martes, diciembre 26, 2006

El malestar en la práctica política


Cuando el poder político es conquistado por algún bastardo improvisado y sin antecedentes, alguien carente del menor escrúpulo al momento de pisotear las normas que presuponen una existencia social civilizada, o de azuzar los sentimientos más subalternos de una mayoría incapaz de distinguir la paja del trigo; cuando quien pretende alzar las banderas de la oposición se revela esencialmente inepto para sobreponerse a lo que está sucediendo, o aplica torpes estrategias que no funcionan o que sólo lo harían con poder y nepotismo, o peor aún, termina aliándose con el bastardo —siendo su embajador, por ejemplo—; cuando no es posible diferenciar entre estado y gobierno, y éste es facineroso, y además un obstáculo para una existencia libre, y un fastidio y una molestia; cuando los organismos estatales se convierten en los engranajes de una maquinaria represiva, el servicio de inteligencia y la administración tributaria en primer lugar, pero también el banco central o algún ente administrador de divisas; cuando, para colmo de males, algunos de los ciudadanos mejor formados terminan ejerciendo de gestores de esta estructura (ya no es sólo la Academia de las Américas la que provee de represores, más de una Ivy League debería replantearse o repensar las cosas visto el quehacer de no pocos de sus ex -alumnos); cuando los medios de comunicación comienzan a ser complacientes y se alinean; cuando además respetadas figuras de la cultura —un escritor laureado con el Nóbel, un actor de cine, un hombre de teatro— brindan públicamente su apoyo al bastardo o a alguno de sus amigotes que impone su rigor sobre otro país “hermano”; cuando los capitales concluyen que pueden hacerse de buenos negocios, mucho mejores de los que se harían si la competencia fuera limpia, y terminan siendo no sólo indiferentes, sino también cómplices y promotores; en fin, cuando el camino está empedrado de podredumbre y de dificultades y de mala onda, y uno no aspira a otra cosa que a una vida digna y ordenada, a no agredir a nadie ni a ser agredido, a ser una persona honesta y bien vivida, es lógico, es comprensible que se sienta frustrado y molesto.

No me cabe duda de que la práctica política es la primera fuente de malestar entre los latinoamericanos. "La única cosa que se puede hacer es emigrar", afirmaba con pesimismo Simón Bolívar mientras navegaba por el río Magdalena, un día de 1830, hacia el puerto caribeño de Santa Marta, donde la muerte en diciembre de ese mismo año le impediría embarcarse rumbo a Europa. Es bastante desafortunado —una lástima y una vergüenza— que casi dos siglos más tarde esas palabras quejumbrosas y desilusionadas suenen tan actuales.




domingo, diciembre 10, 2006

La libertad como asignatura pendiente


¿Qué tienen en común aquellos que lloran, dentro y fuera de Chile, la muerte de Augusto Pinochet, con los que hace pocos días aplaudían la reelección de Hugo Chávez?

Aunque lo habitual sea que quien alabe a uno denoste del otro, la verdad es que no hay gran diferencia entre los que, por un lado, pretenden canonizar al hoy difunto general por haber sentado las bases de la prosperidad económica de Chile, y quienes, por el otro, ven en el comandante paracaidista a un justiciero social y un defensor de la soberanía latinoamericana. Ambas posiciones no dejan de ser, en el fondo, profundamente pragmáticas: las dos privilegian los resultados y prestan poca atención a los medios que se emplean para obtenerlos.

Una conclusión se impone: en las preferencias de un significativo sector de latinoamericanos (si no la mayoría), la defensa de las libertades públicas no juega un rol fundamental. Esto no deja de ser lamentable y, al mismo tiempo, peligroso. Los regímenes encabezados por personajes como Pinochet o Chávez tienen como consigna la intolerancia frente a todo tipo de oposición, la destrucción —política y personal— de quien manifieste cualquier disconformidad. El terreno para la exclusión y el resentimiento está abonado.

La educación para la libertad tiene que convertirse en una política pública fundamental e irrenunciable. Una libertad que vaya de la mano con la promoción de la iniciativa individual, pero también con la igualdad de oportunidades y el siempre sagrado derecho de opinar. Un verdadero ciudadano ha de ser consciente de que ningún logro material puede servir como justificación para una dictadura. Es ésta una asignatura pendiente para las nuevas generaciones de latinoamericanos. De lo contrario la sombra de la división y de la violencia social seguirá pendiendo sobre sus cabezas, tal como hoy pende sobre las nuestras.

lunes, diciembre 04, 2006

El autócrata expansivo

Para lograr su más reciente triunfo electoral Hugo Chávez no ha necesitado convencer a nadie. Que la calle estaba con Manuel Rosales parecía ser un comentario generalizado, producto de la percepción de quienes entienden que las grandes movilizaciones de masas constituyen la encuesta más fiable. Pero ese tipo de percepciones pueden (o suelen) ser erróneas. La verdad es que en la Venezuela de 2006 todos los factores jugaron a favor de Chávez. Esto no es gratuito. Desde su elección en 1998 la maquinaria de un estado rebosante de petrodólares ha venido desplegándose sobre la sociedad con el fin de oscurecer conciencias, captar lealtades y reprimir todo atisbo de disidencia. Dentro de esa lógica, medios de comunicación del estado, burocracia, fuerzas armadas y clientelismo político son elementos de una combinación tan letal como efectiva. Pero además está el añadido de que todo se desarrolla en el marco de una institucionalidad que no por aparente, deja de cumplir su cometido. Chávez no es un dictador tradicional, sino un autócrata validado por la existencia de instituciones “democráticas” y la indiscutible legitimidad que la fuerza de los votos le otorga frente a los ojos del mundo. Es precisamente este doble juego de totalitarismo y democracia lo que lo fortalece y parece hacerle inmune.

Al optar por presentar un candidato la oposición aceptó tácitamente las reglas de este juego macabro. A partir de ahí sólo era preciso que los observadores internacionales de siempre (la OEA a la cabeza) dieran fe de que, “al margen de ciertos inconvenientes aislados”, el proceso se había desarrollado con total normalidad. ¿No es normal acaso que la población participe, que las elecciones sean dirigidas por un poder autónomo, y que finalmente gane el candidato que recibe la mayor cantidad de votos? Todo suena tan lógico y racional y democrático, aunque en realidad no lo sea. Es verdad que Rosales fue un excelente candidato, pero ni él ni ningún otro hubiese podido derrotar al aparato mediático-clientelar-represivo de un gobierno que no sólo cuenta con la fidelidad incondicional de los militares y de los demás poderes públicos, sino que además mantiene una política sistemática de represión y aislamiento en contra de quienes osan manifestar su disconformidad.

Dominado el escenario interno, el siguiente paso es la importación del modelo. Es preciso entender esta realidad en su cabal dimensión, comprender quién es en verdad Hugo Chávez Frías y la amenaza que su fortalecimiento político representa para la región. Hasta ahora todos —oposición venezolana y comunidad internacional— se han sometido a las reglas del juego que él ha planteado, y el resultado no ha sido otro que un festín de votos y de aparentes legitimidades a su favor. Ya lo dijo el propio Chávez apenas conocidos los resultados oficiales: la revolución se ahondará, y además se expandirá. El norte es el socialismo (en su versión castrista, claro está). Que nadie se engañe. La democracia en América Latina se enfrenta a un peligro mayor. Ya no se necesita dominar Sierra Maestra para hacerse del poder. Los autócratas ganan en las urnas. Chávez seguirá azuzándolos y financiándolos.

lunes, noviembre 27, 2006

A proposito de J.D. Salinger


¿Es en verdad posible hacer una lista de novelas escritas por retoños literarios de J.D. Salinger? ¿Constituye el ADN de este enigmático y escurridizo neoyorquino una herencia demasiado notoria en algunos escritores? Yo creo que sí, y que además no hay nada de malo en ello. A mi juicio se han escrito varias cosas buenas, algunas en verdad entrañables, a partir de su legado e influencia. Por lo demás, varios de sus posibles herederos no dudan en manifestar abiertamente una devoción que tal vez no tenga equivalente ("Salinger salvó mi vida", afirmó alguna vez Alberto Fuguet con fervor casi místico). La personalidad de Holden Cauldfield da para eso y más.

He aquí mi lista provisional. Es bastante corta. Debo decir, sin embargo, que todos me parecen libros respetables, si no excelentes:

1. Mala Onda, de Alberto Fuguet.
2. Materia dispuesta, de Juan Villoro.
3. Piedra de mar, de Francisco Massiani.
4. Tú, mío, de Erri de Lucca.
5. Kafka on the Shore, de Haruki Murakami.

Quien esté en desacuerdo y quiera hacérmelo saber tendrá que buscar la vía adecuada. Este blog no está abierto a los comentarios.

domingo, noviembre 26, 2006

¿Manga, manga, manga?...


Han pasado casi dos meses desde que en este mismo blog afirmé que planeaba iniciar la lectura de Kafka on the Shore, la última novela de Haruki Murakami (a propósito, Tusquets acaba de publicar la edición en español con el título de Kafka en la orilla). Al fin comencé ayer. Hoy, que he llegado a la página 100, estoy tan enganchado como para sospechar que no me despegaré de ella hasta haber leído la última letra impresa.

Murakami no hace ningún esfuerzo por ocultar sus influencias. Por el contrario parece querer hacer permanente alarde de ellas, no dejar resquicio de duda respecto de su existencia e importancia. Es así que resultan demasiado obvias las semejanzas de Kafka Tamura, el adolescente protagonista de la novela, con Holden Caulfield en The catcher in the rye (si no me equivoco el mismo Murakami la tradujo al japonés). Otro Salinger más para la lista, pudiera concluirse con escepticismo. En todo caso un Salinger con intermitencias de Truman Capote, pudiera tal vez añadirse. Pero afortunadamente Murakami tiene la rara virtud de parecer original echando mano de los recursos más obvios. Recursos que en el caso de un escritor tienen que ser sus propias lecturas, aunque éstas no sean siempre las que uno pudiera esperarse. De ahí que haya diálogos entre gatos filosóficos y seres humanos discapacitados. O una increible historia de escolares hipnotizados mientras recolectan setas en el bosque.

Dance, dance, dance es el título (en inglés) de una de las primeras novelas de Haruki Murakami. ¿Pudiera ser Manga, manga, manga (en cualquier idioma) el de una futura?

viernes, noviembre 24, 2006

La invitación me llegó a tiempo, pero...


Últimamente me estoy perdiendo las grandes fiestas.

Comienzo a preocuparme...

viernes, noviembre 03, 2006

La antesala del Greyhound

Llegamos casi a la medianoche. La estación era un galpón enorme y descolorido. Las luces resultaban insuficientes para esa extensión donde no había nadie aparte de nosotros. Además del escueto mobiliario, unas vendor machines ofrecían bebidas y alimentos envasados. Javier sacó los bultos de la maletera de su Honda Civic y los colocó delante de la puerta de embarque. Patty me miraba con disgusto o asombro, y yo no sabía qué decirle, si es que algo tenía que decirle; tomé su mano y percibí el entorno alrededor nuestro: la noche del Deep South reptando arisca y silenciosa, cual loba en celo. Quizá lo saqué de alguna pésima traducción de Faulkner —las ediciones argentinas que todavía leo— o de una película cuyo título no recordaba. “So here we are!”, exclamó Javier poniendo su típica cara de imbécil: “Are you guys ready to travel?!”. Jimena obtuvo una lata de DrPepper’s y un paquete de M&M’s, abrió este último antes de dibujar con su brazo un círculo que rozaba la posición de cada uno de los presentes. Patty tomó un chocolate, lo introdujo en su boca e infló los cachetes exageradamente, como si se tratase de un bocado enorme. Javier soltó la carcajada aguda, larga, profundamente imbécil.

Nuestro presupuesto era absurdo. Debíamos llegar al campus, instalarnos y llamar al sponsor para que me transfiriese la primera mensualidad de mi beca. Sólo habíamos podido obtener unos pocos dólares con la venta del Volkswagen. Teníamos acceso a tarifas excepcionales, hubiéramos podido viajar sin escalas. Pero entonces se inmiscuyó mi madre, advirtiéndome que debía visitar al Javier, que era inconcebible que me fuese a los Estados Unidos recién casado y becado y no visitase a mi primo que la había pasado tan mal. Nunca sabré si Patty llegó a estar convencida o si la decisión fue enteramente mía. “Claro que me parece buena idea visitarlo”, fueron sus únicas palabras sentada en la escalera del dúplex, su cuerpo inclinado hacia atrás, los brazos estirados de manera que cada mano se sujetaba de la rodilla correspondiente. Javier sacó una cajetilla de Luckies y encendió uno. Cuando todavía vivíamos en la Residencial San Felipe solía quedarse en los estacionamientos hasta altas horas de la noche, fumando marihuana y conversando con Gabriel y los vigilantes. Siempre fue un inútil, un bueno para nada, el idiota de la familia. Fuimos criados juntos porque era el único hijo de la única hermana de mi madre, y quedó huérfano cuando no había cumplido tres años. Su padre se vino a los Estados Unidos dejándolo al cuidado de su familia materna, por lo que en la práctica terminó siendo para mí algo parecido a un hermano mayor: un hermano cuya imbecilidad había sido un karma durante toda mi infancia y adolescencia. En el San Antonio de Padua solía estar entre los pésimos estudiantes y los sempiternos castigados. Sus compañeros de clase lo llamaban ”Godzilla”.

“¿A qué hora llega el bus, papi?”, preguntó Jimena, una de sus manos en un bolsillo de la chaqueta, la otra sosteniendo la lata de gaseosa. Javier alzó ambas cejas y esbozó una sonrisita sádica y despreocupada Conozco perfectamente sus códigos; era su manera de decirme hasta aquí hemos llegado, no cuentes más con mi ayuda. Disfruta haciendo sentir que la confianza depositada en él es una ilusión vana, una esperanza injustificada y sin sentido. Jimena sacó la mano del bolsillo y comenzó a sobarle la barriga. Él me mostró la lengua. “¡Godzilla concha de tu madre!”, le espeté a media voz y solté nerviosamente la carcajada. Hubiese querido matarlo en ese instante. Cuando hablamos telefónicamente me aseguró que conseguiríamos pasajes aéreos a un precio excelente. “Tranquilo Marquitos, cuenta con mi apoyo, yo te hago la gestión, pero por favor no dejes de visitarme, hermanito lindo”. Siempre logra convencerme con esa forma de ser sensiblera y patética. Llegamos al aeropuerto y ahí nos estaba esperando junto a Jimena, la puertorriqueña con quien se había casado recientemente y a la que conocía de algunos attachments. Me abrazó y comenzó a llorar desaforadamente, como si alguien se hubiera muerto. Jimena lo abrazaba por la espalda. Hubiera querido zafarme pero no podía, me estaba sujetando con una fuerza incontenible. Siempre ha sido un fortachón desmesurado. A veces, mientras dormía en mi habitación con ventana a la playa de estacionamiento, mi mente volaba hacia él y sus conversaciones con Gabriel se me hacían palpables, las voces de ambos construyendo fantasías inasibles, mutaciones de una realidad en donde compartían sueños y tronchos. Pero en ocasiones el peso de la vida era en verdad insoportable, las estelas del abandono y del olvido invadían su corazón, y entonces Godzilla sentía la necesidad de vengarse, como si el aniquilamiento de aquéllos que eran notoriamente más débiles pudiera apaciguarlo o devolverle la calma perdida. El suelo de la Residencial temblaba por el efecto de sus pisadas arrebatadoras cada vez que su cuerpo inmenso iniciaba su marcha aleatoria y destructiva. Más de una vez el golpe de su aliento reptil inundó mi habitación convirtiéndome en presa de un calor fugaz pero irresistible. Entonces, cuando el temblor se hacía verdaderamente insoportable y el llanto de los vecinos se había convertido en el canto de fondo de aquel espectáculo apocalíptico, se abalanzaba contra alguno de los edificios y principiaba a demolerlo con su fuerza desaforada.

Por fin me soltó, aunque no había parado de lloriquear del todo. Su abrazo me había dejado agotado y sólo atinaba a mantener la cabeza gacha mientras mi mente volvía a ubicarse dentro de los límites físicos de aquel aeropuerto. “¿A que no sabes quién soy yo?”, le preguntó Patty, grácil e irónica, sus brazos rodeando sus hombros con una familiaridad inesperada. Javier le dio un beso en la mejilla y mirándole a los ojos le dijo “Gracias”. No entendía por qué, esperé que continuara: “Gracias por rescatarlo al Marquitos”, y siguió lloriqueando el muy imbécil. Patty rió. Jimena rió. Apenas comenzaba a ser consciente de que aquella visita era un grave error.

Fotografía de abuelos


Una vez captadas la imágenes de los jóvenes éstas se estancan y se petrifican, el tono de las voces jamás llegará a enervarse, sus pieles permaneciendo firmes y apenas marchitadas.

Quienes las conserven envejecerán poseyendo aquel recuerdo estático; las brechas de las edades irán profundizándose; o, en el caso de sus contemporáneos, comenzarán a figurárselos como seres cada vez más jovenes y lejanos.

Reviso algunas viejas fotografías, y experimento la peregrina sensación de ser más viejo que aquel par que nunca pensó en ser causa de mi existencia.

jueves, octubre 19, 2006

Cita en Interlagos


Si la lógica existe, Fernando Alonso debería alcanzar su segundo campeonato mundial de Fórmula Uno el próximo domingo, en el circuito de Interlagos, Brasil. Que lo haga. Que la tenacidad, el fair-play y la lealtad se impongan de una buena vez. Han sido demasiados años dominados por un ser execrable que no sólo representa lo peor de la Formula Uno, sino también algunas de las más bajas características que puede poseer un ser humano.

El fin nunca justifica los medios. Lo contrario no es más que la filosofía barata de siempre, la misma que sirve para justificar a politiqueros o a falsos pragmáticos vacíos de contenido. Por el contrario, es preciso recordar aquellos dos imperativos kantianos tan simples, y a la vez tan amplios: Mirar siempre al ser humano como un fin, nunca como un medio. Actuar como si cada acción propia estuviese destinada a convertirse en regla universal. Estos son tal vez la mejor síntesis de siglos de reflexión filosófica sobre la moral. Y el deporte tiene que ser gobernado por valores. De lo contrario pierde su esencia y su sentido.

Suerte, Fernando. Nunca cambies. Aunque mañana te vayas a MacLaren. O pasado a Ferrari.

miércoles, octubre 18, 2006

OldBoy

En pleno centro de Seul un hombre llamado Oh Dae-su es hipnotizado y secuestrado. A partir de entonces pasa quince años de su vida encerrado en una habitación, sin más contacto con el mundo exterior que un aparato de televisión. Frecuentemente es dormido con el mismo gas que utilizaba el ejercito ruso para contrarrestar a los guerrilleros chechenios. A pesar de sus preguntas y especulaciones nunca llega a conocer el verdadero motivo de su tormento. Agota días enteros especulando sobre las personas que podrían tener motivos para hacerle daño y escribiendo sus nombres en unos cuadernos. Se sorprende al descubrir la longitud de la lista. “Creía haber tenido una vida común”, comenta. Sus captores lo alimentan, le permiten entrenarse físicamente para preparar una venganza tan ansiada como necesaria. Súbitamente es liberado, no sin pasar por una hipnosis previa. Una vez en la calle se entera de que su esposa había sido brutalmente asesinada y que el principal sospechoso del crimen era él. “Lo importante no es saber quién, sino por qué”, le dice una misteriosa voz a través de un teléfono celular. Se trata del autor de su tormento. Enterarse del porqué de su largo secuestro será su verdadera perdición, su maldición y su castigo. Ése es el momento culminante de la película. Para ese entonces ya habrá redescubierto el amor junto a Mi-do, una joven itamae o chef de comida japonesa. “Las mujeres no pueden hacer buen sushi, tienen las manos frías”, le había comentado ésta antes de tocar su mano y provocarle un desmayo.

Oh Dae-su descubre que la intención última de su verdugo no había sido la de mantenerlo retenido por quince años. A través de la hipnosis él y su amante habían sido inducidos a iniciar una relación aberrante. Una relación cuya verdadera dimensión y significado harán banal todo su sufrimiento previo.

Se ha dicho que respecto del dolor existen dos modelos: uno que proviene
de la tradición griega y que puede ser sintetizada en la frase de Herodoto: ta pathemata mathemata, “los padecimientos, los sufrimientos, son enseñanza”. Este primer modelo, que aparece en varias tragedias —especialmente en la Electra de Sófocles—, es fundamental para el psicoanálisis, que enseña a rebuscar penosamente en la interioridad con el fin de evadirse del pozo de la enfermedad. El otro modelo proviene del Eclesiastés, uno de los primeros libros de la Biblia, escrito en el siglo II a.C., y cuyo postulado esencial puede resumirse en la siguiente frase: qui auget scientiam, auget et dolorem, es decir, quien aumenta el conocimiento aumenta también el dolor. En conclusión, es preferible ignorar la realidad para no sufrir.

De un modo implícito, Oh Dae-su se adhiere al segundo modelo. Luego de escribir toda su historia se somete a una hipnosis buscando la evasión definitiva de la realidad. Su ignorancia le permitirá vivir en paz, incluso amar y ser amado por Mi-do.

Más allá de la acción extrema, de la abundancia de sangre y violencia, OldBoy (Park Chan-wook, 2003) es un filme complejo y con varias lecturas posibles. Un verdadero descubrimiento cinematográfico.

Anna Politokovskaia


Putin declaró en Dresde, Alemania, que el vil asesinato de la periodista Anna Politokovskaia —crítica denodada de su persona y, especialmente, de la política que su gobierno viene aplicando en Chechenia— era un acto contra Rusia y los poderes establecidos en ese país. Añadió además que la capacidad de influencia de Politokovskaia sobre las decisiones del Kremlin era “extremadamente insignificante” y que el asesinato hacía más daño a Rusia y a Chechenia “que sus propias publicaciones”. Por supuesto no dejó pasar la ocasión para asumir, delante de la señora Angela Merkel, el compromiso de hacer todo lo posible por esclarecer las circunstancias de la muerte de la periodista. Siempre es recomendable guardar las formas, sobre todo cuando se tiene enfrente a un respetable líder europeo occidental.

En realidad las "paternales" palabras de Putin no hacían más que desenmascararlo. Los miles de moscovitas que se congregaron para rendir un último homenaje a la periodista asesinada estaban ahí para refutar su megalomaníaco intento de minimizar su personalidad y su legado. Como recuerda mi buen amigo
Ariel Segal, Politokovskaia se había encargado de exponer en su libro, La Rusia de Putin, la “ineludible realidad de un presidente recibido con alfombra roja por los dirigentes democráticos cuando en realidad Rusia mantiene un régimen que, guardando ciertas formas y apariencias, no es muy distante al del totalitarismo soviético”.

Siempre existirán megalómanos, seres ansiosos por acrecentar su poder y su influencia sobre los otros. Personajes ambiciosos y despreciables que no cejarán en su empeño de imponer sus ideas a una sociedad que termina convertida en víctima. Las grandes potencias con sus políticas internacionales signadas por el pragmatismo nunca serán un problema real, siempre que haya algo que dar a cambio (y si es petróleo, mucho mejor).

Mientras las instituciones internacionales sigan haciendo uso de la doble moral, mientras el funcionamiento y la estructura de ciertos estados continúen siendo moldeables al gusto del inquilino de turno, quienes opten por la posición moral de decir la verdad no dejarán de correr peligro de muerte.

jueves, octubre 12, 2006

Cuando la cultura no es una prioridad


Ésta es la nueva sede central del Instituto Cervantes en Madrid. Un majestuoso edificio ubicado en plena calle de Alcalá, a escasos metros de la plaza de Cibeles, el Banco de España, la Casa de América y el Círculo de Bellas Artes. El escritor venezolano, residente en Madrid, Juan Carlos Chirinos cree que es la primera vez que el local de un banco pasa a ser sede de una institución cultural. Quizá esté en lo cierto.
Y aunque no lo esté, no deja de ser algo extraordinario. Imposible no sentir envidia cuando me ha tocado en suerte nacer —y ahora nuevamente vivir— en un país donde aún puede ser materia de discusión si es necesario o no crear un Ministerio de la Cultura.

El Nóbel en liquidación

En una enorme tienda por departamento de Caracas existe una sección de librería y papelería donde se liquidan, a precio de gallina flaca, los saldos de aquellas ediciones por las que habían apostado las distribuidoras editoriales, y (digámoslo así, como algunos de sus inefables empleados suelen decirlo) no funcionaron en el mercado. Ahí adquirí, entre otros, un ejemplar de Los años inútiles, de Jorge Eduardo Benavides, algunos libros de Paul Theroux y una interesante antología de nuevos narradores norteamericanos.
No solía visitar aquella tienda con el fin de ver o comprar libros —para eso tenía las agradables librerías de Montse, Walter, Daniel o Javier—, aunque normalmente terminaba haciéndolo. Quizá esto suene a lugar común misógino y desafortunado, pero en verdad no lo es: acompañar a mi esposa cuando va de tiendas merece siempre algún tipo de recompensa. Fue en una de esas ocasiones en que me animé a tomar un ejemplar de El libro negro, de Orhan Pamuk.
Hoy que Pamuk comienza a disfrutar de las mieles del Nóbel y sus libros serán, con toda seguridad, protagonistas principales de los anaqueles, tengo aquel ejemplar de carátula roja (por cierto bastante evocativa de la bandera turca) sobre mi escritorio, a un costado de la computadora. Supongo que el otorgamiento del premio será una buena razón para iniciar su lectura.
Como en el juego de la ruleta, la trascendencia, la fama o la notoriedad de un autor dependen a veces de situaciones coyunturales o aleatorias. Más allá de la calidad literaria de Pamuk —de la cual, honestamente, no estoy en condiciones de opinar—, esta anécdota pareciera querer recordarme esa realidad.

martes, octubre 10, 2006

La furia y el bombo

“Soy como España en los mundiales, en los momentos cumbres me derrumbo”, se autocompadecía uno de los personajes de una serie cómica de Antena 3 (¿o acaso de TVE?), luego de no haber podido desempeñarse de manera eficiente con su novia, quien recostada al otro lado de la cama, simplemente lo observaba con una extraña mezcla de resignación y esperanza.

Como en los problemas de impotencia masculina, el fútbol español se derrumba por un laberinto en el que parece imposible distinguir la causa del efecto. Hoy fue la debacle de la selección juvenil (desde que son adolescentes los italianos destilan oficio y experiencia, debe de ser una cuestión genética). Ayer las derrotas ante Suecia e Irlanda del Norte. Anteayer la eliminación mundialista frente a los franceses, con golazo de Zinedine Zidane incluído pese a las pancartas ibéricas que le declaraban jubilado de manera anticipada.

¿Qué es lo que está pasando realmente? Quien lo sepa con certeza debería ser nombrado seleccionador español. Quizá demasiado extranjero en la liga y poca promoción de "canteranos". O tal vez la novedad de las selecciones autonómicas. O acaso la falta de huevos y el exceso de glamour. España siempre ha sido una selección perdedora, eso es una verdad histórica. Pero en años anteriores al menos evidenciaba entrega, corazón, cierta virilidad que se manifestaba de un modo desordenado, inorgánico, individualista. Aquello que se denominaba “Furia”. Hoy en día poco queda de eso. En verdad es una lastima, los españoles siempre han sido de los grandes animadores en las citas futboleras. Además traían consigo el valor agregado de Manolo, el del Bombo, ese optimista a la fuerza que inagotablemente animaba a su selección, aunque ésta no despegase. Un personaje lleno de colorido y simpatía que, al igual que la novia insatisfecha, presenciaba las derrotas de su equipo con una mezcla de resignación y esperanza.

La esperanza es lo último que se pierde, sobre todo en el fútbol. Ojalá que la selección española mayor —con Luis Aragonés o sin él— clasifique para la Eurocopa. Que lo haga por Manolo.

El Booker 2006



La escritora Kiran Desai (nacida en la India en 1971) ha ganado el 'Man Booker', el premio literario más prestigioso del Reino Unido, por su novela The Inheritance of Loss, un relato sobre la vida de un juez que ve alterada su apacible jubilación en el Himalaya.
De acuerdo con el website del premio, Kiran Desai es actualmente estudiante de la facultad de Creative Writing de la Universidad de Columbia, en Nueva York.
Un detalle curioso: su madre, que también es escritora, ha sido candidata en tres oportunidades al Booker, aunque nunca lo ha logrado.
Criada y educada en Inglaterra y los Estados Unidos, Kiran Desai es otro ejemplo de un autor proveniente de una cultura periférica, que se coloca en un lugar destacado de la literatura anglosajona contemporánea.
Precisamente ayer me preguntaba si no era el mestizaje un factor que explicaba la vitalidad y el vigor de esa literatura. La irrupción de Kiran Desai quizá sea una evidencia más de que la respuesta tiene que ser afirmativa.

lunes, octubre 09, 2006

¡Ah, Penélope!


Este fin de semana me fui a la playa. El sábado vi Volver en mi laptop. Para el día de hoy lunes, la he visto ya al menos tres veces más. Pienso que éste puede ser el mejor filme de Almodóvar, lo cual es bastante decir, el manchego ha dirigido varias películas estupendas. Sin embargo, hay un elemento especial que hace que Volver sea una obra incomparable: Penélope Cruz ha pasado ya varios años en Hollywood y eso se nota. No sólo luce de maravilla en su papel de Raimunda, ese personaje tan castellano como sensual y femenino, sino que además lo interpreta con una naturalidad y un oficio que no son usuales en las pelis españolas. Sé que muchos estarán en desacuerdo conmigo, pero a mí me da la impresión de que muchos actores del cine español suelen evocar al oficio del teatro en demasía: esos movimientos acartonados, esas voces impostadas...

Penélope sencillamente se devora la película. ¿Su momento cumbre?: Sin duda la interpretación de Volver de Carlos Gardel a ritmo de flamenco, una escena de las que suelen pasar a la historia del cine (por cierto, la voz es de la cantaora Estrella Morente).

Quizá haya algo —yo diría más bien que mucho— de subjetividad en esta apreciación mía. Quedé deslumbrado con ella desde aquel viejo video de La fuerza del destino, el temita pegajoso de Mecano. En Jamón Jamón, de Bigas Luna, terminó de hechizarme.

Pero ahora hay algo diferente: la chica creció, recorrió el mundo, con el paso de los años su belleza tomó cuerpo como un gran reserva tinto de la Ribera del Duero.

Ah Penélope, estás tan irresistiblemente madura, guapa y femenina que resulta lógico que los principales personajes masculinos de Volver estén muertos o sean unos hijos de puta absolutamente prescindibles.

Las mejores novelas “británicas”

Puente Aéreo, el excelente y siempre bien informado blog de Gustavo Faverón, informa que el periódico londinense The Guardian ha realizado una encuesta con el fin de determinar cuáles son las mejores novelas británicas del periodo 1980-2005. La primera de la lista ha sido Disgrace, de J.M. Coetzee, cuya versión española fue lanzada por Mondadori con el título de Desgracia. Si mal no recuerdo, hace un tiempo Mario Vargas Llosa subrayó lo poco afortunado de tal elección editorial, pues una traducción más fidedigna sería “Caer en desgracia”, que es precisamente lo que le sucede a su protagonista, un catedrático de Ciudad del Cabo que, debido a serios problemas de orden ético, es purgado de la universidad donde había trabajado por años, y emprende un viaje al interior de Sudáfrica en busca de su única hija, quien había optado por el destierro voluntario. Disgrace o Desgracia es una novela llena de significados y sutilezas, cuya relativamente corta extensión no fue un obstáculo para profundizar en los laberintos de la violencia y la tragedia personal.

Hay algo que, pienso, vale la pena destacar de la selección. Si bien es cierto estamos ante un concepto bastante amplio de lo “británico” (la selección incluye a Irlanda y los países del Commonwealth), no lo es menos que varios autores provenientes de culturas extranjeras o periféricas (no sólo de ex colonias, sino de otros países que nunca estuvieron bajo el dominio británico) resultan hoy en día esenciales para la literatura anglosajona. Nombro a algunos: Kazuo Ishiguro, Salman Rushdie, Buchi Emecheta, Hanif Kureishi, VS Naipaul, Vikram Seth, Derek Walcott, y el mismo J.M. Coetzee.

Me pregunto entonces —casi por una especie de condicionamiento reflejo— si la “contaminación” que, en el sentido metafórico, implica todo mestizaje no es uno de los motivos principales que explican el vigor y la vitalidad de la actual literatura anglosajona.

martes, octubre 03, 2006

Los dulces recuerdos


Leo en la edición digital de El País que Anita Ekberg, a sus 75 años, ha declarado a un diario sueco que ha visto tantas veces La dolce vita, que si tuviera que hacerlo una vez más "vomitaría". Al parecer tampoco guarda buenos recuerdos de la célebre escena en la Fontana di Trevi: "Allí estuve esperando con un vestido de noche en el agua congelada; hacía un frío del carajo. Cuando acabó la escena, no sentía las piernas y tuvieron que sacarme en brazos".

Por fortuna nuestra época cuenta con la memoria inconmensurable que le proporcionan los medios audiovisuales. Cuando al igual que Marcelo Mastroiani, aquel otro hermoso protagonista del filme y la escena, la Ekberg haya dejado este mundo y no esté entre nosotros —o en su lujosa residencia italiana, para ser más exactos—, las generaciones venideras podrán seguir deleitándose con esa figura irresistiblemente sugestiva y húmeda.

Su malestar y su vejez serán entonces nada más que un eco diluyéndose en la lejanía.

lunes, octubre 02, 2006

El pájaro que da cuerda al mundo

Es realmente extraño que me anime a escribir mi nombre en los libros que han llegado a ser de mi propiedad. De hecho mi biblioteca está conformada, en su inmensa mayoría, por ejemplares de apariencia virginal, con páginas intactas y carátulas relucientes. Libros casi nuevos a pesar de los años, como si no hubiesen sido destinados a la bestial manipulación que para muchos implica la lectura. Conozco infinidad de personas que, en cambio, acostumbran destrozar carátulas, quebrar lomos, ajar páginas, y hasta realizar anotaciones marginales con bolígrafos de distintos colores. Cuando era más joven tal actitud me parecía una profanación y una afrenta. La sufrí especialmente durante mi etapa de estudiante de derecho en Cornell, donde los textos de clase solían ser tomos hermosamente encuadernados y hechos con un papel y una impresión superiores. Hoy en día, que algo he madurado —eso espero al menos—, tan sólo me limito a calificar a esa conducta como una muestra más de la brutal desaprensión y el incomprensible sentido de lo efímero que caracterizan a nuestro tiempo.

Si alguna vez escribo mi nombre en la primera página de un libro, lo hago de un modo inconsciente. Es decir sin razón ni motivo aparentes. Toda regla tiene su excepción, y en este caso se trata de una absolutamente arbitraria. Pero quisiera pensar que, al menos en algunos casos, esto es prueba de mi evidente identificación con lo leído, del reconocimiento de su calidad y sus enseñanzas para alguien que pretende hacer de la escritura un coto cerrado y un punto de fuga. Si este pensamiento tiene algo de verdad, tal sería el caso de la novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami, un volumen de longitud considerable donde anoté mi nombre con pluma fuente y tinta líquida.

Hace unos días
Edmundo Paz Soldán colgó un post sobre Haruki Murakami. El post es inteligente e informado, como suele suceder con las cosas que escribe Edmundo. En él cita dos excelentes novelas que yo también he leído: Sputnik, mi amor y Tokio Blues. Debo decir que ambas me gustaron, me resultaron interesantes, profundas y entretenidas. Sin embargo coloco a Crónica del pájaro que da cuerda al mundo en otra dimensión. Una superior. O desconocida.

Tooru Okada, el protagonista de la novela, es un abogado en el paro que, a partir de una llamada telefónica, desciende por un laberinto en el que se mezclan la ilusión y la pesadilla. Varios de los personajes de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (May Kasahara, Creta Kanoo, Malta Kanoo, Nutmeg y Cinnamon) son de una irrealidad tan evidente, que parece una riesgosa osadía haberlos colocado dentro de una novela ambientada en el tiempo presente. Estos personajes se desenvuelven en el Japón contemporáneo, al lado de políticos corruptos y miembros de la yakuza, la temible mafia japonesa. Además está el personaje del teniente Mamiya, un antiguo combatiente de las tropas de ocupación de la Manchuria y ex inquilino de un campo de concentración soviético, que es evocativo de un capítulo de la historia de la post guerra poco conocido en Occidente. Con esta mezcla de personajes fantásticos y contemporaneidad, lo singular no es que la novela sea atrayente, interesante y entretenida. Sino que además sea profundamente coherente y creíble.

Me digo a mí mismo que el Manga (漫画), es decir la historieta japonesa impresa o animada, es parte esencial de la educación sentimental de mi generación. En mi caso particular, tambien lo fue el aprendizaje del idioma japonés. Imposible olvidar a esos personajes increiblemente hermosos -y siempre de ojos enormes-, protagonistas de aventuras ambientadas en la segunda guerra mundial o la Europa medieval o en un futuro explosivo y violento.

Pienso que cada nuevo libro que saque Murakami generará en mí el deseo inequívoco de leerlo. Hace poco mi hermano estuvo de vacaciones en Lima y me trajo un ejemplar de Kafka on the Shore. Pronto lo empezaré.

(Decido tomarme un respiro. Retiro mis dedos del teclado del laptop y abandono la biblioteca. Busco un vaso con agua. Por alguna razón que desconozco, me dirijo a mi habitación y comienzo a hurgar en el armario donde guardo una colección de videos. Tengo algunas películas japonesas, casi todas de Kurosawa. Encuentro unos viejos videos de Astroboy, de Meteoro, de Mazinger Zeta; no me acordaba que todavía los tengo. Al cabo de unos cuantos segundos me sorprendo al descubrir mi nombre, escrito con bolígrafo azul, sobre la superficie de las viejas cajas de cartón que los contienen).

sábado, septiembre 30, 2006

Música del alma


Son más de las 12 de la noche. He colocado mi viejo CD de La Grasa de las Capitales en la computadora. Mi mente vuela al día en que mi padre tuvo un gesto de cariño hacia mí y decidió regalármelo. Recuerdo a Ale, el muchacho uruguayo encargado de la tienda Giros de Valencia, tocando un bajo imaginario mientras los acordes de Perro andaluz retumbaban dentro del local.

Definitivamente hay música que se guarda en el alma. Música para soñar y sentir que continuamos vivos.

martes, septiembre 12, 2006

El apogeo de los puntos de vista

Hace más o menos un par de años que Santiago Roncagliolo me advirtió de la existencia de John Cheever, y me recomendó leerlo. En ese entonces todavía vivía en Caracas y Walter Rodríguez —mi entrañable amigo de la librería Lectura— me facilitó sendos ejemplares de los Diarios y La geometría del amor.

Coloqué ambos volúmenes en la biblioteca del apartamento que en ese entonces alquilaba en Los Palos Grandes, pero el tiempo pasaba y no me animaba a iniciar la lectura de ninguno de ellos. Roberto Bolaño, siempre lúcido e inigualable, reveló alguna vez que acumulaba libros sin ninguna esperanza cierta de leerlos, y más bien como quien colecciona cromos; es decir, por el simple placer que implica su posesión. Un placer meramente visual, a lo sumo táctil.

Hace unos meses, sin embargo, mi amigo David Ballardo, de la librería El Virrey, me pidió prestados los Diarios. Por supuesto, que se los facilité. El desgarramiento que debería producir el desprenderse de un libro sólo es superable cuando su destinatario es el lector indicado.

En varios de nuestros encuentros posteriores, David se prodigó en elogios hacia los Diarios. Tal vez por eso hace un par de sábados me animé por fin a hojear La geometría del amor. A estas alturas ya he concluido varios de sus relatos, siempre de la mano de las reveladoras notas de Rodrigo Fresán.

Desde mi lectura de Adiós, hermano mío, el primer cuento de la compilación, pude darme cuenta de que David y Santiago estaban en lo cierto.

Los miembros de una familia burguesa de Boston (los Pommeroy) pasan unas cortas vacaciones en la casa de recreo materna, edificada sobre una isla de las heladas costas de Massachussets. Desde el principio la tensión de los miembros de la familia se centra en Lawrence, el rebelde hermano menor con quien todos se reencontrarán luego de una larga temporada. Como era de esperarse, éste terminará arruinando las vacaciones familiares con su conducta desaprensiva e hiriente. Sin embargo, el relato permite entrever que ciertas características personales e intelectuales —las mismas que configuran una personalidad lúcida e interesante— no son ajenas a Lawrence. Libre pensador, ex alumno de Yale y Columbia, políticamente comprometido, el rebelde hermano menor busca decididamente deslindarse del matriarcado que, bajo la batuta de una viuda superficial y egoísta, conforman los Pommeroy. Pero estos rasgos —paradójicamente o no— pasan desapercibidos para el resto de una familia concentrada en la superficialidad y la autocomplacencia.

Sin duda lo más interesante y singular de la trama es que ésta sea narrada desde la perspectiva tangencial y exclusiva de uno de los hermanos de Lawrence (“me alegro de recordar que soy un Pommeroy”, es una de sus primeras declaraciones), un personaje que se antoja bastante débil de carácter, benévolo hasta el exceso, estúpidamente superficial en ocasiones.

Me parece que este mismo patrón se repite en otros relatos de La geometría del amor: en el del ama de casa que espía las miserias ajenas a través de un enorme aparato de radio, o en el del hombre que intenta sobrellevar su enésima crisis matrimonial mientras es espiado por uno de sus vecinos, o en el del sujeto que se refugia en artificiosos cálculos geométricos para desdibujar el creciente desamor de su esposa.

No había comentado esto con nadie —y quizá por eso mismo me animo a hacerlo en aquí—: Cheever se me ha revelado como un maestro en el arte de desplegar el alegato que se desprende de un exclusivo punto de vista. Pero ahí no termina todo. Sin que el narrador necesite enunciarlo de manera expresa, el lector avisado estará en posibilidad de adivinar la existencia de un punto de vista contrario, quizá más sólido y contundente, incluso capaz de desmentir el que aparece como principal.

Subjetividades expresas que invitan a concluir en la existencia de subjetividades soterradas. Narradores que terminan aplastados por la perspectiva de aquellos que son objeto de sus calificaciones y sus críticas. El apogeo de los puntos de vista, en resumidas cuentas.

lunes, septiembre 11, 2006

Una fecha desagradable

Hace 12 años mi madre moría en una ciudad improbable, mientras yo tomaba su mano y hablaba en sus oídos palabras que seguramente ya no podía entender.

21 años atrás, ella había sufrido la desaparición de una de sus mejores amigas por obra del general asesino que bombardeó el palacio de La Moneda e instauró una dictadura que aún hoy algunos se atreven a defender, y hasta a poner de ejemplo.

7 años más tarde, mientras bebía un café en una panadería de Las Mercedes, mis ojos verían la transmisión en vivo de un Boeing estrellándose contra el perfil espigado de la segunda torre.

Soy consciente de que las cosas negativas pueden presentarse cualquier día. Pero eso hoy me da lo mismo.
Tengo ganas de quedarme en casa, de permanecer acostado en la cama y arropado de pies a cabeza.

lunes, septiembre 04, 2006

Ciudades de Dios


En uno de los momentos culminantes del filme Ciudad de Dios (Fernando Miralles, 2002), Ze Pequeno, el malhechor y traficante de drogas más temible de la favela carioca bautizada con ese nombre en los años 60, reclama airadamente a Bené, su socio y único amigo, el no haberle permitido castigar con la muerte a un bandido que había asesinado a una mujer embarazada. “El que mata en la favela debe morir como ejemplo, sabes que esa es la ley”, escupe con tono casi moralista, a lo que Bené simplemente responde: “Necesitas una novia, Ze”.

Ciertamente Bené es el personaje más equívoco de la película. Aliado y cómplice principal de Ze Pequeno, compinche suyo desde la niñez —es decir, desde la época en que Cabeleira, su hermano mayor y miembro de la banda de delincuentes conocida como Trio Ternura, no había sido muerto a balazos por la policía, y Ze Pequeno respondía aún al nombre de Dadinho—, es, al mismo tiempo, un hippie soterrado, un cultor del amor y de la paz que decide abandonar el crimen para irse con su chica a una granja a criar animales y fumar marihuana.

Pero antes de llegar a poner en marcha su plan romántico, Bené muere abaleado por el mismo bandido que, días atrás, había salvado de las garras de Ze Pequeno. La advertencia de este último parece resonar en los oídos de todos: “Cría una culebra y te morderá”.

La muerte de Bené es el detonante de la guerra entre las facciones de Ze Pequeno y Sandro Cenoura, el otro gran traficante de drogas de la favela. Al final de la guerra todos son brutalmente asesinados, incluyendo a Mane Garinha, un buen ciudadano que había sido empujado al mundo de la violencia más terrible a causa de su necesidad de vengarse de Ze Pequeno, quien había violado a su novia, matado a su hermano y destrozado su vivienda.

En algunas escenas Buscapé, un muchacho pacífico de la favela que sueña con convertirse en fotógrafo y que es el narrador y personaje principal de la película, explica que Ze Pequeno es, simplemente, un ser obsesionado con su trabajo y su objetivo de dominar el tráfico de drogas en la favela. “Si su negocio hubiera sido legal, Ze Pequeno habría sido hombre del año”, afirma con una ironía destacable.

Que semejantes monstruos sean los habitantes de una localidad bautizada con el título del clásico agustiniano, hace pensar en posibles analogías. Instituciones santas, nombres resonantes, prestigios envidiables, son también el escondrijo de seres inefables. La personalidad de Ze Pequeno —arrolladora, definidamente encaminada a sus fines, apegada a un método en consecuencia: la personalidad de un visionario o un predestinado que jamás reconoció a superior alguno y que actúo siempre según su propio criterio— evoca la de otros tantos, tal vez más finos, más elegantes y sofisticados, pero, en el fondo, igualmente abominables. Como también lo hace la de Bené, siempre rebosante de simpatía y de doble moral. Sandro Cenoura representa a la competencia, esa entidad maligna que no debería existir y cuyos intereses —o negocios o afectos o seguidores o fieles— provocan copiosas salivaciones en bocas ajenas. Y también están los Mané Garinha, los tipos buenos que se dejan arrastrar —carecen de toda alternativa, qué remedio— a los círculos más viciosos de la vida.

Lo único cierto es que todos morirán, que de una u otra forma serán aniquilados. Y que vendrán otros a tomar sus posiciones y su territorio, como la banda de Los enanos, que termina apoderándose de los negocios de Ze Pequeno y Sandro Cenoura.

Buscapé, a su manera, es un ser afortunado. No puede huir, pero al menos trasciende fungiendo de cronista más o menos independiente de la debacle. Una especie de Hobbes carioca. Homo homini lupus: Cuánta razón pareces haber tenido, sir Tommy.

domingo, agosto 20, 2006

La merienda


La madre de su novia tenía cara de no matar una mosca, pero a pesar de eso —o precisamente por eso— él decidió ser cauteloso. Se esforzó para que su pulso no temblase al tomar la cucharilla del azúcar, y pudo ver con satisfacción que ningún granito cayó fuera de la taza. Usualmente tomaba el té con dos cucharillas, pero prefirió no arriesgarse de nuevo. Al reparar en el cuchillo en forma de espátula, recordó las frecuentes visitas a la casa de su abuela, cuando todavía era un niño. La mantequilla estaba aún intacta y pensó que, por nada del mundo, debía ser el primero en deformar aquel poliedro perfectamente amarillo.

El comedor estaba instalado en una pieza no muy grande. La iluminación era más que aceptable. Observaba el rostro sonriente de su novia, sus zarcillos de perlitas, su cabello liso y brillante. El té estaba hirviendo y él, que sentía una profunda repulsión por los líquidos calientes, se quemó la lengua. Felizmente el hermano de la muchacha hundió el cuchillo en la mantequilla, lo cual le produjo cierto alivio.

En una época no muy lejana había sido un ser ajeno a ese tipo de escrúpulos. Nació y creció en una ciudad atravesada por autopistas y sembrada de edificios colosales. Nadie allí se había percatado de su existencia. Pero, por alguna razón que no viene a cuenta, tuvo que mudarse al pueblo donde ahora vivía, y entonces comenzó a percibir que cierta tendencia a la ofuscación parecía serle congénita: sentía pánico al cruzar las calles libres de tráfico, la tranquilidad de los días le atormentaba, la lentitud generalizada de los ciudadanos le provocaba mareos. Experimentó la sensación de vértigo por primera vez en su vida, cuando descubrió una fotografía suya en la página social del diario local.

Entre la tensión enorme y las ganas de probar la mantequilla, optó por intervenir en una conversación inexistente. Cuando el reloj del comedor campaneó anunciando que eran las seis de la tarde, la madre se levantó de la mesa. No supo por qué, pero intuyó que había desaprobado el examen.

martes, agosto 01, 2006

El antiblog

Soy enteramente consciente de la intermitencia con que voy alimentando este blog, lo cual no es otra cosa que el reflejo de mi ser voluble y desidioso. Unas elecciones presidenciales con peligro de Apocalipsis y un mundial de fútbol insufriblemente glamoroso —ambos con sus correspondientes antesalas y secuelas— han sido los perfectos pretextos para su accidentado desarrollo. Algunos de mis mejores amigos me han deslizado comentarios respecto de mi poca persistencia, a veces con alarma, otras con humor, aunque invariablemente con una buena disposición que se agradece. Que alguien se preocupe por indagar por el blog de uno es conmovedor, habiendo tantos colgados en la web. Una amiga —quizá la más brillante de todos los que tengo— me sugirió que no sería mala idea la de crear un blog que se denomine "El antiblog". Es muy tarde ya para renombrar éste, aunque me encantaría que ella pusiera en práctica su propuesta. Yo simplemente prometo —de vanas promesas hechas a la volada están plagadas nuestras comunicaciones habituales; en realidad ya nadie se las cree— alimentar el mío con más frecuencia.

RAE: Javier Marías, elegido académico en la primera votación




El escritor Javier Marías, "uno de los grandes novelistas españoles contemporáneos", ha sido elegido esta noche académico de la Lengua, en primera votación y por amplísima mayoría, lo que demuestra el elevado grado de consenso que había suscitado su candidatura.
Marías (Madrid, 1951), ocupará la vacante de Fernando Lázaro Carreter en la Real Academia Española y su candidatura fue propuesta por Arturo Pérez-Reverte, Gregorio Salvador y Claudio Guillén.
Salir elegido en primera votación es muy difícil, porque se necesita el apoyo de dos tercios del total de académicos en posesión de su plaza, que actualmente son 42.
A la sesión de esta noche han asistido 31 académicos y seis votaron por correo. En esa primera ronda Marías necesitaba un mínimo de 28 votos y logró 29.
El secretario de la Academia, Guillermo Rojo, visiblemente satisfecho, ha afirmado que "es rarísimo" conseguir un consenso tan amplio como el logrado por el novelista, "aunque se sea candidato único", y ha destacado la importancia de la obra de Marías, traducida a 34 idiomas.
El escritor Javier Marías ha dicho que es "un honor" para él haber sido elegido miembro de una institución "ilustrada, civilizada, laica, culta e independiente como es la Academia de la Lengua, con tres siglos de antigüedad".

MEMORANDUM INFORMATIVO-ESPECULATIVO: JUAN RULFO®



Noticia de último minuto: Los herederos del escritor mexicano Juan Rulfo® han logrado registrar su nombre como marca comercial, tal como habían anunciado semanas atrás. Estos mismos herederos habían hecho público su deseo de retirar el nombre del escritor del Premio Internacional de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo®, que se entrega en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara®, porque desde su punto de vista “no se estaba haciendo un buen uso del mismo”.
Comienzan las especulaciones. Es aún prematuro, empero, para concluir si el prestigioso certamen literario tenga o no que modificar su denominación. A partir de ahora tal vez los editores deban cuidarse de poner Juan Rulfo® (o Juan Rulfo™, para las traducciones al inglés) en las cubiertas de Pedro Páramo® o El llano en llamas®. Mientras tanto la tremenda bronca entre la familia y los organizadores de la FIL de Guadalajara® sigue en pie. Está cabrón, como diría alguno de los personajes de Diablo Guardián® de Xavier Velasco® o de Amores Perros® de Alejandro González Iñárritu®.
Al margen de cualquier aproximación lúdica, chismosa o tremendista, me he puesto a pensar (¡A veces se me ocurren unas cosas!...) que tal vez estemos siendo testigos inconscientes de una paradoja en plena gestación.
Intentaré explicarme:
1. Los trabajos literarios, al igual que toda la amplia variedad de trabajos creativos, son protegidos internacionalmente por la legislación sobre derecho de autor o copyright. De acuerdo con ésta, una vez muerto un autor sus sucesores son titulares del derecho de exclusividad sobre su obra por un término de 50 años (es de suponerse que los abogados de Dan Brown® y Paulo Coelho® les hayan advertido que si quieren dejar asegurados a sus descendientes, deberán cuidarse de hacer excelentes inversiones financieras o inmobiliarias. No sólo porque corren el riesgo de que sus libros pasen al olvido, sino porque aún manteniendo su popularidad, en alguna fecha pasarán inexorablemente al dominio público y entonces el sueño habrá concluido: ¡adiós a la fiesta de los derechos de autor y las regalías!).
2. La protección de las marcas, en cambio, permite su renovación periódica, de modo que cumpliendo con un simple trámite los titulares mantienen sus derechos exclusivos. La denominación Coca-Cola® fue utilizada por primera vez en 1886, el mismo año en que se publicó El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde®. Pero mientras el uso legítimo de esa marca sigue correspondiendo en exclusiva a los fabricantes de aquel brebaje negro y meloso, que poco o mucho tendrá que ver con su antecesor de 1886, la novela de Stevenson® puede ser utilizada libremente por cualquiera que desee, digamos, rodar una película de dudosa factura.
3. ¿Qué pasaría si los herederos de otros escritores intentaran imitar a los de Juan Rulfo®? ¿Será tarea fácil comercializar las obras de un escritor sin mencionar su nombre? En el caso de El Código Da Vinci® pudiera ser. Pero se me antoja que no en el del Ulises®, o de En busca del tiempo perdido®, o del Libro del desasosiego®. Cuando un escritor adquiere la condición de celebridad pareciera imposible divorciar su obra de su sombra tutelar. Pudiera ser entonces algo no del todo descabellado que a través de la propiedad de una marca registrada, los herederos de un autor conserven cierto control sobre su obra por un término indefinido.
4. Es cierto que en ocasiones los derechos de exclusividad reconocidos por el copyright han justificado pequeñeces mentales y egoísmos absurdos —María Kodama®, la viuda y ex secretaria de Jorge Luis Borges®, es para muchos una especie de bruja o perro de presa inefable; los sucesores de Ramón del Valle-Inclán® fueron, durante muchos años, el principal obstáculo para la edición de sus Obras Completas—. Todo esto puede afectar las expectativas de los lectores y entorpecer odiosamente la labor de los editores, qué duda cabe. Sin embargo estos ejemplos, por más negativos que sean, carecen de relevancia alguna frente al supremo derecho de todo ser humano de legar a sus descendientes los bienes que adquirió legítimamente en vida, más aún cuando éstos fueron creados por él mismo.
5. Por momentos pareciera que en la lógica que informa al copyright, subyace una desvalorización de las creaciones del intelecto con relación a otras categorías de bienes: un mortal adquiere un predio, y éste puede pasar a sus descendientes, de generación en generación, mientras que un pintor o un escritor está privado de esta posibilidad respecto de la obra que él mismo ha creado. La tan mentada inmaterialidad de las obras intelectuales no justifica esta discriminación; de hecho podemos sustituir el predio de nuestro ejemplo por acciones de bolsa o bonos soberanos, sin afectar a ningún heredero. Tampoco parece aceptable el típico argumento law and economics® en el sentido de que los derechos de autor son un incentivo para el desarrollo de la creatividad, y que, por ende, se reconoce a los creadores y a sus herederos la exclusividad de ciertos derechos sobre la obra por un periodo de tiempo determinado, finalizado el cual ésta pasa al dominio público. ¿Y entonces por qué los bancos y las fábricas no pasan al dominio público luego de un periodo de tiempo posterior a su organización o creación? ¿Es que acaso no se quiere incentivar el desarrollo de la banca y la industria?
Me parece que hay mucho de absurdo, de discriminatorio, de helado pragmatismo en la manera en que se han organizado estas cosas. Nunca ha dejado de resultarme grotescas y desmesuradas aquellas noticias que anuncian que Bill Gates® o un jeque árabe o un banquero japonés ha adquirido por un precio descomunal algún óleo o manuscrito creado en medio del tormento espiritual y la pobreza material de su autor. Frente a semejante panorama, quizá convenga a los herederos de Juan Rulfo® registrar el rostro de su célebre antepasado como marca comercial. Podrían hacer buen dinero si algún día se pusieran de moda las camisetas estampadas con caras de viejetes risueños.

NOTA DEL EDITOR: Ante las dudas que este caótico ensayo plantea, se ha considerado conveniente incluir, de conformidad con las leyes y tratados internacionales vigentes sobre la materia, el rótulo ® junto a aquellas denominaciones que, según nuestra razonable entender, pudieran ser objeto de derechos por parte de terceros.

domingo, julio 30, 2006

¿Sería Paul Auster tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?



"¿Tú crees que Paul Auster podría ser tan buen escritor si no fuese tan fotogénico?" Fue la primera cuestión (supongo que espontánea) que planteó mi amiga Batirtze cuando, según lo planificado, nos encontramos en la librería Noctua para luego irnos a tomar un café en el Arábiga. Tenía en sus manos un ejemplar de Experimentos con la verdad, editado por Anagrama, y habría podido decirse que contemplaba con añoranza la fotografía impresa en su solapa. No era una tonta cualquiera lanzando preguntas etéreas o intentando hacerse la interesante. Acababa de ser admitida al doctorado de filosofía en Austin, y sabía que no necesitaba hacer grandes esfuerzos para salirse del molde de lo común. Por esos días se preparaba para marcharse de Los Palos Grandes.
"No lo sé", me aventuré a responderle fingiendo desinterés: "además hasta ahora siempre he tenido el mismo inconveniente con sus libros: he sido incapaz de soltarlos, me han absorbido al punto que cualquier otra lectura me ha resultado prescindible, al igual que ir al cine o al supermercado, o llevar mi ropa a la lavandería".
Quizá incluí en mi breve explicación al supermercado y la lavandería, debido a que el primer libro de Auster que leí fue Leviathan, durante la época en que era becario en Cornell. El hecho de que Batirtze estuviese ad portas de volver a ser estudiante hizo que, casi sin quererlo, me remontara a aquella época.
Salimos del local luego que ella pagó el libro.
Alrededor de dos años más tarde, pasé por El Virrey para encontrarme con Carla, una amiga a quien había dejado de ver por muchos años y que, por una increíble coincidencia, no sólo estudiaba en el mismo programa de doctorado, sino que además se había hecho íntima de Batirtze. Como había llegado con unos minutos de anticipación, me dispuse a recorrer con la vista el interior de la librería con la intención de localizar a David o a Walter. Pero mi teléfono celular comenzó a timbrar. Era Carla, explicándome que había ido directamente al Delicass pues estaba hambrienta y prefería visitar la librería después de la cena.
El cambio de planes no me molestó en lo más mínimo.
De vuelta a la calle me sorprendí al reconocer en un peatón cualquiera el rostro de un antiguo compañero de Cornell, un joven boliviano que, hasta donde había tenido noticia, se había quedado trabajando en una firma de abogados de Nueva York. Él también me reconoció. Nos saludamos con afecto, hablamos rápidamente de lo que cada uno hacía (como era de esperarse, él estaba en Miguel Dasso por cuestiones de trabajo) e intercambiamos tarjetas.
Debo confesar que, desde el primer momento, había quedado maravillado por el magistral tratamiento que Paul Auster brinda a la casualidad, atribuyéndole la capacidad de revelarnos, de manera radical e inesperada, el sentido más profundo de nuestra existencia. De un encuentro como el mío con Marcelo —mi colega boliviano—, tal vez podría él sacar toda una novela.
Cuando finalicé de recorrer los escasos metros que me separaban del Delicass por fin encontré a Carla, quien ocupaba una de las mesas exteriores. Me recibió con su típica sonrisa, amplia y luminosa. Tomé asiento enfrente de ella, y antes de que comenzáramos nuestra charla —ella y yo podemos conversar, literalmente, de cualquier cosa: afortunadamente carece de esa pose de intelectual excluyente y a la vez agobiante que caracteriza a tantos académicos, Batirtze incluida— pude darme cuenta de que había colocado sobre la mesa un ejemplar de Experimentos con la verdad.
"Es un escritor estupendo", me explicó al percibir mi evidente asombro: "el libro es de Batirtze, ella me lo prestó. Mira su fotografía . Es guapo, ¿no?".
Vienen a mi mente estos recuerdos cuando ya he leído los dos primeros capítulos de The Brooklyn Follies y soy consciente de que no podré despegarme de ella hasta finalizarla. ¿Será producto de la casualidad que uno siempre termine atrapado por las novelas de Paul Auster?

El visitante inesperado


Una noche húmeda de agosto, mientras Ana y las niñas se concentraban en una de sus sempiternas partidas de monopolio, alguien tocó el timbre.
Consecuentemente me tocó a mí abrir la puerta.
—Hola Juan. Soy Alfonso, tu padre —se anunció el visitante inesperado con una voz cavernosa y ajena a todo remembranza de mis años pasados. No podía dejar de identificarse de esa manera. Explícitamente. Yo era un niño muy pequeño cuando una mañana le anunció a mamá que saldría a comprar el pan. Nunca regresó a casa. Hacía más de treinta años de eso.
Mi concepto de tiempo se revolvía como una masa de abstracciones sin sentido. Nuestro parecido físico me resultaba incuestionable (quizá porque durante muchos años oí decir que yo era la viva imagen de mi padre fugitivo. Luego crecí. O los que me lo decían se fueron alejando o muriendo). Me sentí entonces como contemplando mi imagen reflejada en un espejo futuro. El mismo rostro ovalado, la nariz prominente, los ojos negros y miopes. Pero también la ausencia casi total de cabello, la piel marchita, el cuerpo encorvado, las manos ennegrecidas e invadidas de arrugas.
—¿Quién es? —gritó Ana desde el comedor.
—Nadie —respondí como un autómata programado en la búsqueda de la discreción y el disimulo. Inmediatamente comprendí que estaba haciendo el idiota, como en años no tan pasados.
El visitante inesperado se mantenía en silencio.
—¿Cómo que nadie?
Quien acababa de hacer esa pregunta aparentemente impertinente era Sandrita, nuestra hija pequeña. Debido a la influencia de sus dos hermanas mayores solía comportarse de una manera mucho más adulta que ellas a su edad. Ana y yo la concebimos al inicio de nuestro segundo matrimonio.
—Sí, ¿cómo que nadie?
Ahora Paula, la mayor, repetía la pregunta. Tenía trece años y recordaba perfectamente el divorcio y los casi dos años en que vivimos separados. Es un decir, en realidad las visitaba casi a diario. A las niñas y a la madre. Ana y yo éramos muy inmaduros, nos habíamos casado cuando aún éramos un par de críos.
Las preguntas y la insistencia con que eran formuladas eran comprensibles. Vivíamos en una urbanización privada al sureste de la ciudad. Difícilmente alguien se hubiera atrevido a llegar hasta ella caminando. Tendría, en todo caso, que haberse identificado en la vigilancia. Pero además era plenamente consciente de que había mucho de justificable en los celos que mis cuatro mujeres desplegaban hacia mí. Tuve una absurda etapa de playboy en que las hice sufrir demasiado.
No se me ocurrió otra cosa que tirar la puerta en la cara del visitante inesperado.
—¿Quién era? —me preguntó por fin Laurita, nuestra segunda hija, siempre vivaz y con enormes ojos, cuando me vio regresar a la sala de estar. Es una actriz, una imitadora nata. Sabía que intentaba intimidarme con el tono supuestamente serio de su voz.
—Nadie —respondí.
—¡¿Cómo que nadie?! —repitió Ana, ya un tanto fuera de sí— ¿Acaso nos vas a decir que era un fantasma?
Pensé en contestarle que sí, pero intuía que ésa sería una decisión errónea.
—Quise decir que nadie fuera de lo común —expliqué por fin—. Tan sólo papá de vuelta de la panadería.

Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad, de Armando Luigi Castañeda (algunos fragmentos)

Aquí comienza la última versión de la novela.
El capítulo anterior, el primero, lo escribí hace varios años. Era un e-mail para los amigos de Sudacalandia, convertido en cuento de concursos, acabado en inicio de novela.
Explicar cómo la novela llegó hasta este punto no viene a cuento ahora, lo dejo para el final.
En teoría, ésta es una novela de suspense. Como el misterio era un poco mierda me lo cargué. Y es que en vez de centrarme en el argumento, como se supone que hay que hacer, me ponía a desvariar sobre la experiencia de migrar, porque era el tema que, en esa época, me ocupaba.
Sin ton ni son me veía hablando del aburrimiento de los primeros días, cuando llegamos, con el piso vacío, sin conocer a nadie, y sin pasta para salir. De haberlo sabido, hubiera pagado un container para traer embutidos a familiares, amigos, objetos personales, malandros, autobuses, carajitos de los que tiran piedras en la autopista, mosquitos, calor, lluvias tropicales, aguardiente El Recreo, perros callejeros, etc., y me habría fastidiado como allá, ni más ni menos, exactamente igual.
En Sudacalandia pasaba el día cascándomela y leyendo. Por eso tenía una biblioteca bien surtida. Pero no pude traérmela y se la vendí a un amigo por mil dólares, con los mil (a dólar la unidad, precio de mercado) clásicos invalorables de la literatura universal (comprados de segunda mano, amarillos, olvidados, y sucios, envejecidos en el negocio de un tipo que sufría analfabetismo), y mi colección completa de ediciones especiales de Playboy, publicadas entre octubre de 1987 y noviembre de 1998.
Sin libros ni revistas me quedé ocioso y tuve que cambiar de hábitos: compré un ordenador barato y me dediqué a escribir y a coleccionar imágenes de actrices y modelos desnudas sacadas de internet.

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Música
Aunque no lo parezca, la única sala de conciertos de Barcelona es el Auditori, que está hundido en un edificio con fachada de Ministerio de Fomento, venido a menos, arquitectónicamente, desde su inauguración.
Como todavía no habíamos conocido a Clara no teníamos forma de conseguir entradas gratis para el Auditori, y como Antonia no quería pagar para entrar a ningún sitio, tuvimos que conformarnos con ir al Conservatorio del Bruc, donde había conciertos cada jueves, entrada libre.
Presentaban un arreglo del Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen.
El público era todo de gent gran, vejetes.
Primero pensé de puta madre, así me ahorro oír a los bebés berreando, al gracioso que grita «¡Métele la teta!», a los carajitos jugando en el pasillo, y todos los demás azotes de las salas de concierto sudacas.
Pero me equivoqué.
El pianista no había terminado de empezar cuando la mitad del auditorio estaba hablando y la otra mitad mandando a callar a la mitad primera. A nadie le interesaba el Cuarteto ni el fin de los tiempos ni nada, sólo hablar y, sobre todo, mandar a callar. Revisé el programa, buscando cambios del tipo Concierto para piano preparado y dientes postizos o alguna otra mierda experimental de estas. Pero el programa decía Cuarteto para el fin de los tiempos, nada más, y yo sabía de qué iba, era uno de los ochocientos CDs que me traje de Sudacalandia, y no tenía nada que ver con vejetes hablando.
Habíamos caminado más de diez calles desde Castillejos 252 hasta el conservatorio del Bruc para oír al piano, no a los vejetes. Me giré y le puse mi cara de «te voy a dar un vergajazo» al vejete que le hablaba a la espalda de mi silla. No le importó mi cara, siguió hablando.
Me incliné para adelante pero seguía escuchando la voz que explicaba dónde le dolían las hemorroides y el método digital usado por su mujer para poner el tema en su sitio.
Volví a girarme, a poner cara de «ahora sí te voy a dar tu vergajazo» y a ser tratado como un cara de culo.
El ancianito estaba seguro de que no lo tocaría.

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Aturdido por apariciones como ésta el protagonista de la novela de suspense (que soy yo) no tuvo más opción que preguntarle a un amigo psiquiatra qué carajo podía hacer para no ver sospechosos por todas partes. Pero el amigo psiquiatra (Slavko Zupcic, Sucio, en español) pensó que mi paranoia era chiste, ejercicio literario, o algo así. Y es que Slavko, además de psiquiatra, es escritor, y juntos formábamos, en V., la escuela literaria de V., que agrupaba a los narradores menores de treinta años más prestigiosos del país (nosotros dos, indiscutiblemente). La escuela de V. se caracterizaba, sobre todo, por la profunda y sincera búsqueda y reflexión escatológica, en el buen sentido de la palabra. Slavko llegó, por ejemplo, a publicar en el principal diario del país un cuento en el que narraba las reflexiones del muñón de la pata de un perro cojo obligado a sodomizar cada noche al amo del perro. Alta escatología.
Slavko no sólo se negó a tratar mi paranoia (la del protagonista de la novela de suspense, que era yo), sino que además me hizo invitarlo a tomar cervezas, para pagarle el no sé qué.
En una mesa de un bareto, en Gracia, estábamos comentando el concierto de Messiaen cuando, no sé cómo, saltó a la conversación el antiguo profesor de acordeón de Antonia:
-Ese maestro Casas es un personaje interesante, es un viejito enano y flaco, de aquí de Cataluña, que tiene toda la vida allá -dije yo, mirando a Clara.
-Se fue por lo de la guerra -Antonia.
-Compone unas cosas stravinskeanas no tan malas... creo que tiene mucho futuro, pero el problema es que ya se va a morir -yo.
-¡Cónchale, no digas eso! -Antonia.
-Joder, pero es que se está acabando, ya casi no camina y huele mal. ¿Qué edad tiene? -yo.
-¿Tú sabes que ese carajo cuando llegó allá era albañil, y comenzó a dar clases de música por una apuesta que ganó en un bar? -Slavko.
-¿Cómo es eso? -Antonia.
-Apostó que podía tocar Para Elisa con la nalgas y ganó -Slavko.
-¡Qué mentira! -Antonia.
-Eso no se puede, mojonero -yo.
-¡A pues, te lo juro poeta, el tipo tocó Para Elisa con las nalgas! -Slavko.
-¿Y tú de dónde sacas eso, quién te lo dijo? -yo.
-Mi tía, Petrica Saldivia -Slavko.
-¡Ah, la que toca la Patética con las tetas? -yo.
-Claro, esa misma, la que tocaba el principio de la Patética con una teta -Slavko.

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Me fui detrás de la pareja y entré a las callejuelas medievales del Barrio Gótico por entre las tiendas de estética miamera que venden ropa china a precios europeos; leí los carteles orinados que anuncian «Sentimiento Muerto en el Palau Sant Jordi»; aprecié las manchas imborrables del vómito turista; desoí los anuncios de «Se solicita camarero/a», sueldo sudaca en un restaurante con dos estrellas Michelín; sonreí con los negocios de tatuajes y piercings antiglobalizadores, made in U.S.A.; recibí las gotitas de agua sucia que caían desde los balcones ruinosos de los edificios dieciochescos; me cuestioné los teléfonos públicos con llamadas internacionales pero con los auriculares rotos; sentí hartazgo de los forn de pa con productos típicamente catalanes a precios típicamente suecos; me adelanté a las patrullas de la Guardia Urbana que te pisan el culo para que no esté a disposición de los inmigrantes ilegales, uno de ellos vestido mimo naranja, parodiando graciosamente la forma de caminar de los viandantes en la Plaza del Pi, hasta que se detuvo una patrulla y el mimo naranja se escurrió entre la turba con su falta de papeles, dejando muerto al lugar donde, en el 91, me bebía cada día media botella de vino sentado tranquilamente en una mesa, leyendo, escribiendo, mirando, la Plaza del Pi, convertida en caricatura de un Montmatre ya caricatura de por sí.

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Dice la novela de suspense (ésa que ahora es un thriller, con el hombre piercing como protagonista) que después de ver el cadáver del abogado me fui vomitado, aunque limpio, a Castillejos 252, donde Antonia me estaba esperando cabreadísima por las llamadas que hizo el abogado del desahucio antes de ser cadáver, según este libro, y ¿por qué cambiaste la computadora? ¡¿Qué?! La computadora, ¿por qué la cambiaste?
Claro, es eso, en realidad.

En la mañana, antes de salir, sospechando por el hostigamiento de los últimos días que Antonia estaba a punto de sufrir otro de sus episodios cíclicos de furia, separé en el ordenador mi área de trabajo para que no encontrara la excusa de su crisis en los navegadores de internet o en esta novela. La última vez dijo que iba a romper esta mierda (la computadora), y lo ejemplificó dándole una patada.
Yo me asusté, no tanto por el ordenador, sino por las fotos que había bajado de internet y, también, por esta novela, que es una mierda como el ordenador, pero una mierda que he estado evacuando durante unas cuantas horas. Todavía no tenía la grabadora de CDs y no había hecho respaldos de nada. Me pasaba el día bajando fotos y escribiendo, y desmadrar la computadora hubiera sido como quitarme varios meses de vida, a patadas.

Para separar mi área en el ordenador creé un nuevo usuario y escribí la contraseña cacadepajarito. Pensaba que Antonia no podría descubrirla, aunque en V. consiguió adivinar la entrada al área secreta de mi agenda electrónica, la clave numérica de mis maletines, la llave del armario donde guardaba mi colección de revistas Playboy, y el sitio donde escondía las fotos de mis antiguas novias desnudas... de todos modos, estoy casi seguro de que a Antonia no se le ocurrirá pensar que la contraseña en el ordenador es cacadepajarito, que la primera letra es «c» de caca y la última «o» de pajarito.

La idea de separar mi área en el ordenador funcionó: Antonia siguió estallando cíclicamente, pero tuvo que usar excusas tan sorprendentes que me dejó convencerla para ir a un psiquiatra y estrenar el seguro privado que contraté obligado por los trámites de mi nacionalización.
La psiquiatra, que tenía su consultorio en Sarriá, un barrio de la zona alta de la ciudad, me preguntó cómo me sentía. Bien. Si extrañaba a mi familia. No, desde los diecisiete años ya tenía ganas de venirme a vivir a Europa. Y entonces ¿tú qué haces aquí? Es que hemos tenido problemas, y pensamos que era mejor hablar con un psiquiatra antes de que fuera peor. Y ¿por qué son los problemas? Pregúntale a ella.
Le preguntó.
Salieron las páginas de internet, las infidelidades de cuando éramos novios, etc... La psiquiatra le recetó a Antonia unas pastillitas y le dijo que tuviera paciencia, que la experiencia de migrar siempre es difícil... «¡Pero si las crisis ya le daban en V., coño!», estuve a punto de gritar, pero preferí no abrir la boca.
A mí la psiquiatra no me recetó nada; supongo que mi cabeza es la puta hostia.

Reencuentro con el Dr. Diablo (A propósito de Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad, de Armando Luigi Castañeda)


Cuando éramos algo más jóvenes, Armando Luigi solía espetar a la cara de los demás que tenía el proyecto de convertirse en escritor. Para ese entonces siempre llevaba consigo un pequeño cuaderno de hojas ajadas donde a ratos esbozaba, a mano y con bolígrafo negro, los futuros textos de Mujer desnuda mirando a un enano negro arrodillado, su primer y celebrado libro de cuentos. Era tal vez esa conducta un mecanismo de defensa contra los arteros ataques al intelecto y el buen gusto que estaba obligado a sobrellevar en su condición de estudiante de derecho de la universidad pública de V. La posesión fiel de ese cuaderno, que día a día iba llenándose con textos que hacían de lo absurdo y lo desmitificador una postura estética, así como su actitud personal un tanto macarra y desentendida del mundo, convirtieron a Luigi en una especie de personaje de culto en la sala de pasantes de una firma internacional de abogados de cuyo nombre no quiero acordarme. También tenía su ubicación en esa sala de pasantes otro aprendiz de abogado, que era además un eximio pianista, compositor anónimo y erudito bibliográfico; un personaje verdaderamente novelesco que, como si se tratase de un émulo caribeño de Kant, nunca salía (ni saldrá, apostaría a ello) de los límites geográficos de V.
Tal vez por mi innata e incorregible torpeza para el merengue y otros bailes de características similares, mi existencia había transcurrido por los cauces del aburrimiento más superlativo a partir de mi llegada a V. Tal condición cambió radicalmente desde que me instalé en aquella sala de pasantes y las largas pláticas con Luigi y nuestro común amigo músico (no voy a mencionar su nombre, fue el único de los tres que permaneció e hizo carrera en aquella firma y sospecho que una revelación de este tipo podría alterar su burguesa tranquilidad de pater familias) se hicieron una diaria necesidad. El contacto frecuente con este par de colegas fue, sin duda, uno de los factores que me animó a escribir narrativa, y no únicamente versos como lo venía haciendo. Escribí varias cosas que aún conservo, algunas incluso las he publicado en este blog, otras fueron materia prima para otros proyectos.
Tanto Luigi como yo nos habíamos marchado de V. más o menos por la misma época, aunque con destinos bastante diferentes. Hace pocas semanas, sin embargo, una amiga en común, también ex alumna de la universidad pública de V., me facilitó su dirección electrónica. En alguna de nuestras primeras charlas de Messenger, Luigi me confesó que no se considera un escritor, sino alguien que escribe. Como soy consciente de que se trata de un tío nada adicto a los clichés, me quedé pensando en esa distinción que seguramente encerraba alguna idea inteligente. Me percaté de que un economista no tenía que ser alguien que economiza, como tampoco un abogado alguien que aboga ni un ingeniero alguien con ingenio. Las corporaciones educativas, y su arbitraria legitimidad para otorgar títulos con reconocimiento social, no sólo han sido capaces de desvirtuar el esquema maestro-aprendiz al que tanto debe nuestra cultura, sino también de trastocar el sentido original de las palabras. ¿Será posible un escritor que no escriba? Quizá algún taller literario o alguna facultad de creative writing de universidad gringa tenga la solución para este enigma.
El hecho de que Luigi no haya optado por las poses ni las frivolidades asumidas por tantos que pretenden vivir de la escritura, no ha impedido que siga escribiendo, y de qué manera. Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad, su última novela aún inédita, es, en mi modesta, subjetiva y desautorizada opinión, literatura en estado puro. Sin ningún tipo de pudor Luigi mezcla los diversos géneros, extrapola la crónica con el cuento, se interna por los caminos del verso como preámbulo al hondo mar del ensayo. Todo esto además con el trasfondo de un humor que nunca decae, pero que tampoco opaca el sentido más profundo de la narración. Siempre he pensado que el humor en la narrativa es, por manido o por vilipendiado, un elemento cuya utilización comporta enormes riesgos. Sea como espectador o como creador, uno tiende a caer en la tentación de los lugares comunes; no es casual que tendamos a reirnos de los mismos gags o a repetir los mismos chistes (quien no lo crea que revise la filmoteca de Chaplin o de Buster Keaton, o por último que vea unas cuantas entregas de El Chavo del Ocho). Esto quizá explique por qué más de un autor "divertido" termina imitándose a sí mismo y haciendo la parodia del escritor vigente y en actividad, y quién sabe si hasta ganándose el Premio Planeta.
Barcelona para Sociópatas- Guía de la Ciudad tiene un inicio que atrapa: una pareja de Sudacalandia —Armando, abogado con ínfulas de escritor, y Antonia, violoncelista— aterrizan en Barcelona, sin otro patrimonio que las remesas de una beca incierta y ocho mil dólares en la faltriquera. Se deciden a alquilar el menos malo de los pisos posibles, e inician su andadura al interior de una sociedad catalana a la que Armando no deja de observar con una mezcla de extrañeza y desconfianza. En su condición de buen salvaje, con varios títulos universitarios, conocimiento de idiomas y un amor desmedido por Bach, Armando despliega una visión de la vida en la que su complejo de superioridad encuentra eco y proyección en una singular capacidad para ironizar y hacer el idiota: "En Sudacalandia existe la fantasía de que toda España, excepto Barcelona, es una tierra de bárbaros, pero cuando uno vive aquí se da cuenta de que hay mucha más actividad cultural en las capitales sudacas, sobre todo, si consideramos los atracos, asesinatos, accidentes de tráfico, palizas y peleas callejeras, hurtos y arrebatones como manifestaciones naturales del teatro de calle local". Las evocaciones autobiográficas —efectivamente Luigi vive en Barcelona y está casado con Antonia, que a su vez toca el violoncelo— que pudieran parecer tan evidentes, son presentadas aquí como elementos de una imaginación prolífica. Éste, me parece, es uno de los puntos fuertes de la novela. Personajes como el Hombre-Piercing, un yonqui proveniente de V. a quien Armando reencuentra en alguna calle durante una caminata, o Slavko Zupcic, el talentoso escritor de V. e íntimo amigo de Armando, son de una irrealidad absoluta, lo cual no impide que en el contexto de la narración lleguen a ser creíbles. Rememoro algunas facetas de la vida de Luigi que yo conocí directamente y que podrían ser excelente materia prima para más de una novela. Las mismas publicaciones de su primer libro de cuentos y de La crisis de la modernidad, su primera novela, fueron acontecimientos inusitados. Recuerdo el espontáneo comentario de uno de los abogados más notables del despacho, cuando tuvo entre sus manos un ejemplar de Mujer desnuda mirando a un enano negro arrodillado: "¿Y desde cuándo se gasta tanto real en editar estas vainas?". Se trataba de un sujeto simplón e insípido que, hasta donde tengo noticia, sigue haciendo buen dinero con el negocio del derecho a pesar de los vaivenes políticos y económicos de Sudacalandia, o tal vez debido a ellos. Seguidamente miró el rostro impávido de Armando por unos segundos antes de decir, con una benevolencia digna de mejor causa: "Así que lo lograste, ya eres todo un escritor, Dr. Diablo".
Una noche cualquiera —si mal no recuerdo sobre el final de los actos culturales que el despacho había organizado por el día de la secretaria— Luigi y yo terminamos absolutamente borrachos e ingiriendo unas hamburguesas callejeras en alguno de los quioscos instalados enfrente de Casa V., a la sazón el más distinguido restaurante de la ciudad. Años después, desde mi ubicación en la barra de Le Coq d'Or de Las Mercedes, donde Adriano González León y yo nos bebíamos unos whiskies y comíamos paté (o me lo comía yo, el maestro es uno de esos bebedores veteranos que jamás ingieren alimentos sólidos cuando toman alcohol), pude observar detenidamente la escena de un carrito de perros calientes siendo asaltado por un mar de jóvenes con resaca. De inmediato me remonté a aquella noche lejana. Me sorprendí a mí mismo evocando con nostalgia un hecho sucedido en V., cosa que hasta ese momento hubiese creído improbable. Recordé que aquella noche Luigi y yo incluso proyectamos escribir una novela conjunta, y que nuestro entusiasmo mutuo llegaría a sobrevivir por algunos días. Éramos jóvenes e ignorábamos que los proyectos de borrachos suelen terminar en el olvido. Hoy en día, sin embargo, por razones diversas ambos hemos abandonado el alcohol, ese acompañante fiel y alborotado de nuestros años juveniles. Quizá sea tiempo entonces para retomar el proyecto, o en todo caso para reformularlo. El balón está en la cancha de ambos, como en los partidos de fútbol simultáneos que suelen desarrollarse durante los recreos escolares.