domingo, julio 27, 2008

La búsqueda del héroe


Borges afirmaba que los escritores habían olvidado que uno de sus deberes era la épica, pero que Hollywood había salvado el género a través del western. La obra de John Ford es seguramente la prueba más contundente de la veracidad de la afirmación borgiana.

Ethan Edwards, el personaje de John Wayne en The Searchers (conocida en Hispanoamérica como Más corazón que odio y en España como Centauros del desierto, las distribuidoras de filmes siempre haciéndose responsables de este tipo de esperpentos) puede bien representar el arquetipo del héroe épico, dueño de una inteligencia y una fortaleza extraordinarias que, junto a una capacidad singular para el sacrificio, le habilitan para llevar a cabo las acciones heroicas más destacadas, pero no le salvan ni de sus pasiones ni de sus perversiones personales. Ethan Edwards se nos presenta como un energúmeno vengativo, misógino y racista, cuyos antecedentes legales nunca llegan a ser totalmente transparentes. Quizá lo paradójico de esto sea que precisamente estas perversiones parecen ser el motor que impulsa al héroe a la consecución de la hazaña.

Harold Bloom enseña en la introducción de El canon occidental (libro tan polémico como imprescindible), que un texto canónico no tiene por qué encarnar las virtudes morales que comprenden los valores normativos ni los principios democráticos de Occidente. Quizá la literatura épica, como ningún otro género, sepa sacarle partido a esa aparente amoralidad. La Ilíada, por ejemplo, exalta la incomparable gloria de una victoria armada, en la que no han faltado odio, ardides y golpes bajos.

Postular un género épico que esté dentro de los límites de lo que hoy conocemos como lo "políticamente correcto", parece entonces una contradicción insalvable. ¿Será por eso que ya no se estrenan buenos westerns en las salas de cine?

lunes, julio 21, 2008

Una película collage


Segmentar el territorio de una ciudad puede convertirse en un ejercicio estimulante, cuando sirve como pretexto para que diferentes artistas expresen su creatividad y sus ideas desde espacios que intentan asimilarse a compartimentos estanco, pero que en realidad nunca llegarán a serlo. Los resultados serán siempre diversos, eso es evidente, aunque la existencia de un espacio más grande y común proporcionará a los espacios reducidos una atmósfera irrenunciable, una comunidad de referentes, la conciencia del subconjunto que no puede evadirse de los nexos que le atan al conjunto mayor.

Lo anterior se hace aun más notorio cuando nos encontramos frente a una ciudad cuya personalidad resulta avasalladora, por universal e infinita. Pocas pueden darse ese lujo: Nueva York, Londres, tal vez en menor medida Berlín y, por supuesto, Paris.

Las pequeñas y diversas historias que se presentan bajo el título común de Paris, je t'aime, corren alocadamente sobre la pantalla, una tras de la otra, proporcionando una extraña sensación de unidad que sólo se comprende por la presencia de una mirada, casi siempre extranjera, sobre una ciudad sobrecargada de iconos y motivos inspiradores, que le son tan propios como irrenunciables. El cementerio, el Metro, el parque, la inmensa torre de acero, podrían proporcionar, cada uno por separado, una visión completa de la ciudad para un observador foráneo. Tal vez las diversas historias de Paris, je t'aime puedan ser entendidas de un modo más específico por los habitantes de sus barrios. Pero eso es algo intrascendente de cara a la apreciación del filme como una obra de arte colectiva y excelentemente articulada. Una Paris vista e interpretada por extranjeros siempre comunicará la nostalgia de aquello que nos es lejano y, sin embargo, nos creemos con derecho a asumir como propio.

35 años de Artaud

Tal vez la mayoría de fans, e incluso de groupies, de Soda Stereo ignoran que el origen del solo de guitarra que acompaña la versión unplugged de Té para tres, proviene de Cementerio Club, el segundo surco sobre el vinilo de Artaud, el legendario LP que Luis Alberto Spinetta, todavía con los restos de la banda Pescado Rabioso, editó en 1973. Artaud es un disco esencial en la historia del rock argentino. Una combinación de las mejores influencias musicales que la época proporcionaba (la guitarra de Hendrix, los acordes bluseros y progresivos de Yes y Genesis, el misticismo de Dylan), con la poética del surrealismo que Spinetta intentó plasmar, como un alumno aplicado, en cada una de sus letras. La validez de esta fórmula puede ser discutible desde una perspectiva, digamos, ortodoxa, pero el resultado final incluye temas tan indispensables como Todas las hojas son del viento —un poético y sabio decálogo sobre la paternidad—, La sed verdadera, Por y Las habladurías del mundo. Un manojo de influencias para el mejor rock en español que iba a ser desarrollado en los años posteriores, como el propio disco acústico de Soda Stereo lo atestigua.

domingo, julio 20, 2008

Un único desierto, de Enrique Prochazka


La existencia de Enrique Prochazka prueba que la condición de extranjero no es necesariamente accidental, y que uno puede serlo aun permaneciendo en la ciudad que lo vio nacer y crecer. Prochazka escribe, con bastante lucidez y no menos realismo, que "Lima es un conjunto de ciudades enemigas que se disputan un único desierto". Y es precisamente en ese conjunto de ciudades donde el autor ha iniciado su andadura, premunido de una profunda curiosidad intelectual y contando con un background compuesto de las historias, los pensamientos y la comprensión de diversas cosmovisiones, que dicha curiosidad le ha proporcionado. La Lima de Prochazka deja de ser la que se origina y circunda la casa paterna de Magdalena, cercana al Oceáno Pacífico. El autor ha sido capaz de traspasar las fronteras internas e invisibles de la ciudad para experimentar la sorpresa del viajero. Pero también para contrastar esta experiencia con los archivos de una cultura excepcional. No es de extrañar entonces que el relato más salvajemente limeño de Un único desierto, aquél en el que se hace evidente esa disputa entre "ciudades enemigas", tenga por título Cáucaso.

Prochazka llega a la literatura a través de la filosofía, la astrofísica, la geografía y las demás ciencias naturales. Es un erudito que emprende la aventura de narrar tal vez como un medio de drenar sus inquietudes y tender puentes entre sus diversos intereses. Creo que Prochazka, en realidad, no escribe para nadie que no sea él mismo, y que al permitir que otros lo lean realiza una especie de acto de benevolencia. Como también lo hace al dialogar con otros. Su estado natural es el del lector siempre ávido, el del caminante solitario de calles citadinas y grises, y, por supuesto, el del andinista tenaz y arriesgado. Como Borges, parece tratarse de un erudito distante y caprichoso, y no de un maestro accesible. No imagino a ningún principiante sensato llevándole sus escritos. Él -solamente él- tendrá que escoger con quien se junta, qué lee, con quién conversa.

La publicación de una nueva edición, aumentada que no corregida, de Un único desierto, el primer libro de relatos de Enrique Prochazka, es sin duda un acontecimiento editorial que no podrá pasar desapercibido. Acaso también un llamado de alerta para quienes aún pretenden que la literatura sea entendida como una especie de manifestación folklórica emparentada a una sociedad específica.

miércoles, julio 16, 2008

La tentación de lo efímero


Cuando uno se entera de que cientos —tal vez miles— de personas, en ciudades como Madrid o México DF, son capaces de pasarse la noche en vela frente a las puertas de los negocios que comercializarán un nuevo modelo de teléfono celular (por supuesto que con cámara fotográfica, equipo de música, conexión a internet, agenda y miles de características adicionales), uno no puede dejar de preguntarse por el tipo de motivaciones que subyacen en sus mentes. No se trata de conseguir entradas para ver a los Rolling Stones o a U2, ni para una final de la NBA o de la Champions League, situaciones hasta cierto punto comprensibles pues al menos puede existir la esperanza de ser testigo de un suceso único, incluso histórico o memorable para algunos, que podrá ser reseñado pasados los años, y mejor aun cuantos más hayan pasado y sea útil tener algo que decir a los nietos o a los nietos de los amigos.

Pero cuando esto pasa con un teléfono celular con accesorios (o una cámara fotográfica con teléfono, o una computadora con cámara y teléfono; la propiedad conmutativa puede ser utilizada al antojo y conveniencia del marketing), el asunto parece, al menos en principio, bastante más asombroso y menos justificable. Estamos ante un aparato destinado a ser superado por otro similar, que probablemente ya haya sido diseñado o proyectado, y que será lanzado cuando el que hoy le quita el sueño a los consumidores haya copado el mercado y sea menester propiciar la formación de nuevas colas nocturnas. Uno podría sacrificar el sueño por algo que trascienda, pero nunca por algo destinado a ser obsoleto.

El presente entiende la novedad como la mejor forma de experimentar emociones. Una novedad que rápidamente pierde vigencia, para dar paso a otra novedad, y así sucesivamente. La novedad es, por definición, finita, mientras que la necesidad de experimentar emociones aparece como permanente.

Pienso que el Arte, por su lado, presupone la coexistencia de estéticas tan diversas que únicamente tienen en común un cierto destino imperecedero. No existiría, en consecuencia, mejor medio para experimentar emociones que la contemplación del lo artístico, pues esto implica satisfacer una necesidad permanente con un objeto cuya vocación es no perecer, o al menos mantenerse en el tiempo. Por eso uno puede emocionarse repetidas veces viendo de nuevo a Shirley MacLaine, corriendo por las calles de Manhattan, en la escena final de El apartamento, o con el baile de Anna Karina y sus amigos en Bande à parte, o releyendo un fragmento de El Quijote, un diálogo de Shakespeare, un poema de Vallejo, o contemplando una y otra vez el lunar rostro de alguna de Las Meninas o el toro crepitante de El Guernica. En todos esos casos la vigencia y la emoción son independientes de la antigüedad o la cronología de la obra.

Uno en cambio no puede sentirse conmovido al utilizar un teléfono celular de dos años de antigüedad. Ni tampoco escribiendo en una laptop Pentium 2, ni viendo la tele en un Sony Trinitron de pantalla verde. En ese ámbito, la emoción es necesariamente momentánea, pese a lo que intenta transmitir los mensajes publicitarios.

Tal vez cada vez haya menos gente dispuesta a contemplar el Arte, y mucha más inclinada a las sensaciones efímeras que aporta la moda o la tecnología. ¿Podría no caer en el barbarismo, una sociedad que se ciega a la contemplación estética en su versión más elevada, y se torna adicta a las bondades transitorias de los aparatos? Difícil de imaginar. En todo caso, me da la impresión de que dicha sociedad sería menos refinada que la nos legó un ídolo maternal con forma de globo, una escena de caza pintada en la profundidad de una cueva, el impresionante perfil de un bisonte.

sábado, julio 12, 2008

El rostro de Eva


Pese a la diferencia de edad que nos separaba, me daba cuenta perfectamente de que Eva era, de lejos, la más atractiva de las amigas que tenía mi madre. No sólo debido a su singular belleza física, sino también a que sabía conducirse con una categoría que resultaba bastante atípica dentro de ese grupo de mujeres de la comunidad. Solía visitar nuestra quinta de la avenida Anauco, en pleno San Bernardino, sobre todo con ocasión de las fiestas que mi madre comenzó a tener por costumbre organizar desde que mi padre se divorció de ella.
“Tienes que apoyar a Sarita, se ha quedado sola y eso nunca es bueno para una mujer de su edad”, me recomendaba mi padre cada vez que lo visitaba en su joyería de La Francia (a su nueva casa de Los Chorros casi no iba), haciendo uso de esa irregular mezcla de vehemencia y sentimiento de culpa tan suya, y que hoy en día me parece una especie de tópico cultural. En todo caso, desde mi perspectiva adolescente sentía que el mayor apoyo que mi madre requería de mí era que actuara de manera solícita en sus reuniones, donde invariablemente hacía las veces de bartender y mesonero.
No la pasaba mal en aquellas fiestas. Normalmente era el único ser del género masculino que estaba presente pero eso, tal vez porque era demasiado joven y la mayoría me conocía desde niño, constituía un detalle que era fácilmente olvidado por las asistentes, y entonces podía distraerme a mis anchas escuchando los cuentos y las fanfarronerías de ese grupo de mujeres adultas y solitarias. Había mucho rencor en sus discursos particulares, es cierto, pero también bastante sentido del humor y, sobre todo, abundantes dosis de irreverencia. Supongo que algo parecido a lo que sucede en las peluquerías o en los salones de belleza. Y además se bebía realmente mucho. Tengo la impresión de que en los años setenta las mujeres de Caracas ya se sentían lo suficientemente liberadas como para consumir alcohol en cantidades industriales. Aprovechaba de esa ocasión para poner en práctica varias recetas de cocteles que yo mismo me inventaba. Mezclaba licores diversos con jugos naturales o con aguas gaseosas. El de ginebra, ron, Fanta, Coca Cola y Seven Up, con un toque de Curaçao, era uno de los favoritos. Dana, una mujer narizona y rubia que había quedado viuda con dos hijos, lo bautizó en mi honor con el dudoso nombre de “Jacobito”.
“Eres un buen muchacho, Jacobito, siempre tan leal con tu mamá. Ojalá que mis hijos sean como tú”, me alabó Dana, ya bastante borracha, la noche en que se le ocurrió la genial idea con que pretendía perpetuarme: “Creo que mereces que ese cocktail tan sabroso se llame como tú”. La verdad es que mi nombre no es Jacobo. Me llamo Isaac, como mi abuelo paterno. Jacobo era el nombre de mi padre, y por esa razón muchas personas de la comunidad — adultas, sobre todo— me conocían como Jacobito.
Eva nunca probó un Jacobito, ni nada que se le pareciera. Bebía exclusivamente vino blanco bien frío, aunque de un modo bastante moderado. Siempre se comportaba muy sobriamente. Se reía con las ocurrencias de las otras mujeres, hablaba generalidades, pero nunca de nada verdaderamente personal. No había tenido hijos y su ex –esposo, —un destacado cardiólogo del Hospital de Clínicas— la había dejado por una enfermera goy y casi quince años menor que ella.
A estas alturas tengo que confesar algo muy personal: no me han hecho la circuncisión. Mi familia acostumbra no hacérsela a los neonatos desde la época de los pogroms del imperio ruso. Esa decisión de mis antepasados salvó a buena parte de los varones Lubitsch, ya instalados en Checoslovaquia, durante los años de la segunda guerra.
Una noche de sábado, en la que mi madre había organizado una de sus habituales fiestas, Eva entró a nuestra casa con el rostro visiblemente alterado. Vestía impecablemente, como siempre lo hacía, aunque quizá esa vez llevaba más joyas que las habituales. Una de las amigas de mi madre, que había caído rápidamente en una poderosa borrachera gracias a la ingestión de unos cuantos Jacobitos, se disponía a relatar al resto de las asistentes algunas intimidades de su matrimonio recientemente deshecho. La atención de todas estaba inevitablemente centrada en ella. Pero no la mía. Al percibir que Eva no estaba pasando por un buen momento, me percaté de que, más allá de su belleza y su elegancia, podía tratarse de una mujer sola y vulnerable, y sentí que me estaba quedando prendado de ella. Mis hormonas adolescentes comenzaron a crepitar. No sé cómo, ni por qué —siempre he sido más bien tímido para esas cosas, más aún a esa edad— tomé la inverosímil decisión de acercármele.
—Hola, Eva —la dije. Las carcajadas de mi madre y sus amigas seguramente hacían que mi saludo sonara aun más tímido e insulso.
—¡Jacobito! ¿Cómo estás, mi niño? —Eva pareció súbitamente alegre de verme. No recordaba si en el pasado había sostenido con ella algún intercambio de palabras que pudiera ser calificado de diálogo—. ¿Me regalas un poco de vino blanco, cariño?
En el acto la obedecí y fui a buscarle una copa. Eva se la bebió en un par de sorbos. Inmediatamente estiró el brazo, con inequívoca actitud de diva. Decidí que lo mejor sería traerme la botella dentro de un cubo lleno de hielo.
—Está chévere la fiesta —le dije sintiendo la necesidad de hacer algún comentario.
Eva me pidió más vino.
La amiga de mi madre comentaba a voz en cuello que la madre de su ex -marido mantenía el juego de sofás de su casa forrados en plástico transparente. “¡Vieja pichirre!”, gritó y las demás mujeres estallaron en una carcajada feroz.
—Mi suegra nunca me quiso —dijo entonces Eva, mirándome fijamente. Inequívocamente era yo el destinatario de su comentario. Pensé que no iba a saber qué decir ante esa revelación inesperada. Seguidamente me preguntó—: ¿Sabes por qué?
—No —respondí, algo aliviado.
—Porque nunca pude darle un nieto. Por eso.
Rellené su copa de vino. Permanecí en silencio. Las mujeres seguían celebrando las anécdotas de la payasa de turno
—Y seguramente hasta tú ya sabes lo que pasa ahora, ¿verdad?
El tono que empleó para hacer esa pregunta no me resultaba agradable. Además eso de “hasta tú” me sonaba un tanto ofensivo.
—No sé nada.
—Ya lo sabrás. Mejor de mi boca que de la de otro. Ese cabrón de Isi acaba de tener un bebé con su enfermera. Un bebé varón.
Seguí mudo. Mi padre siempre me decía que uno nunca debe perder la oportunidad de mantenerse callado. La amiga de mi madre se había colocado un pañuelo en la cabeza e intentaba imitar a su ex –suegra, mezclando palabras en español y en yiddish.
—¿Y sabes qué? —continuó Eva—: Esa mujer podrá ser más joven que yo, pero nunca será como yo. Es una bicha horrible. ¿Tú crees justo que se le haga algo así a una mujer como yo?
En ese instante me detuve a observar el rostro de Eva. Me pareció perfecto. Sin duda se trataba de la mujer más hermosa que jamás había pisado aquella sala de estar.
—No, definitivamente no —me atreví por fin a responder. Escuché una voz lejana clamando por un Jacobito. Pensé que podía tratarse de mi madre, o de cualquier otra mujer mayor y solitaria. Decidí no responder al requerimiento.
—Pero no sabes lo peor —me dijo entonces bajando el tono de su voz—: La mujercita se convirtió, al bebé ya le hicieron el berit milá.
Eva empuñó su copa. Estaba desolada.
—A mí no me lo hicieron —le revelé entonces pensando que podría consolarla de alguna manera.
—¡¿Qué?! —me preguntó con sorpresa—. ¡Pero si yo estuve en tu bar mitzva!
Entonces mi madre vino hasta mí para reclamarme que no le prestara atención. Una de las mujeres me pidió un vaso de Etiqueta Negra con hielo y soda. Tuve que abandonar a Eva. Cuando terminé de servir los tragos intenté buscarla
, pero ella ya se había marchado.
Nunca más volví a conversar con Eva. Años después se casó con un abogado de Brooklyn, viudo y rico, y se fue a vivir a Nueva York.
Hace unos días una anciana muy delgada y de aspecto distinguido ingresó al negocio del que soy propietario en Coral Gables —una combinación de librería, bar y cafetería—. La escuché comentándole a una de las empleadas que vivía en Naples y que por momentos se hartaba de tanta tranquilidad a su alrededor. Su acento era indiscutiblemente caraqueño. Compró unas revistas y unos libros en español, y se retiró del local. Creí entrever en su rostro arrugado al rostro de Eva, pero preferí no esforzarme en averiguar si estaba en lo cierto.

viernes, julio 11, 2008

Grandes simios

A propósito de la entrada anterior, si me diesen a elegir uno de los manuscritos de Kafka de los que podrían estar en la colección que Max Brod legó a Ilse Esther Hoffe, sin duda me quedaría con el de Informe para una academia. El personaje del simio humanizado y de hablar barroco ejerce una fascinación especial sobre muchos. Se trata de un ser empeñado en hacer la apología de su propia transformación, como una forma de ocultar su profunda infelicidad. Acaso una muestra velada de la antipatía que los seres humanos pueden experimentar por su propia naturaleza.


La legataria


Al negarse a cumplir la última voluntad de su amigo Franz Kafka, y abstenerse de quemar su obra, Max Brod sin duda realizó uno de los mayores favores que ser humano alguno ha podido hacer a la literatura.

No puede decirse lo mismo, sin embargo, respecto de su decisión de legar el conjunto de documentos del autor que obraban en su poder (Kafka había muerto a los 41 años, sin dejar descendencia, y el resto de su familia cercana lo haría años después en campos de concentración nazis) a la inefable Ilse
Esther Hoffe, su amante y secretaria, quien murió el año pasado, a la rotunda edad de 101 años.

Desde la muerte de Brod, en 1968, la señora Hoffe se había negado sistemáticamente a permitir el acceso a los documentos de Kafka, lo cual no impidió que subastara el manuscrito de El proceso y fuera detenida en el aeropuerto internacional Ben Gurión cuando intentaba salir de Israel con algunas cartas y el diario de viaje del autor.

En uno de los diálogos de Manhattan, Isaac Davis, el personaje de Woody Allen, intenta burlarse de Mary Wilkie, el personaje de Dianne Keaton, espetándole una frase memorable: “Tu autoestima es peor que la de Kafka”.

Más que una frase pareciera una maldición. La autoestima, por inexistente o exhacerbada, siempre será un tópico entre los escritores. Incontables de ellos se han dedicado con devoción, y se están dedicando ahora mismo, a ordenar sus manuscritos, sus documentos, sus cartas y sus emails, buscando que su legado pase a la posteridad de la mejor manera posible. Como si ignorasen que el tiempo condenará irremediablemente al olvido a la mayoría de ellos. Quizá alguno comparta los traumas y las culpas de Kafka y ordene destruir lo que ha escrito. O incluso lo haga él mismo, ante el temor de que caiga en manos de alguna viejecilla longeva y con ídeas estrambóticas.

jueves, julio 10, 2008

La Europa más salvaje



En el arranque de un texto titulado Europa en ruinas, Una perspectiva. Hans Magnus Enzensberger presente una serie de escenas que, de manera expresa, relaciona con la vida cotidiana de locaciones como Luanda, Monrovia, Colombia y Sri Lanka. En ellas hordas de refugiados, mercado negro, guerra civil, crimen y abuso policial se despliegan con la naturalidad que, para cualquier lector contemporáneo informado, correspondería a aquellos lugares. Pero todo se trata de un truco excelentemente empleado por el autor. Pocos párrafos después, Enzensberger propondrá cambiar estas locaciones por Roma, Berlín, Frankfurt y Atenas. Nos informa entonces que nos encontramos en plena Europa, sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, no muchos años atrás del presente.

La rápida y sorprendente reconstrucción de los países democráticos de la Europa occidental a partir de aquellos tiempos aciagos, invitaría a pensar que las mentalidades europeas han aprendido de sus errores y a reconocer que la existencia de sociedades abiertas es un presupuesto necesario para la paz. Sin embargo la tendencia presente apunta en un sentido absolutamente contrario. Los regionalismos se apuntalan, y con ellos la primitiva idea de la tribu. La Unión también comienza a parecerse a un sindicato de señores feudales ansiosos por defender cada uno sus murallas. Y en esa circunstancia, los inmigrantes se convierten en el mejor chivo expiatorio posible.

Esto me recuerda que sobre el final del año pasado conocí a un banquero de inversión de la City londinense: un francés de provincia, amigo de un amigo, que se ufanaba de sus orígenes feudales y estaba sinceramente en contra de la democracia como idea abstracta y, mucho más aún, como sistema político puesto en práctica. A mi parecer, aquel personaje pintoresco se asemeja bastante a los energúmenos -enfundados en trajes regionales, masticando dialectos al borde de la desaparición, o basando su aceptación e influencia en una extraña mezcla de orgullo racial, riqueza de orígenes dudosos y mass media- que con mayor frecuencia comienzan a ejercer influencia en Europa a varios niveles. Vergonzosa realidad, sin duda, y además altamente incoherente si tenemos en cuenta las cantidades ingentes de inmigrantes de origen europeo que, hasta hace no muchos años atrás, huían de la miseria y la violencia, precisamente a algunos de los países de donde hoy provienen quienes son tratados como criminales por el simple hecho de repetir la misma historia, sólo que esta vez en dirección inversa.

Las brutales leyes en contra de la inmigración ilegal recientemente aprobadas por el Parlamento europeo, no solucionarán ningún problema real y seguramente crearán muchos adicionales. Pareciera que la tendencia a la barbarie sigue latente en una Europa, casi siempre bélica e intolerante, y desde hace un par de siglos, crecientemente nacionalista. La inmigración ilegal no parará, a pesar de los discursos de líderes racistas y fronterizos, y de la aprobación de normas inhumanas y absurdas. Todo esto pareciera recordar algunos episodios de esa historia nefasta que los europeos fatalmente han sabido repetir. Los Bossi, los Fini, los Le Pen, con sus discursos incendiarios y sus mentalidades pre-modernas, son una amenaza verdadera para parte de los seres humanos que siempre están o estarán presentes en Europa. También lo es un personaje aparentemente democrático como José María Aznar; quién lo dude puede echar un vistazo a ese novísimo panfleto suyo titulado Cartas a un joven español (perdónalo, Rilke, no sabe lo que hace). Pero quizá lo más preocupante de todo es que también lo sea el banquero de inversión, amigo de mi amigo.

Historia de un set de filmación


La actriz pretendía utilizar en el momento cumbre del filme, aquel vestido verde que le sentaba tan bien. Sin embargo ésa no podía convertirse en una sugerencia aceptable para el director, que ansiaba ser reconocido por el manejo convincente de sus largas escenas, la reveladora asexualidad de sus personajes, sus diálogos bergmanianos. Ella insistió tanto, que el director accedió a hacer una prueba de la que sólo quedaron unos cuantos minutos de fotografía expresionista. Reforzado en su idea inicial, decidió editar las imágenes y continuar la filmación en blanco y negro.

miércoles, julio 09, 2008

La liberación televisada



La liberación de Ingrid Betancourt, como la de todo aquel que ha sido privado de su libertad por cualquiera de las bandas de facinerosos que existen en el mundo, siempre es una noticia feliz para las personas normales. En este caso particular, el hecho de que Hugo Chávez no haya tenido nada que ver en el asunto, agrega un elemento positivo para quienes creemos que la democracia es posible y necesaria en Latinoamérica y, por tanto, recusamos la manipulación personal y mediática que en los últimos tiempos ha pretendido ejercer el ex –paracaidista (me pregunto si alguna vez realmente se habrá lanzado al vacío). Chávez ha quedado en evidencia frente al mundo como un armador de malas parodias, un bocón que promete más de lo que puede cumplir, un cobarde que no arriesga y sólo se atreve cuando tiene la sartén por el mango, un gorila de peluche.

Hasta aquí todo bien, si no fuera por la actitud que está desplegando la recientemente liberada señora Betancourt, quien no pierde oportunidad para tener protagonismo frente a las cámaras y, sobre todo, para seguir hablando y hablando. Con todo el respeto que se merece, doña Ingrid no está actuando como alguien que estuvo secuestrado en la selva y tiene la valiosa oportunidad de reencontrarse con sus seres queridos luego de un largo y penoso cautiverio. En el lugar de ella, cualquier ser humano estándar habría procurado evadirse de la prensa y concentrarse en descansar y estar con su familia. La franco-colombiana, por ejemplo, podría estar recuperándose ahora mismo en alguno de los excelentes spas que abundan en la Costa Azul, quien sabe si hasta invitada por la pareja Sarkozy-Bruni u otro de los buenos amigos que, por lo visto, le sobran. Pero no. Prefiere los actos públicos. Las cámaras. Y, por supuesto, hablar y hablar.

Me refería a gente estándar, ¿y quién dice que los políticos lo son? Ingrid Betancourt forma parte de esa raza especial a la que pertenecen todos aquellos que ansían hacerse del poder (no siempre por motivos subalternos, todo hay que decirlo, también existen los bienintencionados, o los que lo son ab initio) y ejercerlo a través de una función pública legítima, en el mejor de los casos. Ahí donde otros sienten la necesidad de salir huyendo, ellos ven la oportunidad de figurar y robar cámara, y por eso, como lo hizo la propia Betancourt años atrás, hasta se atreven a internarse en zonas donde el riesgo contra sus vidas es inminente. Si lo analizamos con detenimiento, todo esto no deja de lucir disparatado, desproporcional, antiestético. Un espectáculo bastante lamentable e ideal para el consumo voraz y siempre momentáneo de los medios.

De momento se desconoce cuánto durará el espectáculo de la ¿ex? candidata. Mientras tanto, yo apago mi TV.

El hombre más envidiado


Días atrás leí en la versión web de algún periódico que el actor Mel Ferrer había muerto. Me enteré además que había tenido una dilatada carrera como productor y director, y que como actor había participado en Falcon Crest, una de las series televisivas más emblemáticas de mi generación.

No deja de ser curioso que, al momento de redactar su epitafio, estos detalles de su hoja de vida tengan que pasar a un absoluto segundo plano, frente a un hecho mucho más destacado y envidiable: el haber sido el primer esposo de Audrey Hepburn, la actriz más hermosa de la historia, la elegancia personificada, la diva por excelencia…

El número de personas que hubiesen deseado para sí la suerte de Mel Ferrer tiene que ser incontable, independientemente de su divorcio, luego de catorce años de irregular matrimonio.

Curiosa suerte la de Ferrer, un personaje siempre opacado por su ex-exposa.

Un hombre que vivió el sueño de muchos, merece sin duda descansar en paz.


martes, julio 08, 2008

¿La versión botánica de “Los pájaros”?


La comercialización masiva del Betamax significó para mí el descubrimiento de Hitchcock. Era un adolescente casi indiferente a lo que se proyectaba en las salas de cine, cuando comencé a obsesionarme con La ventana indiscreta, Psicosis, Intriga internacional, Vértigo y La sombra de una duda. Uno de los desafíos habituales de esa época era competir con mi hermano por ser el primero en descubrir la imagen voluminosa de Hitch pasando de refilón sobre el celuloide.

Cuando varios años después vi El Sexto Sentido, pensé haber descubierto en M. Night Shyamalan al único director digno de ser considerado sucesor directo de aquel viejo londinense, perverso y refinado. La visión de Unbreakable, esa incomparable combinación de narrativa épica, comics y esquizofrenia, no hizo más que confirmar mis sospechas. No se trataba tan sólo de producir excelentes filmes de suspense. Los rasgos comunes y distintivos eran demasiado notorios para pasar desapercibidos. La utilización de la imagen del director en la película –más activa en el caso del director indio- o la inclusión de personajes infantiles perturbadores —verdaderos enanos con características adultas, como el Orson Welles niño que describen sus biógrafos, en el caso de Hitch, o infantes dramáticamente afectados por los traumas de sus vidas cortas y azarosas, en el caso de Night Shyamalan— me invitaban a pensar en la aplicación más o menos ortodoxa de un canon.

En The happening, Night Shyamalan parece haber producido la versión botánica de Los pájaros. La película carece de una protagonista equiparable a una Tippi Hedren, víctima del sadismo de un director que no soportaba que su anterior diva hubiese decidido convertirse en la princesa de un estado diminuto y desconocido. Pero la imposibilidad de entender en su total cabalidad la conducta y las reacciones de la naturaleza vuelve a presentarse como un leiv-motiv pleno de vigencia.

Para hacer evidentes los límites cognitivos de las ciencias naturales, y la pesadilla apocalíptica que esto puede implicar en los seres humanos, Hitchcock tuvo que utilizar bandadas de pájaros teledirigidas. A Night Shyamalan parece haberle bastado unos cuantos ventiladores para recrear la atmósfera terrorífica de The happening, su última masterpiece. Toda una rareza en un cine contemporáneo casi siempre incapaz de descubrirnos la novedad que, por definición, subyace en los clásicos.