Si Kafka escribió una de las obras maestras del siglo XX desde la pertenencia a una nación amenazada por la disolución, el aislamiento y la imposibilidad de un proyecto político, y Nabokov lo hizo en el ideal de una sociedad que persistía en su supervivencia más allá de toda lógica, Roberto Bolaño reinventa la novela con una actitud de desarraigo y descreimiento que resulta radical pero al mismo tiempo irresistiblemente sincera. Quizá lo que escribo suene extraño o a lugar común, pero no encuentro una referencia clara a una noción de país en la literatura de Bolaño: ni siquiera en los escritos que se centran en Chile o en México puede hablarse de novelas chilenas o mexicanas. Al proponernos una especie de obra con vocación de autarquía, Bolaño es a la vez un apátrida y un desclasado. Resultaría sumamente complicado encontrar en su obra una identificación clara con una tradición, o aún con algún antecedente literario preciso. Quizá en Bolaño podamos hallar como en ningún otro escritor latinoamericano una especie de actitud defensiva más que receptiva respecto del conjunto de la literatura, y es precisamente esa actitud lo que explicaría —si es que es necesario hallar una explicación— el alcance de unas antipatías literarias, que abarcan a más de un escritor serio, así como el de unas simpatías en las que no es imposible encontrarse con algún que otro nombre discutible. Acaso esto sea una manifestación elocuente de lo que un critico literario ha venido a denominar la “angustia de la influencia”, vale decir la disposición por asimilar a través de una postura crítica y destructiva los grandes temas de la literatura. Escribir puede ser una angustia y un conflicto; aunque no necesariamente exista algo de edípico en este intento, pero sí mucho de actitud crítica unida a un afán (muchas veces sesgado, oculto, voluntariamente camuflado) de trascendencia. Pienso que en esta línea de ideas, la pose del enfant terrible resultaría desmesurada o artificial para alguien como Bolaño, en cualquier etapa de su existencia. Un escritor descastado, errante y vagabundo no reconoce padres a quienes odiar o destruir, y sí contemporáneos con los que se dialoga o a los que se repudia. Pero además es preciso entender que la categoría de “contemporáneo” no presupone únicamente una coexistencia temporal o cósmica, sino sobre todo un plano de igualdad. Poco importa en realidad que el contemporáneo haya muerto antes de que uno haya nacido.
En cierta medida la cronología es un factor ajeno al momento de definir un acerbo literario (o un canon, si así se prefiere). No es una idea que resulte necesariamente desmesurada el sentir que Shakespeare es contemporáneo de Goethe o que Cervantes lo sea de Kafka. Pueden mediar siglos entre unos y otros, pero esa sólo es una verdad que resultaría trascendente para la historia de la literatura en tanto disciplina esencialmente descriptiva. El tiempo de los clásicos es, por definición, un tiempo estático, ser un clásico presupone una postulación y un concepto inmodificable más allá del transcurso de los años o el paso de las generaciones. Es en este sentido que Bolaño se sumerge —negándola o simplemente no siendo consciente de ello— en la esencia misma de la literatura en tanto oficio sin temporalidad ni fronteras.
Contemporáneo de Daniel Sada, Rodrigo Fresán, César Aira, Juan Villoro y Rodrigo Rey Rosa, y sobre todo contemporáneo de Mario Santiago o de Ulises Lima, Bolaño es a la vez contemporáneo de Lautremont y de Walser. Pero también lo es de Octavio Paz, en tanto enemigo a destruir.
Un íntimo recuerdo personal me sitúa en Caracas, a mediados de 1998, cuando acababa de regresar de Cornell y alquilaba un pequeño apartamento cercano al bulevar de Sabana Grande. Años de migración, estudio, trabajo y supervivencia no habían roto del todo mi relación con la literatura, aunque de algún modo sí la habían aletargado. En ese contexto, pasar por una calle de la zona y divisar en la vitrina de una distribuidora editorial una novela despertó en mí una curiosidad inusitada. En ese instante intuí que algo importante debía encerrarse bajo ese título sugerente y malévolo: Los detectives salvajes.
Siempre lo digo con una mezcla de orgullo y de temor: leer Los detectives salvajes cambió mi vida porque erosionó parte importante de los paradigmas que hasta ese entonces manejaba. De pronto una narración podía ser abierta, múltiple, inacabada. Además descubrí la migración como tema, los desiertos como paisaje de fondo. Escribí mi primera novela durante el año en que Bolaño murió. Eso es un excelente pretexto para explicarse por qué no me leerá, por qué no seré jamás objeto de sus comentarios despiadados, pasto para su inigualable ironía.
Luego vino 2666. Pero eso es ya otra historia.