Cada episodio en la vida de un ser humano puede ser la pieza perdida de un rompecabezas que nunca será completado. De ahí que la Historia (con mayúscula) se limite a destacar lo fragmentario al ser el relato sistemático de unos cuantos sucesos salvados de un mar de situaciones destinadas al olvido colectivo. La memoria social ha sido tradicionalmente frágil, tanto como lo es la memoria de los individuos.
Hoy en día, sin embargo, la técnica con su innegable carga de facilismo parece proponernos la posibilidad de un presente archivable. Ésta puede ser, para muchos, una idea cargada de obscenidad. La ausencia del recuerdo ha creado el mito, la leyenda. El desconcierto que producen los primitivos iconos de las catacumbas al exponernos el lampiño rostro de Jesucristo sólo es entendible en una humanidad que ha interiorizado de manera firme un estereotipo impuesto por la tradición. ¿Cómo habrá sido realmente aquel rostro de carpintero semita? Las religiones no han dudado en aprovecharse de la carencia de pruebas, recreando así el misterio, que no es otra cosa que un presupuesto para aquello que llamamos fe.
En sentido análogo, una constante de las sociedades humanas ha sido encontrar en el pasado la justificación heroica de su propio origen. Durante incontables siglos la labor ha sido sencilla. Indudablemente los dogmas se imponen con mayor facilidad cuando no existe la posibilidad de refutarlos con pruebas concretas. Es por eso que la Historia ha sido la disciplina preferida por los autócratas y los intolerantes, quienes han podido manipularla a su antojo con el fin de crear la siempre necesaria leyenda justificativa. Sin embargo la inminencia de un futuro capaz de observar el pasado en vídeo o escuchar sus voces grabadas en un soporte magnético habrá de contraer necesariamente las posibilidades de la leyenda. Es probable entonces que nuestro presente esté destinado a ser el pasado de un futuro carente de justificaciones, el antecedente de una sociedad que haga de la desmitificación una de sus actividades predilectas. Nada tan alejado de la inclinación occidental hacia la exaltación de lo heroico, manifestación del individualismo subyacente en toda nuestra tradición: desde los poemas Homéricos hasta ese ideal contemporáneo representado por el self-made man, la distinción frente a los demás ha sido no sólo anhelada por el hombre occidental, sino sobre todo valorada como una inequívoca señal de virtud. Esto es en tal medida cierto que aún durante la Edad Media, con su innegable carga de naturalismo, resulta significativo que el paradigma religioso de la vida ascética busque el alejamiento de lo vida cotidiana, de las personas comunes en definitiva.
Ante tal posibilidad la respuesta más adecuada no habrá de ser la de una aburrida nostalgia por un pasado adicto a las hazañas de sus héroes. Quizá sea preciso reflexionar sobre los elementos enormemente positivos que aportará la técnica: la imagen, el recuerdo objetivo acaso impedirán que el mito se forme inmerecidamente: la grotesca carcajada, la ignorancia entrometida, el torpe resbalón de varios de nuestros dignatarios afanados en hacer Historia evidenciarán que el azar o la coyuntura suelen otorgar poder y privilegios a seres absolutamente vulgares, si no despreciables.
Jamás, pues, como en la actualidad el mundo ha tenido la posibilidad de acopiar lo bueno y lo malo, incluyendo en esa arbitraria calificación a lo hoy malo que mañana será bueno y lo hoy bueno que mañana será malo. En ese sentido nuestro futuro será indudablemente más afortunado que nuestro pasado. Quizá entonces la sociedad del porvenir tenga una mayor predisposición para reflexionar sobre los verdaderos valores que componen una biografía singular. ¿Cuántas vidas, cuántas realizaciones de seres humanos anónimos son desconocidas por sus contemporáneos? Quienes hayan observado a Van Gogh paseando su silueta atormentada, o al típico burgués de Aix que aparentaba ser Cézanne, o a Gauguin laborando en su puesto de agente de bolsa, difícilmente habrán podido sospechar que los caminos esenciales del arte moderno estaban siendo esbozados en las mentes de aquellos ciudadanos anónimos. ¿Cuántas otras realizaciones o proyectos habrán perecido en el marasmo del olvido colectivo?
Quién sabe si a poca distancia de nosotros se está desenvolviendo una vida alucinante, una biografía que podría ser contada en una novela y que nuestra predisposición actual por lo mítico nos impide distinguir con claridad. Quizá un humanismo futuro esté en condiciones de valorarla. Que en tal sentido, la técnica provea al futuro de un arsenal de recuerdos sobre los cuales éste construya su acervo es, aunque en apariencia paradójico, indudablemente esperanzador.