sábado, noviembre 24, 2007

NOSTALGIA DE CARACAS - O de una ciudad-mirador sin mí


Cuenta un viejo y repetido chiste que un argentino está de pie en alguno de los miradores del Ávila –la plástica y verde cordillera que separa Caracas del litoral–, inmóvil como una estatua y contemplando el horizonte, cuando un curioso se anima a abordarlo para indagar qué es lo que está haciendo. Como suele suceder, la respuesta es ingenua y, a la vez, desmesurada: «Nada especial, sólo viendo a Caracas sin mí».
No dudo que la jocosidad de este episodio pueda ponerse en entredicho, aunque tal vez sirva para sacar a luz una sensación con frecuencia experimentada por quienes viven en Caracas (argentinos incluidos): la de ser protagonista central de algo en verdad divertido y emocionante. El sol del Caribe, que siempre entusiasma y alegra la vida, podría invocarse como explicación. Pero también el espíritu pluralista de una ciudad que da la bienvenida con facilidad extrema, y difícilmente cuestiona ningún aporte, y menos aún lo rechaza. Ciudad carente de prejuicios, que obvia cualquier indagación sobre los antecedentes –nadie pregunta en qué colegio o universidad estudiaste, o hijo o nieto de quién eres, a veces ni siquiera el apellido: un panorama a todas luces distinto de lo que es insoportablemente usual en tierras no tan lejanas–, y que se comporta como un niño que súbitamente se encuentra en el cuerpo de un adulto y emprende la aventura de la mayoría de edad con curiosidad y despreocupación. De ahí su vocación por la tolerancia, su notable capacidad de asimilación. En toda la ciudad los aportes foráneos son evidentes, pero al mismo tiempo se mimetizan sin mayor esfuerzo, formando un tejido dinámico y entremezclado que invita a sentirse a gusto y en casa. En Caracas no existen restaurantes españoles: los hay gallegos, asturianos, vascos o catalanes. Caminar una tarde por la zona de La Candelaria, es como aterrizar en una especie de síntesis de nacionalidades ibéricas surgida espontáneamente en pleno corazón del trópico. Luego de un almuerzo usualmente memorable es posible tomar el Metro –la manera más práctica de evitar un tráfico siempre caótico y descomunal– y llegar, por ejemplo, hasta Parque Central para recorrer gratuitamente el Museo de Arte Contemporáneo, con su singular muestra de Picasso y su colección permanente de Miró, Chagall, Calder. O quizá visitar alguna de las interesantes librerías de la ciudad, siempre amablemente atendidas. Cualquier jungla de cemento deja de ser tal cuando ofrece bálsamos amenos y variados. Ya entrada la noche, en Las Mercedes o en La Castellana, se puede tomar un trago, o simplemente dedicarse a contemplar mujeres hermosas de todos los tipos y edades. Las caraqueñas son bellas y alcanzables, seres terrenales que conversan, preguntan la hora y ríen amistosamente. No conviene ser muy petulante en Caracas. Ni tampoco demasiado depresivo o melancólico. La ciudad rechaza naturalmente a quienes se resisten a ser parte de su dinámica entusiasta y, no pocas veces, alocada.
Pero también existe una Caracas íntima, de amigos entrañables y relaciones perdurables, de historias profundas. Durante la segunda mitad de los años setenta, cuando era todavía un niño, conocí en ella a varios exiliados latinoamericanos provenientes de países sometidos a oprobiosas dictaduras. Pese a ser asimilados por la ciudad y las facilidades que les brindaba, estos personajes nunca dejaban de evocar con nostalgia sus propias tierras. Quizá sea esa misma nostalgia la que hoy en día experimentan muchos de los habitantes de Caracas –o caraqueños: se puede serlo independientemente del origen–, incluyendo a quienes no se han marchado de una ciudad que parece irremisiblemente condenada a dejar de lado su pluralismo y su tolerancia. Hoy más que nunca resulta natural que buena parte de la mejor literatura ambientada en Caracas tenga como rasgo común un cierto tono sombrío. Pienso por ejemplo en En la casa del pez que escupe el agua, la monumental novela de Francisco Herrera Luque, o en los ensayos de Mariano Picón Salas, y más recientemente en La enfermedad, la conmovedora novela de Alberto Barrera Tyszka. El arte siempre llamado a resaltar lo menos evidente, lo que no puede verse con ojos meramente terrenales.
De cualquier manera, la Caracas que siempre tengo presente no es necesariamente la de los textos literarios, tampoco la de las resistencias ciudadanas recientes, sino más bien la de la amistad y la vida cotidiana. Imposible no sentir nostalgia por el trópico cuando el cielo gris de Lima se convierte en una maldición permanente y la humedad no para de calar los huesos. Imposible no echar de menos a mi grupo de amigos caraqueños –variado, cosmopolita, abierto, plural– cuando en ocasiones me siento condenado a lidiar con seres empeñados en hacer valer unos simbolismos fútiles y atávicos, o que hacen de la susceptibilidad extrema su principal carta de presentación. En momentos como esos, suelo buscar refugio en la contemplación de una fotografía del Ávila que tengo en mi biblioteca. Y, por supuesto, no dejo de preguntarme cómo estará Caracas sin mí.

ETIQUETA NEGRA N° 54