sábado, septiembre 30, 2006

Música del alma


Son más de las 12 de la noche. He colocado mi viejo CD de La Grasa de las Capitales en la computadora. Mi mente vuela al día en que mi padre tuvo un gesto de cariño hacia mí y decidió regalármelo. Recuerdo a Ale, el muchacho uruguayo encargado de la tienda Giros de Valencia, tocando un bajo imaginario mientras los acordes de Perro andaluz retumbaban dentro del local.

Definitivamente hay música que se guarda en el alma. Música para soñar y sentir que continuamos vivos.

martes, septiembre 12, 2006

El apogeo de los puntos de vista

Hace más o menos un par de años que Santiago Roncagliolo me advirtió de la existencia de John Cheever, y me recomendó leerlo. En ese entonces todavía vivía en Caracas y Walter Rodríguez —mi entrañable amigo de la librería Lectura— me facilitó sendos ejemplares de los Diarios y La geometría del amor.

Coloqué ambos volúmenes en la biblioteca del apartamento que en ese entonces alquilaba en Los Palos Grandes, pero el tiempo pasaba y no me animaba a iniciar la lectura de ninguno de ellos. Roberto Bolaño, siempre lúcido e inigualable, reveló alguna vez que acumulaba libros sin ninguna esperanza cierta de leerlos, y más bien como quien colecciona cromos; es decir, por el simple placer que implica su posesión. Un placer meramente visual, a lo sumo táctil.

Hace unos meses, sin embargo, mi amigo David Ballardo, de la librería El Virrey, me pidió prestados los Diarios. Por supuesto, que se los facilité. El desgarramiento que debería producir el desprenderse de un libro sólo es superable cuando su destinatario es el lector indicado.

En varios de nuestros encuentros posteriores, David se prodigó en elogios hacia los Diarios. Tal vez por eso hace un par de sábados me animé por fin a hojear La geometría del amor. A estas alturas ya he concluido varios de sus relatos, siempre de la mano de las reveladoras notas de Rodrigo Fresán.

Desde mi lectura de Adiós, hermano mío, el primer cuento de la compilación, pude darme cuenta de que David y Santiago estaban en lo cierto.

Los miembros de una familia burguesa de Boston (los Pommeroy) pasan unas cortas vacaciones en la casa de recreo materna, edificada sobre una isla de las heladas costas de Massachussets. Desde el principio la tensión de los miembros de la familia se centra en Lawrence, el rebelde hermano menor con quien todos se reencontrarán luego de una larga temporada. Como era de esperarse, éste terminará arruinando las vacaciones familiares con su conducta desaprensiva e hiriente. Sin embargo, el relato permite entrever que ciertas características personales e intelectuales —las mismas que configuran una personalidad lúcida e interesante— no son ajenas a Lawrence. Libre pensador, ex alumno de Yale y Columbia, políticamente comprometido, el rebelde hermano menor busca decididamente deslindarse del matriarcado que, bajo la batuta de una viuda superficial y egoísta, conforman los Pommeroy. Pero estos rasgos —paradójicamente o no— pasan desapercibidos para el resto de una familia concentrada en la superficialidad y la autocomplacencia.

Sin duda lo más interesante y singular de la trama es que ésta sea narrada desde la perspectiva tangencial y exclusiva de uno de los hermanos de Lawrence (“me alegro de recordar que soy un Pommeroy”, es una de sus primeras declaraciones), un personaje que se antoja bastante débil de carácter, benévolo hasta el exceso, estúpidamente superficial en ocasiones.

Me parece que este mismo patrón se repite en otros relatos de La geometría del amor: en el del ama de casa que espía las miserias ajenas a través de un enorme aparato de radio, o en el del hombre que intenta sobrellevar su enésima crisis matrimonial mientras es espiado por uno de sus vecinos, o en el del sujeto que se refugia en artificiosos cálculos geométricos para desdibujar el creciente desamor de su esposa.

No había comentado esto con nadie —y quizá por eso mismo me animo a hacerlo en aquí—: Cheever se me ha revelado como un maestro en el arte de desplegar el alegato que se desprende de un exclusivo punto de vista. Pero ahí no termina todo. Sin que el narrador necesite enunciarlo de manera expresa, el lector avisado estará en posibilidad de adivinar la existencia de un punto de vista contrario, quizá más sólido y contundente, incluso capaz de desmentir el que aparece como principal.

Subjetividades expresas que invitan a concluir en la existencia de subjetividades soterradas. Narradores que terminan aplastados por la perspectiva de aquellos que son objeto de sus calificaciones y sus críticas. El apogeo de los puntos de vista, en resumidas cuentas.

lunes, septiembre 11, 2006

Una fecha desagradable

Hace 12 años mi madre moría en una ciudad improbable, mientras yo tomaba su mano y hablaba en sus oídos palabras que seguramente ya no podía entender.

21 años atrás, ella había sufrido la desaparición de una de sus mejores amigas por obra del general asesino que bombardeó el palacio de La Moneda e instauró una dictadura que aún hoy algunos se atreven a defender, y hasta a poner de ejemplo.

7 años más tarde, mientras bebía un café en una panadería de Las Mercedes, mis ojos verían la transmisión en vivo de un Boeing estrellándose contra el perfil espigado de la segunda torre.

Soy consciente de que las cosas negativas pueden presentarse cualquier día. Pero eso hoy me da lo mismo.
Tengo ganas de quedarme en casa, de permanecer acostado en la cama y arropado de pies a cabeza.

lunes, septiembre 04, 2006

Ciudades de Dios


En uno de los momentos culminantes del filme Ciudad de Dios (Fernando Miralles, 2002), Ze Pequeno, el malhechor y traficante de drogas más temible de la favela carioca bautizada con ese nombre en los años 60, reclama airadamente a Bené, su socio y único amigo, el no haberle permitido castigar con la muerte a un bandido que había asesinado a una mujer embarazada. “El que mata en la favela debe morir como ejemplo, sabes que esa es la ley”, escupe con tono casi moralista, a lo que Bené simplemente responde: “Necesitas una novia, Ze”.

Ciertamente Bené es el personaje más equívoco de la película. Aliado y cómplice principal de Ze Pequeno, compinche suyo desde la niñez —es decir, desde la época en que Cabeleira, su hermano mayor y miembro de la banda de delincuentes conocida como Trio Ternura, no había sido muerto a balazos por la policía, y Ze Pequeno respondía aún al nombre de Dadinho—, es, al mismo tiempo, un hippie soterrado, un cultor del amor y de la paz que decide abandonar el crimen para irse con su chica a una granja a criar animales y fumar marihuana.

Pero antes de llegar a poner en marcha su plan romántico, Bené muere abaleado por el mismo bandido que, días atrás, había salvado de las garras de Ze Pequeno. La advertencia de este último parece resonar en los oídos de todos: “Cría una culebra y te morderá”.

La muerte de Bené es el detonante de la guerra entre las facciones de Ze Pequeno y Sandro Cenoura, el otro gran traficante de drogas de la favela. Al final de la guerra todos son brutalmente asesinados, incluyendo a Mane Garinha, un buen ciudadano que había sido empujado al mundo de la violencia más terrible a causa de su necesidad de vengarse de Ze Pequeno, quien había violado a su novia, matado a su hermano y destrozado su vivienda.

En algunas escenas Buscapé, un muchacho pacífico de la favela que sueña con convertirse en fotógrafo y que es el narrador y personaje principal de la película, explica que Ze Pequeno es, simplemente, un ser obsesionado con su trabajo y su objetivo de dominar el tráfico de drogas en la favela. “Si su negocio hubiera sido legal, Ze Pequeno habría sido hombre del año”, afirma con una ironía destacable.

Que semejantes monstruos sean los habitantes de una localidad bautizada con el título del clásico agustiniano, hace pensar en posibles analogías. Instituciones santas, nombres resonantes, prestigios envidiables, son también el escondrijo de seres inefables. La personalidad de Ze Pequeno —arrolladora, definidamente encaminada a sus fines, apegada a un método en consecuencia: la personalidad de un visionario o un predestinado que jamás reconoció a superior alguno y que actúo siempre según su propio criterio— evoca la de otros tantos, tal vez más finos, más elegantes y sofisticados, pero, en el fondo, igualmente abominables. Como también lo hace la de Bené, siempre rebosante de simpatía y de doble moral. Sandro Cenoura representa a la competencia, esa entidad maligna que no debería existir y cuyos intereses —o negocios o afectos o seguidores o fieles— provocan copiosas salivaciones en bocas ajenas. Y también están los Mané Garinha, los tipos buenos que se dejan arrastrar —carecen de toda alternativa, qué remedio— a los círculos más viciosos de la vida.

Lo único cierto es que todos morirán, que de una u otra forma serán aniquilados. Y que vendrán otros a tomar sus posiciones y su territorio, como la banda de Los enanos, que termina apoderándose de los negocios de Ze Pequeno y Sandro Cenoura.

Buscapé, a su manera, es un ser afortunado. No puede huir, pero al menos trasciende fungiendo de cronista más o menos independiente de la debacle. Una especie de Hobbes carioca. Homo homini lupus: Cuánta razón pareces haber tenido, sir Tommy.