sábado, mayo 31, 2008

El sueño pesado


Bar Trole, passeig Lluis Companys, a pocos metros del parc de la Ciutadella, mayo de 1995. El estómago se me terminó de revolver, aquí en este mismo lugar, cuando reparé en dos viejos que se desayunaban con sendas jarras de cerveza. Eran menos de las siete de la mañana y acababa de descender del autocar que me había traído desde Madrid. Los largos trechos en vehículos de transporte público comenzaban a provocarme mareos, y ésa era una situación que me resultaba bastante extraña y en ocasiones embarazosa. No pedí el bocadillo de fuet que me había recomendado Javier, horas antes de embarcarme. Solamente una taza de café con leche.
No podría precisar cómo ni desde qué sector del bar apareció Atilio. Simplemente recuerdo que de pronto lo tenía enfrente de mí, preguntándome si tenía un cigarrillo.
Saqué uno de la cajetilla que llevaba en el bolsillo de la pechera de la camisa.
—¿Ducados? —me preguntó, cándido.
—No —le respondí—. Belmont. Cigarrillos venezolanos.
Atilio achicó los ojos extrañado, como si encontrarse con un venezolano en pleno centro de Barcelona fuese algo absolutamente atípico. Luego me enteraría de que se trataba de un tic provocado por cualquier situación inesperada. La vida de Atilio estaba llena de tics.
—Yo trabajé con un venezolano. Simón Gómez se llama. ¿Vos conocés a Simón?
Las posibilidades de que mi respuesta fuera positiva eran casi nulas. Me pareció que había demasiada ingenuidad en ese hombre de edad visiblemente madura. Acaso su acento argentino fue otro factor que me hizo desconfiar y ponerme alerta.
—No, no lo conozco. Hay millones de venezolanos. Yo no soy venezolano. O sí, lo soy. Pero no nací en Venezuela, sino en Perú.
—¿Peruano? ¿Conocés a Carlos López?
Tal vez en verdad se trataba de un ser de otro mundo. Para ese entonces yo tenía apenas veintiséis años, pero ya había conocido a varios seres de otro mundo.
—Tampoco.
—De Ruanda lo conozco.
No entendía mucho de lo que me hablaba. Di un sorbo a mi taza de café con leche antes de preguntarle, casi inconsciente:
—¿A quién?
—A Simón —me respondió—. Es fotógrafo. Trabajó conmigo en Ruanda. Yo soy reportero.
Su aspecto, efectivamente, podía ser el de un reportero de guerra. El cabello y la barba desordenados, la camisa por fuera, un chaleco con infinidad de bolsillos, las ganas desenfadadas de comunicarse. Sentí que me estaba diciendo la verdad. Me tranquilicé. Nunca iba a enterarme de quien era Carlos López, el peruano.
—¿Es tu primera vez en Barcelona?
—No —le mentí a medias—. Mi chica vive aquí —. Esta parte de mi respuesta era verdad, por eso digo que le mentí a medias.
—¿Y dónde te quedás?
—En Sanz —le mentí completamente.
—¿Sanz? ¿Conocés a Joan Segura?
Por alguna razón que no podría precisar, Atilio y yo no pudimos dejar de comunicarnos. Salimos del bar y nos internamos juntos por calles que yo desconocía totalmente. Rápidamente atravesamos el Barrio Gótico. No podía dejar de mirar la ciudad con curiosidad y con agrado, aunque pienso que lo más probable era que Atilio no hubiera reparado en mi evidente actitud de recién llegado. Lo veía demasiado concentrado en su propia conversación para haberlo hecho. En todo caso, sé que me proporcionó demasiada información para un trayecto tan corto: había nacido en Trenquelauquen, había estudiado la secundaria en el Nacional de Buenos Aires, había trabajado para Clarín, era divorciado y se ganaba la vida como reportero freelance. No le dije mucho de mí, ni siquiera que había vivido en Buenos Aires durante tres años. En un momento empezó a hablarme de Ruanda.
—Los hutus tienen ahora el poder, y masacran a los tutsis. El país es un río de sangre, algo verdaderamente espeluznante, la seguridad para la gente de la prensa es prácticamente inexistente, no sé de la suerte de muchos compañeros, Simón se perdió un día y nunca más apareció.
Quizá no dejaba de tener sentido que me preguntara por su colega venezolano.
Me habló de un hombre hutu que gerenciaba un hotel, y que salvó la vida a cientos de tutsis. Me aseguró que había pasado una temporada con él, y que lo había entrevistado para una revista italiana. Relató algunas historias de cuya veracidad dudé profundamente, y que creía haber olvidado, hasta que años después reaparecieron claramente en mi memoria cuando vi en el cine la película Hotel Rwanda, protagonizada por un negro de nombre Don Cheadle.
Reconocí La Rambla en cuanto llegamos, había visto demasiadas fotos en libros y guías turísticas. Cerca de nosotros pude ver la Boquería, sabía que unas cuadras más abajo me encontraría con el Liceu, mi punto de referencia para llegar al piso que Elfriede compartía con un par de amigas en la Xunta de Comerç.
—Hasta aquí llego yo —le anuncié a Atilio.
—Llamame por teléfono —me ordenó al entregarme una tarjeta personal con su nombre y un teléfono—. Llamame por teléfono, por favor —me repitió como queriendo corregir el tono.