Una de las escenas más notables del film Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936) descubre la puesta a prueba de una maquina alimentadora diseñada para permitir que los trabajadores de una factoría ingieran sus alimentos sin que la producción se vea interrumpida. La escena, de un humor cruel y a la vez insolente, nos muestra a un "trabajador de una fábrica" —tal es el nombre, impersonal y genérico, del personaje interpretado por el propio Charlot— que entre muecas y ademanes atraviesa por la burda tortura infringida por un armatoste cuyas funciones incluyen un dispensador de sopa, otro de bocados y una barra giratoria que permite devorar una mazorca de manera expedita. Como no podía ser de otra manera, la maquina alimentadora termina fallando y generando una sucesión de molestias y maltratos. Pero sin duda lo más irónico de la escena, y en definitiva lo que le otorga la categoría de memorable, es que la única función del aparato que trabaja apropiadamente es la de una servilleta automática que, entre una prueba fallida y otra, limpia con tozuda delicadeza los labios del maltrecho trabajador. El sarcasmo es aún mayor si se tiene en cuenta que la fábrica que sirve de escenario para buena parte del film, y en donde se produce la prueba, es una especie de templo tecnológico y futurista en el que la productividad es la finalidad suprema, el norte hacia el que apuntan las voluntades. Al igual que en la Oda triunfal de Alvaro de Campos (a.k.a. Fernando Pessoa) la tecnología y la producción en serie adquieren características divinas por lo que no es extraño que sus principales operarios actúen con celo casi clerical y sus subordinados con la disciplina y la rigurosidad de una grey piadosa y autómata. Es así que a fuerza de repetir el procedimiento de ajustar un par de pernos en una cadena de producción, el trabajador termina convirtiéndose en una especie de androide irreflexivo que encuentra en diversas formas de la realidad analogías de lo que constituye el centro y la esencia de su labor. La sucesión de gags que se presentan a partir de esta situación es igualmente memorable.
En uno de los ensayos que conforman El laberinto de la soledad Octavio Paz explica que en las novelas contemporáneas, incluso en las calificadas de "revolucionarias", el obrero nunca aparece como héroe o protagonista principal. Igualmente, en la introducción de su ensayo sobre El canon occidental, Harold Bloom señala que los sentimientos de una masa obrera centrada en la supervivencia y la religiosidad nunca definen el contenido del canon que, por el contrario, se forma en torno a una sensibilidad esencialmente aristocrática que encuentra en la gran literatura "angustias conquistadas" y no una evasión de esas angustias. Un film como Tiempos modernos nos hace pensar que el cine ha podido romper con esas limitaciones conceptuales y temáticas, como si una estética esencialmente visual, y no necesariamente introspectiva, fuese capaz de apelar a la conciencia y la sensibilidad de los espectadores relatando a través de imágenes y no exclusivamente con palabras. Tal vez el hecho de que se trate de una película muda subraya esta afirmación. Cuando contemplamos al trabajador mientras intenta abrirse paso luego del cierre de la fábrica, sabemos que de modo alguno nos encontramos frente a un personaje intrínsecamente intelectual o sesudo, sino ante un ser que apela —quizá por no tener más remedio— a la espontaneidad y la inmediatez como sus principales recursos para la supervivencia. De esta manera el azar se torna en un factor que marca el devenir de su destino, el origen de sus desgracias y de sus alegrías. No hay entonces mucha reflexión ni especulación con la que llenar hojas en blanco. La vida del trabajador se convierte en una sucesión de situaciones cuya descripción y relato resultan largamente más fáciles de transmitir a través de la imagen.
La mención del factor azar nos hace recordar que los avances tecnológicos no han podido desvirtuar la condición esencialmente contingente de los seres humanos. Cerrada la fábrica, el trabajador es súbitamente arrojado a una situación de contingencia y desamparo en la que de nada le vale haberse forjado esa naturaleza repetitiva, que se presenta a sí misma en clave de eficiencia productiva y cuyo paroxismo sirve de base para el humor chaplinesco. Quizá aquí encontremos una explicación para algunas de nuestras angustias contemporáneas. De manera espontánea me viene a la mente el fin del segundo milenio y el temor que gran parte de la humanidad experimentó hacia la supuesta amenaza del Y2K. Esto podría invitarnos a concluir que en la medida en que aumenta nuestra dependencia de la tecnología, también aumenta la entidad y la magnitud de nuestros miedos. Tenemos la conciencia de que en cualquier momento ésta puede fallar para no sólo dejarnos la misma sensación de fastidio e inutilidad que sin duda creaba en el trabajador la persistente servilleta automática, sino incluso para arrojarnos al caos o a la barbarie. No es casual que la literatura y el cine hayan asociado con eventuales anomalías o fallas de la tecnología algunas de sus tramas más escatológicas.
Sin embargo, y por brumoso que el panorama pueda presentarse, pareciera que afortunadamente la humanidad no deja de contar con el ingenio personal como recurso al que apelar. La creatividad, ese rasgo de la personalidad humana emparentada la razón pero de manera alguna limitada por ella, es capaz de producir alternativas inusitadas, pero no por ello menos eficaces. De alguna manera la suerte del trabajador comienza a mejorar cuando se encuentra con la "huérfana" (rol interpretado por Paulette Goddard), un simpático personaje que hace uso de su ingenio y chispa personales para hacerse de una vida, y que se resiste a renunciar a su libertad y a ser moldeada por las opresivas instituciones que buscan atraparla. A partir de ese momento la existencia del trabajador se hace, si no más fácil, al menos más reconfortada. En la parte final de la película la huérfana y el trabajador parecen haber solucionado sus vidas gracias a sus habilidades histriónicas (ella consigue un trabajo como bailarina y él descubre sus dotes de comediante con ocasión del estrepitoso fracaso de su tentativa por hacerse camarero). El hecho de que este oasis momentáneo se vea abruptamente interrumpido por la intervención de las autoridades que pretenden recluir a la huérfana en un orfelinato, no opaca lo que podría ser una especie de metáfora esencial: el arte (escénico en este caso, pero bien podría tratarse de otro) puede ser una salvación para los seres humanos pues las peculiaridades del gozo creativo no sólo nos consuelan, sino que también engrandecen el alma individual. Finalmente el trabajador y la huérfana deciden huir y la película termina bien, como las comedias griegas más ortodoxas antes de que Aristófanes desvirtuara el sentido original del término. El trabajador no regresa a su antigua fábrica, a pesar de que ésta había sido reabierta, sino que opta por una vida más incierta, pero quizá también más personal y humana.
A pesar de los años transcurridos, Tiempos modernos se nos presenta como una obra llamada a despertar las conciencias cada vez más dormidas del presente. O al menos a hacernos recordar que tras la aplastante medianía de la vida hecha en serie subyace el indudable milagro que representa el poder creador latente en cada individualidad.