Pudiera especularse que al elegir al Tirant Lo Blanc como el mejor libro del mundo y salvarlo de la hoguera donde perecerían la mayoría de las novelas de caballería de la biblioteca de don Alonso Quijano, Cervantes terminó elaborando, tal vez sin proponérselo, una inmejorable metáfora sobre el multiculturalismo. Que la obra fundacional de la literatura catalana aparezca elogiada de tal manera dentro de la arbitraria selección que emprenden un cura y un barbero manchegos puede ser tomado, además, como una evidencia elocuente de la importancia y el alcance de lo catalán en la cultura y la sociedad españolas. Está claro, sin embargo, que la complejidad de las situaciones sociales tiende a superar el ámbito de las figuras literarias. Si nos ponemos a observar, aunque sea desde la distancia, algunas de las posturas que han salido a la luz con ocasión del proyecto de reforma del estatuto de Cataluña, no dudaremos un ápice de esta realidad. De súbito la crispación y la altisonancia se hacen presentes como un componente esencial del discurso de la derecha española. El fenómeno no es nuevo. La derecha —con el significado cabal y comprehensivo que el pasado no tan mediato de Europa le concede— no es amiga de la tolerancia, ni de la democracia, ni de la pluralidad, ni de la libre determinación. La derecha ha sido, y por lo visto sigue siendo, territorialista y nacionalista (en ocasiones incluso racista); expansiva y paradójicamente aislacionista. Algunos de los términos que se están empleando en la discusión de la reforma del estatuto hacen revivir viejos fantasmas. Los ecos de la retórica joseantoniana parecen retumbar.
La supuesta inconstitucionalidad que se produciría si el estatuto reconoce la condición de "nación" a Cataluña no es sólo un argumento falaz, sino sobre todo antihistórico. Los defensores de la literalidad del articulo 2 de la constitución, que proclama "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", olvidan —o quieren hacer olvidar— que el estado post franquista nace del consenso y de la voluntad de apostar por la democracia y el pluralismo en un país que se reconoce a sí mismo como multicultural y multinacional. Es precisamente producto de esa voluntad esencial que cada una de las comunidades autónomas es capaz de otorgarse normas de carácter estatutario que, al amalgamarse con la constitución, definen su marco jurídico superior.
La supuesta inconstitucionalidad que se produciría si el estatuto reconoce la condición de "nación" a Cataluña no es sólo un argumento falaz, sino sobre todo antihistórico. Los defensores de la literalidad del articulo 2 de la constitución, que proclama "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", olvidan —o quieren hacer olvidar— que el estado post franquista nace del consenso y de la voluntad de apostar por la democracia y el pluralismo en un país que se reconoce a sí mismo como multicultural y multinacional. Es precisamente producto de esa voluntad esencial que cada una de las comunidades autónomas es capaz de otorgarse normas de carácter estatutario que, al amalgamarse con la constitución, definen su marco jurídico superior.
En la raíz del rechazo al proyecto de enmienda parece latir con renovado vigor el tradicional enfrentamiento entre la libre determinación y la noción de estado-nación, tan cara para la derecha nacionalista. Las experiencias fascistas en Europa —principalmente las de Italia, Alemania y España— han dejado francamente mal parada a esa entelequia tan íntimamente ligada a los conceptos de soberanía y territorio, y que al mismo tiempo presupone la existencia de un vínculo indisoluble fundamentado en comunes factores históricos: cultura, religión, raza. El hecho de que el franquismo prohibiera los idiomas regionales, y hasta el uso de nombres propios que no fueran castellanos, o que Stalin se propusiera rusificar a las repúblicas bálticas mediante el terror y el miedo, demuestra cuán artificiales e impuestos pueden ser esos elementos. La nacionalidad es definible como una situación, un sentimiento o una actitud, pero en todo caso siempre dependerá de múltiples factores. De ahí que no sea un concepto unívoco y excluyente. Esto no sólo es verificable a través de la historia de los pueblos, sino incluso en la biografía particular de un ser humano. ¿Alguien dudaría, en esta época de inteconección y migraciones, que un individuo pueda identificarse con más de una nación, independientemente de su origen?
La manera en que la constitución española reconoce el llamado "hecho diferencial" —vale decir la personalidad nacional, cultural y lingüística que otorga una identidad propia a cada una de las comunidades que conforman el universo de lo español—, y lo toma como base de consenso para la organización política del estado nacional resulta, además de emblemática y vanguardista, una solución para el problema de la organización política cuya eficacia el tiempo ha llegado a demostrar. Que las comunidades sean entes con igualdad de derechos entre sí, y que además su regulación y autogobierno nazcan de una fórmula de compromiso con el estado nacional, explican la viabilidad de esa Nación (con mayúscula, como conviene a las peculiares reglas ortográficas de los juristas) común e indivisible a que alude el artículo 2 de la constitución. La España moderna no es castellana, en el sentido en que la Yugoslavia posterior a Tito pretendió seguir siendo serbia. Las diferencias entre ambos modelos saltan a la vista: estabilidad, democracia y crecimiento por un lado; desmembramiento, totalitarismo y guerra civil por el otro.
A estas alturas conviene no engañarse frente a autoproclamas coyunturales. El publicitado "giro hacia el centro" de ciertas agrupaciones políticas no evita que algunos de sus representantes más conspicuos continúen siendo portadores del mismo discurso tradicionalmente antiliberal que caracterizó al fascismo, y en el que la intransigencia y la verticalidad son ingredientes consustanciales: un discurso en el que la grandilocuencia y el mal gusto aparecen íntimamente ligados a una pretendida visión apodíctica y "totalizadora" de la realidad.
Sería bueno para algunos recordar (o tal vez simplemente escuchar por vez primera) las preguntas básicas que, a partir de Rawls, definen el problema central de la democracia liberal: ¿Cómo es posible que diferentes personas, que poseen a su vez diferentes concepciones de la vida, puedan no sólo vivir juntas sino además participar en la vida política? ¿Cuáles son las características de un sistema político capaz de incluir tal variedad, siendo a la vez estable y justo? Tal vez las respuestas a esas preguntas aparezcan en el modelo constitucional español mejor que en ningún otro: la democracia existe en la medida en que su estructura no se basa en la imposición desde arriba de una doctrina o una visión del mundo, sea ésta producto de la razón, la historia o el dogma. Por el contrario, la democracia nace del consenso en un determinado concepto político de justicia, a partir del cual los ciudadanos —de manera individual o grupal— son libres de construir la vida a su manera o, lo que es igual, su propio mundo. La esfera de lo público se limita entonces a aquellas instancias que, siendo básicas para hacer viable el modelo, aseguran su estabilidad y su permanencia, así como el respeto de las diferencias. El problema de la "Nación única e indisoluble" no es tal a partir de este razonamiento, pues ésta deja de ser definible exclusivamente a nivel político —como pudiera inferirse de una miope interpretación del artículo 2— para convertirse en un concepto complejo, incluyente, y sobre todo abarcador a varios niveles. Es por eso que es posible ser español y catalán al mismo tiempo, al igual que gallego, canario, vasco o andaluz (o incluso catalán y chileno y mexicano, como Roberto Bolaño en las calles de Blanes o en las gradas del Camp Nou).
Los totalitarismos aborrecen la pluralidad porque, por definición, experimentan un profundo temor hacia la riqueza de matices que contiene la realidad. Es por eso que invariablemente se proponen taparla, modificarla, hacerla a su medida; eso sí, poniendo como pretexto la utopía o los supuestos valores superiores. Y en ese esfuerzo las instituciones de la ley se convierten en factores de opresión y de exclusión de lo que sea diferente. No tengo a la mano una estadística que me apoye, pero creo que a nadie sorprendería que la mayoría de los que hace pocos días rechazaban la legalización del matrimonio homosexual en España sean los mismos que hoy se oponen a la reforma del estatuto catalán. Evangelizadores de la bravuconería, intransigentes en función de sueños obtusos, enemigos de lo espontáneo: si España volviese a ser regida por ellos nuevamente se encarcelaría a las parejas de hecho para luego enterrar sus restos fuera de los cementerios públicos.
Algo nos consuela y nos da seguridad: la evolución espontánea de las sociedades y de los seres humanos, en sus múltiples caminos y en sus infinitas variables, termina tarde o temprano imponiéndose. Lo lamentable es que en ese camino se pierdan energías, talentos y hasta generaciones enteras. Cuando en alguno de sus escritos, Ortega y Gasset expresaba que al tolerar las minorías la democracia liberal incubaba el germen de su propia destrucción, pensaba en una sociedad ahogada por la irrupción de las masas que imponen su forma de vida y su estética particular. Sin embargo, es la democracia y no otro sistema la que finalmente permite que la convivencia de los diversos factores —aún de aquéllos que se consideran diferentes o pueden ser calificados de minorías—, sea una opción viable y armónica. Las cartas están sobre la mesa. El reto de una España fuerte y plural continúa en marcha.