sábado, julio 29, 2006

¡Ah, esas estúpidas caricaturas!...


Una de las ideas centrales de John Stuart Mill expresadas en su clásico ensayo Sobre la libertad es que si todo el género humano, menos una persona, fuera de una opinión determinada, y sólo esa persona fuera de la opinión contraria, el género humano no tendría más justificaciones para silenciar a esa única persona que las que ésta tendría para silenciar al género humano de tener el poder para hacerlo. Un postulado tan radical nos induce a pensar que aquello que llamamos libertad de expresión, llevado hasta sus últimas consecuencias, presupone una sociedad que haga de la tolerancia uno de sus valores fundamentales. Esto sólo es entendible en una democracia, es decir en una sociedad que acepte y respete las diferencias, y más aún la disidencia, al tener la convicción de que la coexistencia de diversas ideas y posturas políticas y morales es no sólo conveniente, sino además esencial para su propia viabilidad y existencia pacífica. En ese sentido la expresión, por parte de cualquier persona o grupo de personas, es garantizada y respetada en tanto vehículo a través del cual tales ideas y posturas se manifiestan.

Para que la tolerancia sea posible como un valor social quizá sea necesario —aristotélicamente hablando— desvincular los símbolos de la esencia de aquello que pretenden representar. Si entendemos que la bandera de un país representa la nación, pero no es la nación, su utilización en un sentido o en otro no será un verdadero problema para alguien, digamos, excesivamente patriota. No importará demasiado que sea utilizada como felpudo en la entrada de una casa o como taparrabo en un gay parade, o que incluso pueda ser injuriada o destruida (ya hace varios años la Suprema Corte de los Estados Unidos dictaminó a favor del derecho de quemar la bandera norteamericana en una manifestación pública).

Dicho de esa manera todo parece muy sencillo de entender, aunque llevado a la práctica quizá no lo sea tanto. Pareciera que la exaltación de lo simbólico —entendido como la tendencia a equiparar la esencia de una entidad, idea o creencia con la realidad material con que se le pretende representar—, es inversamente proporcional al nivel de racionalidad que se maneja en una situación determinada. La doctrina católica sostiene que la oblea consagrada es el verdadero cuerpo de Cristo, no una representación o un simulacro. Para los musulmanes la obligación de usar el velo o hiyab —o más aún el burkha afgano— constituye la verdadera pureza femenina, y no una manifestación cultural como la corbata o la minifalda. Por lo demás, cuando una organización social no está fundamentada en ideas racionales —las sociedades teocráticas son el mejor ejemplo— no existe obligación alguna de respetar las diferencias, y más bien se encuentran múltiples estímulos para aplastarlas. En ese contexto, la libertad de expresión como derecho fundamental es además de una incomodidad, algo incomprensible.

La libertad de expresión sólo es entendible, pues, en una sociedad abierta y liberal. Es un derecho cuyo ejercicio es casi absolutamente irrestricto porque (i) para el adecuado funcionamiento de una democracia limitarlo siempre será más peligroso que no hacerlo, de ahí que sus limitaciones sean más bien excepcionales (v.g., el honor personal); y (ii) su validez y vigencia no dependen, en modo alguno, de las características personales de quien lo ejerza.

¿Qué es lo que realmente sucedió con el tema de las caricaturas de Mahoma publicadas por el diario danés Jyllands-Posten? Quizá algo bastante simple y complicado al mismo tiempo: el legítimo ejercicio del derecho de expresión dentro de una sociedad democrática y liberal ha sido capaz de provocar poderosas y negativas consecuencias en su contra, debido a que lo expresado es interpretado por ciertas sociedades teocráticas como una vejación a uno de sus símbolos fundamentales.Lo más sorprendente de todo es que nadie medianamente sensato podría afirmar que tales consecuencias eran definitivamente imprevisibles. Parafraseo lo dicho en el punto (ii), dos párrafos arriba: la libertad de expresión, en tanto derecho absoluto, no depende, en modo alguno, de las características personales de quien la ejerce. En definitiva, uno puede ser un estúpido y tener el derecho de expresar todas las estupideces que se le ocurran. Y eso fue exactamente lo que sucedió: los caricaturistas, los responsables del diario, actuaron, con todo su derecho, como unos verdaderos estúpidos. Hay que serlo para meterse dentro de una jaula de leones disfrazado de bistec.

Ante esta situación que pareciera evidenciar una incompatibilidad de conceptos aparentemente insalvable, caben algunas preguntas que pueden sonar casi a perogrullada: ¿Será verdaderamente posible la implementación de una democracia liberal en los países musulmanes, tal como pregonan Wolfowitz, Rumsfeld y los demás neo-conservadores del gobierno de Bush? Más aún: ¿Es realista y viable el tan publicitado “diálogo entre civilizaciones”?