara no teníamos forma de conseguir entradas gratis para el Auditori, y como Antonia no quería pagar para entrar a ningún sitio, tuvimos que conformarnos con ir al Conservatorio del Bruc, donde había conciertos cada jueves, entrada libre.
Presentaban un arreglo del Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen.
El público era todo de gent gran, vejetes.
Primero pensé de puta madre, así me ahorro oír a los bebés berreando, al gracioso que grita «¡Métele la teta!», a los carajitos jugando en el pasillo, y todos los demás azotes de las salas de concierto sudacas.
Pero me equivoqué.
El pianista no había terminado de empezar cuando la mitad del auditorio estaba hablando y la otra mitad mandando a callar a la mitad primera. A nadie le interesaba el Cuarteto ni el fin de los tiempos ni nada, sólo hablar y, sobre todo, mandar a callar. Revisé el programa, buscando cambios del tipo Concierto para piano preparado y dientes postizos o alguna otra mierda experimental de estas. Pero el programa decía Cuarteto para el fin de los tiempos, nada más, y yo sabía de qué iba, era uno de los ochocientos CDs que me traje de Sudacalandia, y no tenía nada que ver con vejetes hablando.
Habíamos caminado más de diez calles desde Castillejos 252 hasta el conservatorio del Bruc para oír al piano, no a los vejetes. Me giré y le puse mi cara de «te voy a dar un vergajazo» al vejete que le hablaba a la espalda de mi silla. No le importó mi cara, siguió hablando.
Me incliné para adelante pero seguía escuchando la voz que explicaba dónde le dolían las hemorroides y el método digital usado por su mujer para poner el tema en su sitio.
Volví a girarme, a poner cara de «ahora sí te voy a dar tu vergajazo» y a ser tratado como un cara de culo.
El ancianito estaba seguro de que no lo tocaría.
********
Aturdido por apariciones como ésta el protagonista de la novela de suspense (que soy yo) no tuvo más opción que preguntarle a un amigo psiquiatra qué carajo podía hacer para no ver sospechosos por todas partes. Pero el amigo psiquiatra (Slavko Zupcic, Sucio, en español) pensó que mi paranoia era chiste, ejercicio literario, o algo así. Y es que Slavko, además de psiquiatra, es escritor, y juntos formábamos, en V., la escuela literaria de V., que agrupaba a los narradores menores de treinta años más prestigiosos del país (nosotros dos, indiscutiblemente). La escuela de V. se caracterizaba, sobre todo, por la profunda y sincera búsqueda y reflexión escatológica, en el buen sentido de la palabra. Slavko llegó, por ejemplo, a publicar en el principal diario del país un cuento en el que narraba las reflexiones del muñón de la pata de un perro cojo obligado a sodomizar cada noche al amo del perro. Alta escatología.
Slavko no sólo se negó a tratar mi paranoia (la del protagonista de la novela de suspense, que era yo), sino que además me hizo invitarlo a tomar cervezas, para pagarle el no sé qué.
En una mesa de un bareto, en Gracia, estábamos comentando el concierto de Messiaen cuando, no sé cómo, saltó a la conversación el antiguo profesor de acordeón de Antonia:
-Ese maestro Casas es un personaje interesante, es un viejito enano y flaco, de aquí de Cataluña, que tiene toda la vida allá -dije yo, mirando a Clara.
-Se fue por lo de la guerra -Antonia.
-Compone unas cosas stravinskeanas no tan malas... creo que tiene mucho futuro, pero el problema es que ya se va a morir -yo.
-¡Cónchale, no digas eso! -Antonia.
-Joder, pero es que se está acabando, ya casi no camina y huele mal. ¿Qué edad tiene? -yo.
-¿Tú sabes que ese carajo cuando llegó allá era albañil, y comenzó a dar clases de música por una apuesta que ganó en un bar? -Slavko.
-¿Cómo es eso? -Antonia.
-Apostó que podía tocar Para Elisa con la nalgas y ganó -Slavko.
-¡Qué mentira! -Antonia.
-Eso no se puede, mojonero -yo.
-¡A pues, te lo juro poeta, el tipo tocó Para Elisa con las nalgas! -Slavko.
-¿Y tú de dónde sacas eso, quién te lo dijo? -yo.
-Mi tía, Petrica Saldivia -Slavko.
-¡Ah, la que toca la Patética con las tetas? -yo.
-Claro, esa misma, la que tocaba el principio de la Patética con una teta -Slavko.
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Me fui detrás de la pareja y entré a las callejuelas medievales del Barrio Gótico por entre las tiendas de estética miamera que venden ropa china a precios europeos; leí los carteles orinados que anuncian «Sentimiento Muerto en el Palau Sant Jordi»; aprecié las manchas imborrables del vómito turista; desoí los anuncios de «Se solicita camarero/a», sueldo sudaca en un restaurante con dos estrellas Michelín; sonreí con los negocios de tatuajes y piercings antiglobalizadores, made in U.S.A.; recibí las gotitas de agua sucia que caían desde los balcones ruinosos de los edificios dieciochescos; me cuestioné los teléfonos públicos con llamadas internacionales pero con los auriculares rotos; sentí hartazgo de los forn de pa con productos típicamente catalanes a precios típicamente suecos; me adelanté a las patrullas de la Guardia Urbana que te pisan el culo para que no esté a disposición de los inmigrantes ilegales, uno de ellos vestido mimo naranja, parodiando graciosamente la forma de caminar de los viandantes en la Plaza del Pi, hasta que se detuvo una patrulla y el mimo naranja se escurrió entre la turba con su falta de papeles, dejando muerto al lugar donde, en el 91, me bebía cada día media botella de vino sentado tranquilamente en una mesa, leyendo, escribiendo, mirando, la Plaza del Pi, convertida en caricatura de un Montmatre ya caricatura de por sí.
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Dice la novela de suspense (ésa que ahora es un thriller, con el hombre piercing como protagonista) que después de ver el cadáver del abogado me fui vomitado, aunque limpio, a Castillejos 252, donde Antonia me estaba esperando cabreadísima por las llamadas que hizo el abogado del desahucio antes de ser cadáver, según este libro, y ¿por qué cambiaste la computadora? ¡¿Qué?! La computadora, ¿por qué la cambiaste?
Claro, es eso, en realidad.
En la mañana, antes de salir, sospechando por el hostigamiento de los últimos días que Antonia estaba a punto de sufrir otro de sus episodios cíclicos de furia, separé en el ordenador mi área de trabajo para que no encontrara la excusa de su crisis en los navegadores de internet o en esta novela. La última vez dijo que iba a romper esta mierda (la computadora), y lo ejemplificó dándole una patada.
Yo me asusté, no tanto por el ordenador, sino por las fotos que había bajado de internet y, también, por esta novela, que es una mierda como el ordenador, pero una mierda que he estado evacuando durante unas cuantas horas. Todavía no tenía la grabadora de CDs y no había hecho respaldos de nada. Me pasaba el día bajando fotos y escribiendo, y desmadrar la computadora hubiera sido como quitarme varios meses de vida, a patadas.
Para separar mi área en el ordenador creé un nuevo usuario y escribí la contraseña cacadepajarito. Pensaba que Antonia no podría descubrirla, aunque en V. consiguió adivinar la entrada al área secreta de mi agenda electrónica, la clave numérica de mis maletines, la llave del armario donde guardaba mi colección de revistas Playboy, y el sitio donde escondía las fotos de mis antiguas novias desnudas... de todos modos, estoy casi seguro de que a Antonia no se le ocurrirá pensar que la contraseña en el ordenador es cacadepajarito, que la primera letra es «c» de caca y la última «o» de pajarito.
La idea de separar mi área en el ordenador funcionó: Antonia siguió estallando cíclicamente, pero tuvo que usar excusas tan sorprendentes que me dejó convencerla para ir a un psiquiatra y estrenar el seguro privado que contraté obligado por los trámites de mi nacionalización.
La psiquiatra, que tenía su consultorio en Sarriá, un barrio de la zona alta de la ciudad, me preguntó cómo me sentía. Bien. Si extrañaba a mi familia. No, desde los diecisiete años ya tenía ganas de venirme a vivir a Europa. Y entonces ¿tú qué haces aquí? Es que hemos tenido problemas, y pensamos que era mejor hablar con un psiquiatra antes de que fuera peor. Y ¿por qué son los problemas? Pregúntale a ella.
Le preguntó.
Salieron las páginas de internet, las infidelidades de cuando éramos novios, etc... La psiquiatra le recetó a Antonia unas pastillitas y le dijo que tuviera paciencia, que la experiencia de migrar siempre es difícil... «¡Pero si las crisis ya le daban en V., coño!», estuve a punto de gritar, pero preferí no abrir la boca.
A mí la psiquiatra no me recetó nada; supongo que mi cabeza es la puta hostia.