jueves, junio 05, 2008

El sueño pesado


Biblioteca Uris, campus de la Universidad de Cornell, Ithaca, Estado de Nueva York, enero de 2004. Tantos años ya y la pregunta aún se mantiene latente: ¿Por qué decidió regresar a Ithaca? ¿No era ése, precisamente, el último lugar para estar si quería olvidarlo todo e iniciar una nueva vida? Cualquiera en su situación hubiera pensado que el campus, las calles de Downtown y de Collegetown irremediablemente evocarían su presencia joven, cándida, de flor silvestre recién casada. Pero indudablemente él no estaba en condiciones de hacerlo y así tomó aquella decisión que en su presente se le antojaba definitiva y definitoria. Las últimas palabras de Vega, la noche camino al aeropuerto, parecían haber opacado cualquier visión previa, todo recuerdo o remembranza de un pasado donde ellos eran universitarios, bastante pobres y, tal vez por eso mismo, casi felices: “Debes aprender a ser tú mismo, debes esforzarte por buscar tu camino, y para eso tengo que marcharme de tu lado, no nos queda otra. Anda Marco, no me odies, lo que vivimos vivido está. Lo amo o no lo amo, no lo sé, pero al menos siento que debo iniciar algo con él, que vale la pena intentarlo. No me odies, piensa en mí como en un recuerdo bonito, tal vez un sueño, tienes que aprender a ser hombre sin mí”.
Aprender a ser un hombre sin ella. Cuánto más se lo pensaba no lo creía factible. No es que le hubiese resultado ofensiva esa frase, de hecho sentía que nada que viniese de Vega podría afectarle, al menos no de una manera insalvable, que más allá de sus indiferencias, sus desapegos, su carencia de gestos, estaba la incólume conciencia que él poseía respecto de la necesidad de su presencia. Conciencia a partir de la cual todo podía soportarlo —incluso aceptarlo, comprenderlo, justificarlo— si es que con eso aseguraba que no se iba a marchar de su lado. Pero de pronto —hacía ya más de diez años de eso, el tiempo vuela, se decía para sí, una vez más— la fórmula dejó de funcionarle y se sintió caer en el vacío, presa de horror y de pánico escénico, sabiéndose al margen de cualquier posibilidad de retenerla apelando a ese sentimiento de culpa tan propio de ella, que naturalmente buscaba encajarse —piezas del rompecabezas de su historia común, patologías complementarias— con su perdón o su fingimiento de que nada había pasado, y que nada importaba por más que las cosas fueran demasiado visibles o evidentes, o él se hubiese convertido en el súbito destinatario de chismes o comentarios malsanos, o incluso de los datos inoportunos y bienintencionados de parientes o amigos. Esta vez no se trataba de una de sus tantas aventuras de mujer casada en busca de compensaciones improbables, o tal vez de simples satisfacciones episódicas. Esta vez sí se había enamorado de verdad. Lo que Marco no podía aceptar, ni comprender, mucho menos aprobar, era que tuviera que ser precisamente de quien había sido. Y ahora se le pedía que aprendiera a ser hombre sin ella, paradójica solicitud, a él que creció en la vecindad de su figura, en el conocimiento de su necesidad y su cercanía, él que nunca pudo en realidad hacerse a la idea de separarse de ella o distanciarse o eludirla como le había recomendado el propio Javier, cuando era el director de su charla fraterna en el centro de estudios.
Pero también era cierto que había percibido algunas señales en Vega que con el paso de las horas se volvían más y más insoportables por ser evidencia de que las cosas eran en verdad definitivas: un cierto gesto de autosuficiencia, un tono de voz que le había sonado afectado, tal vez hasta malicioso, perverso. Todo esto confirmaría lo que había creído intuir días atrás, y además le invitaban a pensar que la situación había sido largamente meditada, planificada, pensada varias veces por ella para no dejar ningún cabo suelto. Esa certeza lo estaba dejando sin vida, sin posibilidades de recuperar el oxígeno que sentía iba perdiendo. Oxígeno que ella le proporcionaba, vital gas de su cercanía. Por eso optó por no esperar a que regresara del viaje de trabajo que a ella le había caído de maravilla en esas circunstancias y que a él parecía dejarle sin posibilidad alguna, tomó unas pocas cosas de aquella casa todavía hipotecada —pocas eran las que quería conservar, ninguna la que en verdad le resultaba indispensable, eso al menos pensaba para sí—, las colocó inopinadamente dentro de una pequeña maleta y atravesó las pocas calles que separaban el barrio de Marconi de la Residencial San Felipe, donde ambos habían crecido y donde sus todavía vivos padres permanecían.
Un par de días más tarde ya había presentado su renuncia en el estudio de abogados donde trabajaba —una oficina antigua y familiar que años después experimentaría la necesidad de recomponerse para sobrevivir en aquel país cambiante, y que seguramente habría contado con alguien con su brillantez y competencia como una de sus bazas ganadoras—, procurando no dar mayores explicaciones frente a las preguntas que necesariamente tendrían que hacerse, los reclamos por su falta de gratitud, las reconvenciones amables y siempre a destiempo. Había escrito a Cornell, se había puesto en contacto con Cristina, una madrileña del Romanics School con la que años atrás Vega y él habían entablado una amistad entre fervorosa y cervecera. “Claro que puedes conseguir una plaza como instructor de español”, le había dicho segura de sí misma y siempre optimista: “¿Vienes con Mariana?”. Cristina no la llamaba por el apellido pues la había conocido siendo ambas adultas y no podía conservar de manera voluntaria —situación que el tiempo desdibujaría y haría perder toda su gracia: ella siempre le llamó “Marco”, no “Martínez”— la costumbre de hacerlo por su apellido, de manera genérica e impersonal, como se suele llamar a los compañeros de clase, al menos en los primeros años de la escuela.
De súbito Marco dejó Lima, el derecho, la certeza de un futuro equiparable al de sus pares, no obstante los días amargos y pesados que aún se vivían para ese entonces. La última vez que se dejó ver públicamente fue pocos días después, durante el velatorio de una compañera de la facultad que había sido asesinada junto con su madre y su único hermano en el atentado de Tarata. La imagen del padre de la muchacha muerta —un agricultor del norte, mayor y adinerado para lo que había, despojado violentamente de su mujer y sus dos únicos hijos: escena demasiado conmovedora como para permitir atender otros dramas paralelos, siempre menores al menos aparentemente— centraba la atención de todos, así que seguramente nadie reparó en Marco más de la cuenta. Vega, que también asistió, le dio un abrazo y un beso que parecían subrayar lo banal de su situación personal. “Esto es terrible”, fueron sus únicas palabras, las últimas palabras suyas que Marco escucharía antes de marcharse.

Marcos vuelve a fijar sus ojos en la página del libro que intentaba leer justo antes que estos pensamientos le asaltasen. Sabe que cualquier esfuerzo es en vano, y decide suspender la lectura. Se pone de pie, y se marcha de la sala de lectura dejando el libro sobre la mesa. Sobre la cubierta puede leerse el título: A Theory of Justice.

miércoles, junio 04, 2008

El sueño pesado


Hotel JW Marriott, Brickell Avenue, Miami. Setiembre de 2007. Estoy hasta los cojones del informe que tengo que redactar. Hago click en el ícono del msn. Mateo está conectado. Como siempre, su estado es Ausente, aunque eso no signifique nada. Comienzo a chatear:
Federico dice:
qué hay, inútil??
Mateo dice:
cómo andas, infeliz
Federico dice:
muy feliz
Mateo dice:
qué bueno, peruanito de mierda, y yo haciendo cosas de provecho
Federico dice:
me alegro, ya era hora, macaquín chavista
Mateo dice:
siempre he sido un carajo de lo más provechoso, lo que pasa es que nadie se ha dado cuenta
Federico dice:
pobrecito, una victima mas, que poca madre
Mateo dice:
no, mejor así
Mateo dice:
víctima de la sociedad de consumo y de la revolución
Federico dice:
pero nunca de ti mismo, es la coartada de siempre
Mateo dice:
por supuesto, así me ahorro el sentimiento de culpa, nunca lo tengo, es lo bueno de no haber pasado por el opus dei, a ti se te da bien, lo de culparte?
Federico dice:
pues mi psicoanalista todavía trabaja en eso
Mateo dice:
bueno, tu psicoanalista trabaja en lo que sea, lo importante es desplumarte, si no fuera el complejo de culpa se buscaría otra cosa
Federico dice:
tú siempre tan acertado!!
Mateo dice:
de alguna forma se tiene que repartir la pasta que te sacas haciendo chanchullos financieros en sudacalandia, ¿no?
Federico dice:
por supuesto
Mateo dice:
es economía básica
Federico dice:
o cinismo avanzado
Mateo dice:
ah, ¿no es igual?

martes, junio 03, 2008

El sueño pesado


Restaurante Ramiro, calle San Martín, distrito de Miraflores, Lima, mayo de 2006. Llego con casi veinte minutos de anticipación a la hora pautada, y tomo asiento en una mesa pequeña que tiene un arreglo floral bastante discreto e incluso de buen gusto. Me recibe el hombre alto, flaco y mal encarado que casi siempre me atiende, y que yo ya tengo entre ceja y ceja. Si la comida no fuese tan buena…, me digo a mi mismo buscándome una excusa, antes de mentarle la madre telepáticamente. El flaco me pregunta mecánicamente si quiero tomar algo, y yo le pido un Chivas Regal con hielo y soda. Se marcha indiferente y mascullando algunas palabras para sí, tal vez criticándome malsanamente, al igual que todos los LDMs que aseguran que beber whisky con agua es de mal gusto, y pueden terminar borrachos o haciendo papelones inverosímiles. Vengo con frecuencia a este restaurante, así que ya estoy bastante familiarizado con el trato rudo de sus empleados, que no es más que el reflejo del temperamento voluble y alterado del propio Ramiro, su chef y propietario, un musculoso gay de closet que gusta emerger desde la cocina para lanzar platos sobre las mesas de los comensales. La clientela de LDMs no puede no adorarlo.
Pasan algunos minutos y Fernanda por fin toma asiento enfrente de mí, no sin antes besarme en la mejilla. Esta vez ha llegado más tarde que yo, aunque siempre antes de la hora convenida. No me gusta que me espere y por eso he venido tan temprano. Sonríe de un modo casi adolescente, acaso siendo conciente de que estoy cada día más loco por ella. Todavía no me atrevo a decírselo, finjo actuar como si la considerase una amiga o una simple colega, aunque la frecuencia con que la invito a almorzar o tomar un café después de la oficina es en verdad inusitada.
El flaco vuelve a hacer su aparición.
—Un pisco sour —le pide Fernanda con una sonrisa que se estrella contra la acritud del personaje.
Pienso que no debo hacerle ningún comentario, aunque sinceramente deploro su elección. Me han bastado unos cuantos meses viviendo de nuevo en Lima para aprender a aborrecer el pisco, ese alcohol incivil y agreste que se ha puesto de moda aquí.
—¿Cómo estás? —le digo en cambio, mientras me apresuro a extender mi mano hacia el paquete que he dejado a un costado de la mesa. Me responde que muy bien y toma el paquete de mis manos.
—¿Qué es? —me pregunta sin mucha ansiedad.
—Ábrelo
Hace lo que le pido y observa por unos segundos los dos pequeños tomos de Alianza Editorial. Lee los títulos y el nombre del autor, y exclama:
—¡Muchas gracias!
Aprovecho la situación para tomar su mano, amistosamente. Sin pensármelo mucho me animo a besársela. No deja de sorprenderme la naturalidad con que acepta la situación, pero procuro no detenerme mucho en ese detalle.
—¿Entonces tendré que leer a Borges? —inquiere con cierta picardía.
Ayer mismo me comentó que siempre le había parecido un autor inalcanzable, y yo traté de persuadirla de que se trataba de una idea errónea:
—Creo que es más trabajoso leer a Isabel Allende, y tú lo haces —traté de alegar irónico, aunque supongo que sin muchas posibilidades de convencerla.
—No se trata de eso —me explicó ella entonces—. Siempre he leído lo que he tenido a la mano, soy una lectora muy espontánea, además nunca nadie me ha estimulado a leer autores que por alguna razón veo como demasiado complicados para mí…
Saliendo de la oficina pasé por Crisol para buscar El Hacedor y El libro de arena.
—Me encantaría que te des a ti misma la oportunidad de conocer a un narrador verdaderamente sublime —alego bastante estereotípico ante su simpática inquisición. Pienso que es el tipo de afirmaciones que suele impresionar a las mujeres. Por experiencia propia sé que la inmensa mayoría de ellas se sienten subestimadas por seres intelectualmente inferiores. Mi inequívoca intención es que el abogado con el que está casada Fernanda caiga, de manera irremediable, en esa categoría.
—Te agradezco los libros, y sí, por supuesto que los leeré. Pero eso sí, tendrás que prometerme que vas a tener paciencia conmigo si se me ocurre hacerte algún comentario idiota. ¿Por cuál comienzo?
—Yo comenzaría por El hacedor, un libro sencillo pero complejo al mismo tiempo —le respondo. No quisiera que mi voluntaria pedagogía resulte artificiosa, o aburrida—. Además estoy seguro de que tus comentarios no serán nada idiotas, de hecho me entusiasma mucho poder conversar contigo de estas lecturas.
—¡Muchas gracias! —vuelve a decirme, con su inconfundible voz ronca y juvenil.
—¡Marmota! —le digo, y suelto la carcajada.
La veo reírse del mote que le inventé hace unos días, y no puedo dejar de repetirme que amo a esta mujer. Tal vez Borges pueda ayudarme, pienso finalmente.

lunes, junio 02, 2008

El sueño pesado


Avenida Horacio Urteaga 972, distrito de Jesús María, Lima, agosto de 2026. La casa ha seguido envejeciendo al ritmo de las cosas que por años se han empeñado en quedarse. Puedo percibir claramente los aromas que despiden algunas de ellas, por lo que hago un esfuerzo para no remover mis recuerdos. Todos estos objetos, vetustos y aparentemente inconexos, forman parte de historias que he conocido u oído, y pienso que me volvería loco si intentara hacer memoria.
Así, con la mente casi en blanco, me dirijo a la biblioteca que siempre utilizábamos para nuestras reuniones de familia pequeña. De manera instintiva, y sin pronunciar palabra, me acabo de instalar en el escritorio de cedro nicaragüense en el que mi abuelo mataba el tiempo enseñándome a resolver operaciones algebraicas. Alguna vez formó parte de los activos del Ministerio de Fomento, donde él hizo carrera como funcionario público por algo más de treinta años.
En la pared blancuzca de enfrente, el infaltable retrato de Haya de la Torre me está observando con los mismos gestos exuberantes y culposos del Martín Lutero de Lucas Cranach.
Sentado en uno de los sillones laterales, Paul quiere darme la impresión de haber estado esperando por largo tiempo. Tal como me lo imaginaba, luce avejentado e infeliz. Ha dejado que su pelo lacio y canoso crezca libremente para atarlo con una cola de caballo, y ese detalle me hace percatarme de que aún sigue siendo un cultor de la estética de los ochenta. Sus piernas se entrecruzan con la sensualidad casta y hogareña que sabía exhibir la mujer que fue nuestra abuela. Intenta una especie de sonrisa insensible —casi una mueca sin destinatario, sus labios siempre tan finos como el pico de una golondrina—, y enciende un cigarrillo rubio que despide un desagradable olor a pasto quemado. Giro sobre mi asiento para asegurarme que las ventanas detrás de mí estén abiertas. Desde la segunda planta de la casa de los abuelos, doy un vistazo a la unidad vecinal de Angamos, ahora tan rancia y descolorida. Los jardines más o menos cuidados del pasado se han convertido en extensiones de tierra yerma que enmarcan cúmulos desarticulados de maleza. Me resulta un paisaje ingrato, incluso desagradable.
­—Por fin llegastes —comenta Paul involuntariamente lacónico. Me digo a mí mismo, con bastante alivio, que tal vez no será necesario ningún tipo de preámbulo o manifestación de simpatía. Hemos conversado por teléfono esta misma mañana y no han transcurrido muchas horas desde entonces
— ¿Qué tal estuvo el vuelo?—. La inmediata pregunta de mi primo contiene una manifestación indubitable de interés de su parte. Percibo la contradicción entre ésta y la resistencia al contacto que supondría saludarnos como corresponde después de tantos años de lejanía.
—Habíamos quedado a las cinco de la tarde y apenas son las cinco y diez. Encontré mucho más tráfico del que podía imaginarme —le digo a la defensiva, o queriendo buscar una justificación rápida. Al mismo tiempo intento suavizar cualquier atisbo de tono beligerante, respondiendo a su pregunta—: El vuelo no estuvo tan malo para ser uno de Avianca.
Paul no ha subido nunca a un avión. Me pregunto si alguna vez habrá salido de Lima. Presumo que su sentido del amor propio le impedirá hacerme saber que no ha captado el significado de mi comentario. Recuerdo a Cristina en el aeropuerto de El Dorado, preguntándole a un funcionario excesivamente celoso en la revisión de nuestro equipaje, que si en Colombia creían que alguien sería tan estúpido como para llevar a Mickey Mouse a Disneylandia.
—No entiendo su comentario, señora…—. Fue la incómoda respuesta que brindó el funcionario a mi sonriente ex esposa, impaciente y segura de sí misma.
—Lima ha crecido muchísimo, ya no es el pueblo grande que dejastes a principios de los noventa —me explica Paul con la pedagogía de quien sabe que siempre será el primo mayor—. Aunque cuando te vinistes a vivir aquí ya había crecido bastante.
Imagino el mar de vehículos japoneses con el timón cambiado, la brutalidad congénita de conductores embistiéndose unos contra otros. Era el espectáculo del que me tocaba ser testigo diario desde el automóvil que todas las mañanas me llevaba al centro de Lima. Para ese entonces mi vida se había convertido en una deuda enorme e inmanejable, había renunciado a mi proyecto de vivir de la literatura y llegado a la conclusión de que no me quedaba otra salida que volver a trabajar de abogado. Mi primera asignación en esa nueva etapa consistía en negociar la compra de las acciones de una compañía de seguros en Lima.
—Creo que no vi carros con el timón cambiado, eso es un gran avance —le comento.
Las calles que hoy tuve que recorrer parecían un enorme aparcamiento de vehículos chinos. Casi todas las ciudades que conozco están atestadas de vehículos chinos.
Esta vez Paul sonríe de un modo menos impersonal, como si la ironía de mi comentario fuese capaz de causarle gracia. Recuerdo que la ironía era un rasgo característico de nuestra familia.
—Mira lo que encontré hace poco entre las cosas del abuelo —me dice al entregarme una postal con la imagen amarillenta de la Sagrada Familia. Le doy vuelta para descubrir una caligrafía que, aunque lejana, sigue siéndome propia: “Tenías razón, Barcelona es peculiar y hermosa…” Muchos años atrás, durante uno de mis viajes de mochilero, se la envié a mi abuelo desde alguna estafeta o un estanco.
—¿Esto es lo que me querías entregar? —pregunto a Paul con visible fastidio. Si su respuesta fuese afirmativa, me sentiría en verdad decepcionado.
—Claro que no —se apresura en responderme.
Presiento entonces que Paul aprovechará la ocasión de tenerme a su lado, para dar vueltas sobre temas diversos, pero buscando en realidad hablarme sobre las decisiones que tomó a partir de la muerte de nuestro abuelo. Sabe que es difícil tocar esos temas. Sabe también que si me diese lo que he venido a buscar, podría perder esa oportunidad.
—¿Sabías que Ramiro sigue con su restaurante?
—Sí —le respondo resignado—. Mucha de la gente que viene a Lima lo visita, los comentarios son siempre muy positivos.
—Ah —pronuncia mi primo hermano al escuchar mi respuesta. Aún se refiere a Ramiro como si se tratase de alguien cercano, sólo por el hecho de ambos fueron compañeros en el colegio y en la selección nacional de waterpolo. Lo más probable es que Ramiro ni siquiera recuerde su nombre.
—Uno que se fue y parece que no regresó nunca más es Marquitos —comenta ahora. Su conversación me resulta nerviosa e inconexa.
—¿Marquitos? —pregunto incapaz de recordar— ¿Quién es Marquitos?
—¿No recuerdas a Marcos Martínez, el amigo de Javier? Era mayor que ustedes, pero iba al mismo colegio.
Viene a mi memoria el rostro rojizo de un adolescente con quien compartí varios momentos, en el patio del recreo o los jardines de la residencial San Felipe. Recordé entonces que también estudió derecho en la Católica, que se casó con una muchacha muy bonita de la residencial, y que fue a estudiar a los Estados Unidos.
—Ah —pronuncio, sin saber qué más decir. Pienso que tendré que tener mucha paciencia con Paul.