Te vi impresa sobre ese papel tan áspero. Debe de ser el papel más barato que existe en el mercado. Me gustaron tu vestido negro y tus piernas tan largas. Y sonreías. Estabas junto a un balurdo que usaba un saco de seda. No recuerdo tu nombre, no tenía la sonoridad del de tu acompañante: Sifrinito Muchorreal, hijo. Qué bolas tienes. Como puedes posar tan sonriente, tan divina junto a un maniquí. Es que tú también eres un maniquí.
Pero no pude dejar de verte. De vez en cuando bajaba la mirada para encontrarme contigo. Y tú seguiste sonriendo. Sonreíste tanto que no pude creerlo, y entonces te arranqué de ese lugar absurdo, de esa fiesta balurda llena de viejos decadentes y muchachitos amanerados. Te llevé conmigo a beber unas Polares bien frías en cualquier bar de Los Chaguaramos y entre las risas de unos estudiantes del interior tú te veías más buena que nunca. Ellos te miraban las piernas con tanta confianza que quién sabe si hasta te llegaste a sentir en familia.
Luego el cansancio, el hambre. Comimos unas arepas en alguna esquina. Tomamos el metro.
Creo que el amor no existe, tan sólo las ganas de estar cerca. Sigo pintando esta pared y una gota de pintura blanca cae en tu rostro. Qué bolas, me digo, habiendo tanto periódico extendido sobre el piso.