sábado, julio 29, 2006

El asesinato de la razón



La mentalidad renacentista, caracterizada por su visión sintética y unitaria del universo, intentó descubrir racionalmente las verdades de la creación a través del estudio directo y sin intermediarios de la Sagrada Escritura y los textos de autores de la antigüedad pagana. Fue así que pretendió, entre otras cosas, hallar la clave del misterio de la Santísima Trinidad en las enseñanzas de Hermes Trimegisto, un taumaturgo egipcio erróneamente considerado contemporáneo de Moisés, e investigar las concordancias entre cristianismo, derecho romano y filosofía neoplatónica.
Esta amplitud de criterio derivada de un afán permanente por descubrir la verdad y una fe ilimitada en las posibilidades de conocimiento del ser humano, se encuentra bastante alejada de la mentalidad actual. Tanto el oriente como el occidente se contraen hacia sí mismos, rechazando como malo o al menos poco conveniente, todo aquello que apriorísticamente lea resulta extraño. Signo de nuestro tiempo es la miopía cultural, la estrechez de miras: la vocación por la irracionalidad, en pocas palabras. No es gratuito el renacer de los nacionalismos. Tampoco lo es la progresiva atomización de Europa luego de la caída del socialismo. La muerte de las ideologías no sólo significa el fracaso del Marxismo y su modelo económico, como ingenuamente pensaron algunos liberales entusiastas, sino además la debacle del Estado, institución política por excelencia y producto de la razón humana que como tal, perece frente a la arremetida de sentimientos largamente reprimidos. Las sociedades libertadas optan por la organización de tipo familiar, étnico o religioso donde son comunes la cultura y la sensibilidad, renunciando así a aquella entelequia gestada por los renacentistas y dada a luz por los filósofos de la ilustración. Y esto sucede a pesar de las ventajas evidentes que en teoría, las organizaciones estatales podrían ofrecerles.
¿Qué significa pues esta contradicción, este retroceso? Dar respuesta a esta pregunta sin duda resultaría una tarea desmesurada. No obstante, la casi certeza de que el fracaso de la racionalidad acarreará necesariamente el fracaso de una modernidad ciegamente apoyada por ella, nos hace reflexionar en algún sentido.
Quizá la clave de este resquebrajamiento irremediable esté en los cimientos mismos del edificio de la Modernidad. En su afán por liberarse de axiomas y leyes naturales, los hombres de la primera modernidad reaccionan apoyándose en una característica privativa de los seres humanos y capaz de transformarles en dominadores de la realidad. Vale decir, en la razón. La realidad entonces va a ser totalmente formulada en términos racionales, y a través de esos mismos términos transformada. Desde aquel momento la historia de occidente aparece marcada por una singular dialéctica entre una racionalidad que busca imponerse, y una irracionalidad que reacciona: Humanismo frente a Escolástica, Renacimiento frente a Barroco, República frente a Monarquía, Liberalismo frente a Mercantilismo, no serían más que expresiones concretas de una misma regla general.
Lo extremoso de la fe en la razón que se manifiesta en el choque de la teoría con la realidad empírica de la sociedad humana, explicaría esta lucha, esta dialéctica. La anarquía que vivió Francia durante los primeros años de la revolución es un ejemplo bastante ilustrativo de la insuficiencia de la teoría frente a la riqueza de matices que la práctica suele manifestar. Es que el hombre, en definitiva, no es el creador de la realidad y por lo tanto, no se encuentra absoluta y totalmente capacitado para conocer en su cabal complejidad el funcionamiento de la naturaleza de la sociedad. Resulta entonces un error y una manifestación excesiva de fe, pretenderlo capaz de formular con la sola utilización de su razón, un modelo social o político que prevea, de un modo irreprochable y rigurosamente científico, todas las reacciones posibles de sus semejantes.
Por otro lado, los prejuicios que la irracionalidad conlleva no son más que una consecuencia de aquel error inicial. El adjetivo irracional no debe ser necesariamente expresión de un significado peyorativo: los sentimientos, las emociones, las pasiones son aspectos del ser humano que no pueden ser explicados en un lenguaje racional y que, sin embargo, han sido y serán factores decisivos en el devenir de los pueblos. Sin ellos no podríamos, entre otras cosas, explicarnos cabalmente el sentido del feudalismo, institución política basada en la fidelidad y antecedente medieval del mismo estado moderno.
En este sentido, la vocación actual por la irracionalidad no sería más que la última gran reacción frente a la imposición del modelo racionalista de la modernidad.
Corresponderá en consecuencia al Estado y a la democracia de una supuesta era post-moderna, reacomodar sus instituciones de tal modo que esos aspectos irrenunciables del ser humano a que hiciéramos mención, tengan cabida y expresión. El asesinato de la razón no significa otra cosa, entonces, que la manifestación de esa búsqueda de la felicidad siempre presente en los hombres y las sociedades. Búsqueda que por lo demás, no siempre es concordante en el cálculo racional meramente utilitario. La gran tarea de un Estado que se resiste a ser una institución anacrónica, será la de dar acogida a unos sentimientos humanos largamente olvidados. Quizá así pueda acercarse a ese equilibrio justo ya esbozado por Aristóteles.
(Publicado en el diario El Universal de Caracas el 2 de octubre de 1994)