sábado, julio 29, 2006

Pensamientos sueltos, desordenados y un tanto obsesivos en torno a Capote


Volver a vivir en Lima, luego de casi catorce años de ausencia, me ha servido para verificar, in situ, cómo algunas realidades permanecen inalteradas, no obstante el paso del tiempo, e incluso la tan mentada "modernización", concepto que confieso no entender del todo pero que sospecho debe de estar emparentado con la decadencia de una modernidad que siempre nos tocó de refilón. Sobre esto podría escribirse folios y más folios, lo cual no es mi intención, al menos en este momento; se requeriría de mucha paciencia y de una cuidadosa reflexión para guardarse de caer en el lugar común de la pataleta y la majadería, cosa que suele ser poco elegante, e incluso, en ciertas ocasiones, un tanto bochornosa. Simplemente comenzaba con estas palabras a manera de preámbulo de un hecho notorio y triste e incómodo: en esta ciudad la oferta cultural sigue siendo —por imprevisible y azarosa— una cuestión absolutamente irregular. Tuve que rogarle a Walter Rodríguez, el dueño de la librería Lectura de Caracas, que me enviase un ejemplar de 2666 cuando esta obra esencial brillaba por su ausencia en los estantes de las librerías de Lima, y no llegaba y no llegaba (aclaración: el verbo rogar es una exageración voluntaria; Walter es un auténtico librero y un amigo entrañable y, sobre todo, un hombre bondadoso). Poco parecía importar que Roberto Bolaño hubiese muerto recientemente y que ya se hubiese convertido en una leyenda y un símbolo. Con la segunda parte de Tu rostro mañana (Baile y Sueño), de Javier Marías, la cosa fue aún más lúgubre: no pude obtenerla sino con ocasión de un viaje a Buenos Aires —de eso hace casi un año—, cuando ya tenía varios meses de lanzada y todo el mundo comentaba sus notables virtudes. Por cierto, hasta el día de hoy la sucursal en el Perú del grupo editorial que la publicó no se ha dado la molestia de traerla ni comercializarla, como tampoco lo ha hecho con algunas otras novelas contemporáneas de excelente factura (pienso, por ejemplo, en Un tranvía en SP de Unai Elorriaga o La forza del destino de Julieta Campos), editadas por otras sucursales del mismo sello que, por lo visto, también se ocupan de la buena literatura y no únicamente de Cattone o Gisella Valcarcel. Con casi dos años de residencia en Lima y siendo testigo de este panorama, he llegado incluso a pensar que en realidad fue un halago la justificación que me expuso la castiza y mentecata ejecutiva de ese mismo grupo para no comercializar Las fugas paralelas en Perú: "Tu novela no tiene mercado". ¿Y por qué sí lo tuvo en Ciudad de México o en Caracas o en San Salvador?, habría cabido preguntarle, pero eso ya era demasiado pedir a alguien que confesaba, sin pudor alguno, que su ídolo literario era Pérez Reverte (a propósito, nótese que escribo "castiza y mentecata", no "castiza y, en consecuencia, mentecata", que nadie diga que soy injusto o que generalizo).
La verdad es que me ha salido larga la introducción. Y hasta quizá un tanto majadera, como me lo temía. No importa, alguna ventaja debe de tener administrar un blog. En todo caso sirve adecuadamente a mi deseo de contextualizar mi estupor ante el hecho de que el filme Capote, de Beckett Miller, no haya sido estrenado en las salas de cine limeñas. ¿Algún día lo será? A estas alturas lo dudo sinceramente, y creo que con bastante razón. Fue por eso que no encontré otra alternativa que recurrir a los medios nada legítimos que la mayoría de habitantes de esta ciudad emplea, lo cual no me enorgullece y más bien me causa cierta depresión, aunque no tan profunda, tampoco exageremos. El caso era que yo tenía que ver ese filme, y la súbita aparición de un vendedor ambulante frente a un semáforo aleatorio tenía que ser una tentación demasiado poderosa. "Había olvidado que eras escritor", exclamó con algo de malicia un ex compañero de universidad cuando traté de justificarme; algo comprensible viniendo de él: es profesor de derecho, lo cual explica que esté marcadamente mediatizado por efecto de sus estudios profundos y formalistas, al tiempo que se permite ser un tanto vanidoso y tonto. Vicios de un gremio que se engaña a sí mismo y asume que su disciplina es creativa e intelectual, e incluso científica (aquí sí soy consciente de que generalizo; lo hago de manera absolutamente voluntaria). Ante sus insistentes ironías tuve que replicarle que sabía que no iba a morirme si no la veía, como de hecho nadie se muere por no de leer a Thomas Mann o a Proust o a Pessoa, o por no comer trufas ni beber agua Perrier. Hay cosas que alimentan físicamente y otras que lo hacen de formas diversas. Finalmente estuvo de acuerdo conmigo, pues algo de inteligencia y sensibilidad conserva a pesar de los años de ejercicio profesional. Toda esta larga charla en el Messenger, tamaña pérdida de tiempo.
Que Truman Capote era gay, manipulador y egoísta (no "gay y, en consecuencia, manipulador y egoísta", que ningún amigo, colega o conocido se me vaya a ofender) es algo que queda claramente definido desde el inicio del filme. Esta es quizá una virtud de la dirección; la historia es, de por sí, tan terrible que resultaría ocioso matizarla. Hay mucho de insoportable patetismo en la actitud general de ese escritor melómano y obsesivo, pero sin duda lo que se sale de todo límite es la manipulación artera de que hace objeto a un par de seres humanos acorralados por sus propios actos. Quizá aquí radique la intrínseca crueldad de la relación que Truman Capote desarrolla con Perry Smith, uno de los feroces y taimados asesinos de los Clutter, una próspera familia de Holcomb, un pequeño pueblo "en las elevadas llanuras trigueras de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman ‹‹allá››". El filme expone una conducta que de manera directa atenta contra de nuestras ideas de lo bueno o lo correcto: hacer de todo ser humano un fin y nunca un medio; actuar de modo que nuestra conducta pueda ser elevada a principio universal. Los imperativos kantianos son de una simplicidad total y, acaso por eso mismo, se revelan como la mejor síntesis de los principios éticos de nuestra tradición judeocristiana. A la luz de estas ideas quizá no haya acción más deleznable que aquélla que se ejerce en contra de quien carece de la más mínima facultad de elección. Que tal era la situación de Smith y su compañero Dick Hickcock parece graficado en lo que en algún momento expuso el alcaide de la prisión: Perry Smith debía ser mantenido con vida a toda costa, a pesar de que se había negado a probar bocado, pues el derecho de acabar con su vida le correspondía al pueblo, y no a él mismo. En su circunstancia extrema este infeliz no tiene otra opción que confiar en ese ser extravagante que aparece de la nada y se ofrece a conseguirle un abogado, al tiempo que le envuelve con una serie de promesas vanas y peregrinas como la de escribir un libro donde iba a narrar la verdad de su caso: "El mundo pensará que eres un monstruo y yo no quiero eso". La leyenda conecta este episodio con la posterior decadencia personal y literaria de Truman Capote, quien muere años después solitario, alcohólico y privado del don de la escritura. Sabido es que su verdadero interés era conocer en detalle la historia de los asesinatos que quería narrar en su tan ansiada novela-de-no-ficción, y que con ese fin se esfuerza en alargar el juicio, para luego caer en un profundo estado de depresión al ver que el tiempo pasaba y Smith y Hickcock no eran ejecutados, lo cual se le antojaba como una condición indispensable para poder concluirla y publicarla.
La oscuridad de esta historia no ha podido, sin embargo, opacar una verdad: la actuación de Truman Capote —plena de manipulación, de engaño, de un egoísmo esencial— tuvo como colofón la publicación de A sangre fría, una novela que no solamente reformuló el género, sino que además se convirtió en una de las más importantes y mejor logradas de nuestro tiempo. Lo anterior puede sonar chocante y despiadado, tal vez porque existe la tendencia de identificar la grandeza de una obra con la existencia de una vida virtuosa. Tamaña falacia. Las historias del arte y de la literatura están colmadas de grandes creadores de dudosa calidad personal: seres mezquinos, contradictorios, traidores, amantes del dinero y aduladores de los tiranos. Pero éste no es únicamente un fenómeno del pasado. Es cierto que la decencia no abunda en estos tiempos, pero en ciertos círculos parece ser un insulto o un demérito. He conocido honrosas excepciones; no necesito nombrarlas; a ellas he dispensado mi agradecimiento y, en algunos casos, mi amistad personal. Pero siempre son muchos más los que me han producido aversión y pesadumbre y una tremenda necesidad de taparme la nariz. Ahí están, sin importar la ciudad donde vivan, en los lugares habituales; pululan en cafés, librerías, pinacotecas, presentaciones, y también en embajadas, organismos públicos y casas de gobierno. A pesar de que los nombres y los rostros cambien, siempre son iguales, si no los mismos. Aman la adulación, el reconocimiento y el respeto. Son desconfiados por naturaleza, inseguros, no se soportan ni ellos mismos. Se atacan entre sí con virulenta expresividad, inventan absurdas polémicas en las que sus complejos y frustraciones se esconden bajo conceptos tan etéreos como la revolución o el origen geográfico. Son, en conclusión, unos tipos bastante poco recomendables. Por eso he llegado a la conclusión de que lo más inteligente es conocer su trabajo y no conocerlos a ellos. No hay razón para negarlo, además sería inútil e injusto: a veces se encuentra uno con cosas realmente buenas, incluso admirables, creadas por estos tipejos. Pero por eso mismo lo mejor es no traspasar la esfera de su obra, verla como un objeto independiente y autónomo. De lo contrario uno se arriesga a no interesarse más en ella y a terminar perdiéndose de algo que quizá valga la pena.