Una noche húmeda de agosto, mientras Ana y las niñas se concentraban en una de sus sempiternas partidas de monopolio, alguien tocó el timbre.
Consecuentemente me tocó a mí abrir la puerta.
—Hola Juan. Soy Alfonso, tu padre —se anunció el visitante inesperado con una voz cavernosa y ajena a todo remembranza de mis años pasados. No podía dejar de identificarse de esa manera. Explícitamente. Yo era un niño muy pequeño cuando una mañana le anunció a mamá que saldría a comprar el pan. Nunca regresó a casa. Hacía más de treinta años de eso.
Mi concepto de tiempo se revolvía como una masa de abstracciones sin sentido. Nuestro parecido físico me resultaba incuestionable (quizá porque durante muchos años oí decir que yo era la viva imagen de mi padre fugitivo. Luego crecí. O los que me lo decían se fueron alejando o muriendo). Me sentí entonces como contemplando mi imagen reflejada en un espejo futuro. El mismo rostro ovalado, la nariz prominente, los ojos negros y miopes. Pero también la ausencia casi total de cabello, la piel marchita, el cuerpo encorvado, las manos ennegrecidas e invadidas de arrugas.
—¿Quién es? —gritó Ana desde el comedor.
—Nadie —respondí como un autómata programado en la búsqueda de la discreción y el disimulo. Inmediatamente comprendí que estaba haciendo el idiota, como en años no tan pasados.
El visitante inesperado se mantenía en silencio.
—¿Cómo que nadie?
Quien acababa de hacer esa pregunta aparentemente impertinente era Sandrita, nuestra hija pequeña. Debido a la influencia de sus dos hermanas mayores solía comportarse de una manera mucho más adulta que ellas a su edad. Ana y yo la concebimos al inicio de nuestro segundo matrimonio.
—Sí, ¿cómo que nadie?
Ahora Paula, la mayor, repetía la pregunta. Tenía trece años y recordaba perfectamente el divorcio y los casi dos años en que vivimos separados. Es un decir, en realidad las visitaba casi a diario. A las niñas y a la madre. Ana y yo éramos muy inmaduros, nos habíamos casado cuando aún éramos un par de críos.
Las preguntas y la insistencia con que eran formuladas eran comprensibles. Vivíamos en una urbanización privada al sureste de la ciudad. Difícilmente alguien se hubiera atrevido a llegar hasta ella caminando. Tendría, en todo caso, que haberse identificado en la vigilancia. Pero además era plenamente consciente de que había mucho de justificable en los celos que mis cuatro mujeres desplegaban hacia mí. Tuve una absurda etapa de playboy en que las hice sufrir demasiado.
No se me ocurrió otra cosa que tirar la puerta en la cara del visitante inesperado.
—¿Quién era? —me preguntó por fin Laurita, nuestra segunda hija, siempre vivaz y con enormes ojos, cuando me vio regresar a la sala de estar. Es una actriz, una imitadora nata. Sabía que intentaba intimidarme con el tono supuestamente serio de su voz.
—Nadie —respondí.
—¡¿Cómo que nadie?! —repitió Ana, ya un tanto fuera de sí— ¿Acaso nos vas a decir que era un fantasma?
Pensé en contestarle que sí, pero intuía que ésa sería una decisión errónea.
—Quise decir que nadie fuera de lo común —expliqué por fin—. Tan sólo papá de vuelta de la panadería.