
miércoles, agosto 27, 2008
El sueño pesado

martes, agosto 19, 2008
El sueño pesado

Cuando abandonó aquel lugar y caminaba de vuelta hacia el Collegetown Bagels donde debía encontrarse por enésima vez con Cristina —era por ese entonces su única amiga, o la única que lo soportaba y que él soportaba, todavía no vivía con Scott, ese gringo sinólogo y buena gente—, se repetía a sí mismo que su acto había sido absolutamente irresponsable e infantil. No hay conducta más desesperada que la de un hombre atrapado en la tempestad del desamor, se decía sabiendo que estaba resultando torpemente shakespereano.
“¿Qué hay del proyecto de escribir una novela?”, le preguntaría Cristina minutos después, el café calentísimo enfriándose sobre la mesa (era familiar ese empeño de estar al aire libre cuando la relativa tibieza el otoño ya comenzaba a perderse de vista), el cigarrillo descendiendo diagonalmente desde la comisura de sus labios como la ramita que mordisqueaba un Tom Sawyer alelado. “¿Te has olvidado de tu proyecto? Mejor comenzar cuanto antes, macho”. No pocas veces había pensado que su verdadera vocación era la literaria, desde adolescente había juntado una colección de libros bastante amplia, disfrutaba de la prosa tanto como de la poesía, y naturalmente había comenzado a cultivar esta última. En el centro de estudios su fama de poeta se consolidaba, las veladas frecuentes entre los alumnos le tenían como protagonista pues siempre terminaba leyendo alguno que otro poema de corte involuntariamente surrealista; las influencias de Moro, Westphalen, Eielson, figuras centrales de sus lecturas adolescentes. La poesía como instrumento de la santidad, cualquier trabajo o actividad humana —la abogacía, la banca, la milicia incluidas y preferentemente que el arte o la literatura— como medio para alcanzar la santidad. Siempre recordará con amargura el momento en que creyó encontrar en unos poemas de Eielson unos versos que sin duda constituían lectura prohibida —la virgen María y su fecundación como figura poética: la fertilidad, Gea, Pachamama, lugar común de toda mitología que se respete—, motivo más que suficiente para que aquel poemario entrara en el Index que se dejó de publicar pero que el Fundador proclamaba que iba a mantener para ellos, sus hijos queridos, a la par que señalaba hacia el cielo con el dedo correspondiente en actitud cómica o de desafío o simplemente metafórica, y entonces con sus propias manos lo rompió y lo arrojó a la basura. Y ahora sentía que tal acto lo excluía, per sé, de todo posible canon. Su idea de hacerse escritor sería vana entonces, lo que le había dicho a Cristina nada más que una patraña, un pretexto o una justificación para explicar su evasión de la realidad que le correspondía. Aún así versificaba algunas cosas que nadie nunca leía.
“Puede ser que la comience ahora, o tal vez sea el próximo año”. Cristina sonreía ante semejante despliegue de ingenuidad. Sabía que algo más tenía que pasar por la mente de Marco, no era normal que casi no se refiriese a Vega/Mariana, que apenas la hubiese mencionado la primera vez que se vieron hacía ya más de dos semanas. Le preguntó entonces qué había estado haciendo, por qué había venido caminando desde la dirección contraria a la que usualmente correspondería. Cuando Marco le contó que había ingresado sin autorización al apartamento de un estudiante de la India o de Pakistán o de Trinidad o de Surinam —o más probablemente británico de tercera o cuarta generación, la ausencia de curry era demasiado notoria—, sólo con la intención de medir sus propias fuerzas enfrentando la lejanía de Vega en un ambiente donde ambos fueron felices, Cristina se sintió tan conmovida como para tomar su mano y llevarla a la altura de sus labios y darle un beso. Marco no se inmutaba, echó todo el peso de su cuerpo sobre el espaldar de su silla y cruzó sus brazos sobre el pecho. “En verdad la extraño”, fue lo único que agregó y entonces Cristina entendería que sus preguntas podrían salir sobrando y que más bien era preciso que respetase sus silencios; creyó descubrir que en verdad siempre había sentido más afinidad por Marco que por Mariana, y pensó que tal vez tomar una copa para luego marcharse a su apartamento en Aurora Street y dormir juntos podía ser una alternativa reconfortante para ambos, pero a la vez sabía que no era capaz de tener la iniciativa en un tema como ése, en el fondo no dejaba de ser una españolita algo conservadora.
Al cabo de unos minutos ella le informaba que necesitaban pasar (así lo dijo, en plural) por el campus store para retirar unos libros que había encargado, y Marco se puso de pie como un autómata. Mientras marchaban sobre el puente de piedra que une Collegetown con el east campus, él pudo observar nuevamente los bosques por los que había caminado tantas veces tomando la mano de Vega: para ese entonces ambos cursaban el LL.M. program en aquel edificio de piedra a pocos pasos de distancia y tenían en mente que en un plazo como el transcurrido —cinco años ya— la vida tendría que ser esencialmente distinta pero siempre mejor para ellos. El tiempo hilo conductor de lo vital, río por el que discurren las cosas en su evolución natural y necesaria. Tal certeza de juventud podía ser una esperanza —había que justificar el esfuerzo, la distancia, el año fuera del mercado laboral—, pero también una equivocación fatal o una falta de perspectiva. Veía desde el puente los árboles sobre los que más de una vez ella se habría apoyado —él mismo le había tomado algunas fotografías de temporada invernal, el sacón enorme, el gorro de lana—, y creyó entender que la progresiva madurez implicaba mudarse para entender que las cosas que en años previos se habían presentado como verdades irrefutables se desdibujaban dejando en evidencia una candidez capaz de llenarnos de frustración y de vergüenza, como si en verdad el tiempo únicamente transcurriese, para transformarnos en el envejecimiento, en la medida en que cometemos el error de alejarnos del lugar donde fuimos felices. Y sin duda Vega y él lo habían sido en aquel pueblo anodino como nunca pudieron volver a serlo. Una vez en Lima ambos buscaron buenos trabajos y acomodar sus horarios de profesores de la facultad de derecho en los espacios que quedaban disponibles. Vega era la discípula predilecta de un profesor de teoría del acto jurídico, inteligentísimo y amanerado: “Eres guapa, elegante, brillante. Eres una mujer casi perfecta, lo que nunca he entendido es cómo diablos te pudiste fijar en semejante huevón, criatura…” El tipo era grandilocuente y desmedido, poseedor de un sentido del humor hiriente aunque quizá poco malintencionado; en el fondo era un sentimental, al menos eso le explicaba Vega quien era sumamente condescendiente y comprensiva con él, como no lo era quizá con nadie más. Marco por su parte comenzaba a odiarlo mientras preparaba las sesiones de su seminario sobre law and economics —materia novedosa, curso en el que se inscribían pocos— desde su oficina en el estudio de abogados, desamarrando con sutil y estudiada ligereza el nudo de su corbata, dejando de lado por unos minutos la siempre creciente lista de asuntos pendientes. Eso era crecer, eso era envejecer de alguna manera.
Cristina a su lado parecía una estatua griega con bufanda; era altísima, algo graciosa, no bonita precisamente, sus piernas transmitían una paradójica rigidez que contrastaba con esa estatura exagerada para el patrón ibérico, o más bien característica de la generación del yogur, los estereotipos humanos también cambian, aunque más lentamente. Marco sintió una honda gratitud hacia su presencia pues sabía que sin ella los días serían mucho peores; al menos la separación se desdibujada con esa presencia amiga que a veces podía proporcionar la sensación de que en cualquier momento Vega vendría a unírseles. Sin embargo tal consuelo no era aplicable a las noches que parecían tragárselo y en las que él comenzaba a apelar al whisky o al cognac. Definitivamente detestaba tener que dormir solo, los seis años de matrimonio habían creado una costumbre que era propia a su existencia como sus riñones o la comodidad de sus zapatos Florsheim. Reparó entonces en Cristina y fue como si de pronto la supiera alegre y agradable y soltera; pero él se sabía inepto para tener iniciativa alguna con ella, sus miedos a no poder desempeñarse adecuadamente en la cama persistían, para eso también le habría sido indispensable Vega.
El sueño pesado

Hace unos días estaba en una de esas, matando el tiempo en busca de personas conocidas, y buscando que el sol que gasté en una hora de Internet se consumiese. Se me ocurrió colocar los dos apellidos de las hijas de mi primo Pablo: De la Flor Ramírez. Aparecieron dos de ellas. Verónica, la menor, había puesto en el recuadro destinado a la imagen del usuario, la de un bebé recién nacido. Era una criatura horrible, igualita a Pablo.
Pero lo que me tiene más asombrado en estos días es lo que está pasando en la cuenta de Alfredo Cueto, un tipo que era compañero del colegio, uno de esos que te aceptan sin pensárselo mucho. Pues bien, el tipo se murió y sus amigos han comenzado a colocarle mensajes públicos donde se despiden de él o le dicen cosas tan absurdas como “Nos vemos en el cielo”, y huevadas de ese estilo. Me erizo de pensar que algo así pudiera pasar conmigo. Estoy pensando seriamente en dejar el Facebook.
miércoles, agosto 13, 2008
Puntos de Sutura, de Oscar Marcano

"It is a wise father that knows his own child", escribió Shakespeare en El mercader de Venecia: "sabio es el padre capaz de reconocer a su propio hijo". O también "nada hay más difícil para un padre que conocer a su verdadero hijo", en la traducción más bien "libre" de Marcelino Menéndez y Pelayo.
En Puntos de sutura, la novela de Oscar Marcano, un padre intenta conversar francamente con su hijo, ayudado por la intimidad que suele brindar la visión del mar. Pero no logrará despertar su interés ni su simpatía. Alfonso Gabbani es un perdedor al borde de la destrucción, un hombre que ha jugado sus cartas, sin mayores convicciones, dentro de un ambiente autocomplaciente y casi carente de sentido crítico. Por esas razones, y por haberlo abandonado cuando era un niño en aras de unos sueños irrealizables, es incapaz de conocer a Antenore, su propio hijo.
"Antes de suicidarse, mi padre me trajo a esta playa." La frase con que Antenore iniciará la narración de la novela, años después de aquel encuentro entrabado, resulta de una contundencia difícil de superar. A partir de ésta, Oscar Marcano delineará con singular maestría y sobrio lirismo las historias que terminan por alejar a dos generaciones. La del padre, que vivió apegada a ilusos sueños de grandeza y a la certeza de que el genio no requería de constancia y que la buena fortuna siempre estaría dispuesta a venir en su ayuda. Y la del hijo, que tendrá que vérselas con la cruda realidad de un país cuya riqueza petrolera no le ha salvado del desastre, de la división y de un vacío conceptual en el que lo relevante se olvida o simplemente se deja de lado.
Puntos de sutura es la magistral crónica de una decadencia creativa y personal, que no dejará de provocar daños colaterales. Una novela esencial escrita por quien, en justicia, tendrá que ser considerado como uno de las figuras más interesantes de la literatura latinoamericana actual.
miércoles, agosto 06, 2008
Sólo 6 grados

Hace un par de días leí en El Pais.com una noticia que no dejó de sorprenderme: el Messenger ha demostrado la teoría de los seis grados. Efectivamente, el “estudio de Microsoft, recogido este lunes por la prensa de Estados Unidos, corrobora que dos individuos cualesquiera están conectados entre sí por no más de 6,6 grados de separación, es decir, que son necesarios siete o menos intermediarios para relacionarlos”.
Esto quiere decir que los miembros de la raza humana están más cerca uno del otro de lo que parece. No existiría entonces una separación realmente significativa entre, por ejemplo, un campesino del trapecio andino y Donald Trump, entre un vendedor de artesanías en una estación del Metro de Caracas y Amy Winehouse, entre Woody Allen y Osama Bin Laden, o entre yo mismo y Haruki Murakami.
Tal vez algunos pretendan ver con optimismo esta situación en un mundo signado por las enormes diferencias culturales y económicas. No me creo capaz de compartir ese tipo de entusiasmo.
La tecnología ha creado la posibilidad de un mundo donde las diferencias se muestran de un modo impúdico. No es que antes haya sido distinto, pero lo sintomático de nuestro tiempo es que todos nos vemos. Hoy en día cualquier habitante de las regiones más pobres del planeta es capaz de ver, en directo o con una virtualidad que se asemeja demasiado a la vida real, el espectáculo de los personajes idolatrados por los medios audiovisuales. Difícil no desear la suerte del otro, no envidiarla, o al menos resentir la mala suerte propia. Por otra parte, las democracias occidentales han hecho de la libertad de expresión una de las premisas fundamentales sobre la que también se desarrollan, caóticas e irrefrenables, las distintas vertientes del show-biz. Mientras esto sucede, desde distintas posiciones otros seres humanos observan, interpretan, sacan sus conclusiones, e incluso optan por inmolarse, como se ha visto con pavor a lo largo de esta década.
El mito de la torre de Babel relata que los hombres estaban físicamente cerca mientras pretendían construir aquel descomunal monumento a la soberbia. Y esa cercanía no fue óbice para que la imposibilidad de comprenderse les impulsara a la mutua destrucción. Tal vez la tecnología sea un Babel que acerca a los hombres de diversos orígenes, a la par que subraya sus enormes diferencias. Necesariamente habrá algunos que querrán aniquilar a otros. Esto parece algo difícil de ser soslayado cuando las distancias verdaderas se presentan como insuperables.
El largo rumor del río Cherwell: Tu rostro mañana: 3 Veneno y sombra y adiós, de Javier Marías, en Carátula

domingo, julio 27, 2008
La búsqueda del héroe

Ethan Edwards, el personaje de John Wayne en The Searchers (conocida en Hispanoamérica como Más corazón que odio y en España como Centauros del desierto, las distribuidoras de filmes siempre haciéndose responsables de este tipo de esperpentos) puede bien representar el arquetipo del héroe épico, dueño de una inteligencia y una fortaleza extraordinarias que, junto a una capacidad singular para el sacrificio, le habilitan para llevar a cabo las acciones heroicas más destacadas, pero no le salvan ni de sus pasiones ni de sus perversiones personales. Ethan Edwards se nos presenta como un energúmeno vengativo, misógino y racista, cuyos antecedentes legales nunca llegan a ser totalmente transparentes. Quizá lo paradójico de esto sea que precisamente estas perversiones parecen ser el motor que impulsa al héroe a la consecución de la hazaña.
Harold Bloom enseña en la introducción de El canon occidental (libro tan polémico como imprescindible), que un texto canónico no tiene por qué encarnar las virtudes morales que comprenden los valores normativos ni los principios democráticos de Occidente. Quizá la literatura épica, como ningún otro género, sepa sacarle partido a esa aparente amoralidad. La Ilíada, por ejemplo, exalta la incomparable gloria de una victoria armada, en la que no han faltado odio, ardides y golpes bajos.
Postular un género épico que esté dentro de los límites de lo que hoy conocemos como lo "políticamente correcto", parece entonces una contradicción insalvable. ¿Será por eso que ya no se estrenan buenos westerns en las salas de cine?
lunes, julio 21, 2008
Una película collage

Lo anterior se hace aun más notorio cuando nos encontramos frente a una ciudad cuya personalidad resulta avasalladora, por universal e infinita. Pocas pueden darse ese lujo: Nueva York, Londres, tal vez en menor medida Berlín y, por supuesto, Paris.
Las pequeñas y diversas historias que se presentan bajo el título común de Paris, je t'aime, corren alocadamente sobre la pantalla, una tras de la otra, proporcionando una extraña sensación de unidad que sólo se comprende por la presencia de una mirada, casi siempre extranjera, sobre una ciudad sobrecargada de iconos y motivos inspiradores, que le son tan propios como irrenunciables. El cementerio, el Metro, el parque, la inmensa torre de acero, podrían proporcionar, cada uno por separado, una visión completa de la ciudad para un observador foráneo. Tal vez las diversas historias de Paris, je t'aime puedan ser entendidas de un modo más específico por los habitantes de sus barrios. Pero eso es algo intrascendente de cara a la apreciación del filme como una obra de arte colectiva y excelentemente articulada. Una Paris vista e interpretada por extranjeros siempre comunicará la nostalgia de aquello que nos es lejano y, sin embargo, nos creemos con derecho a asumir como propio.
35 años de Artaud
domingo, julio 20, 2008
Un único desierto, de Enrique Prochazka
Prochazka llega a la literatura a través de la filosofía, la astrofísica, la geografía y las demás ciencias naturales. Es un erudito que emprende la aventura de narrar tal vez como un medio de drenar sus inquietudes y tender puentes entre sus diversos intereses. Creo que Prochazka, en realidad, no escribe para nadie que no sea él mismo, y que al permitir que otros lo lean realiza una especie de acto de benevolencia. Como también lo hace al dialogar con otros. Su estado natural es el del lector siempre ávido, el del caminante solitario de calles citadinas y grises, y, por supuesto, el del andinista tenaz y arriesgado. Como Borges, parece tratarse de un erudito distante y caprichoso, y no de un maestro accesible. No imagino a ningún principiante sensato llevándole sus escritos. Él -solamente él- tendrá que escoger con quien se junta, qué lee, con quién conversa.
La publicación de una nueva edición, aumentada que no corregida, de Un único desierto, el primer libro de relatos de Enrique Prochazka, es sin duda un acontecimiento editorial que no podrá pasar desapercibido. Acaso también un llamado de alerta para quienes aún pretenden que la literatura sea entendida como una especie de manifestación folklórica emparentada a una sociedad específica.
miércoles, julio 16, 2008
La tentación de lo efímero

Cuando uno se entera de que cientos —tal vez miles— de personas, en ciudades como Madrid o México DF, son capaces de pasarse la noche en vela frente a las puertas de los negocios que comercializarán un nuevo modelo de teléfono celular (por supuesto que con cámara fotográfica, equipo de música, conexión a internet, agenda y miles de características adicionales), uno no puede dejar de preguntarse por el tipo de motivaciones que subyacen en sus mentes. No se trata de conseguir entradas para ver a los Rolling Stones o a U2, ni para una final de la NBA o de la Champions League, situaciones hasta cierto punto comprensibles pues al menos puede existir la esperanza de ser testigo de un suceso único, incluso histórico o memorable para algunos, que podrá ser reseñado pasados los años, y mejor aun cuantos más hayan pasado y sea útil tener algo que decir a los nietos o a los nietos de los amigos.
Pero cuando esto pasa con un teléfono celular con accesorios (o una cámara fotográfica con teléfono, o una computadora con cámara y teléfono; la propiedad conmutativa puede ser utilizada al antojo y conveniencia del marketing), el asunto parece, al menos en principio, bastante más asombroso y menos justificable. Estamos ante un aparato destinado a ser superado por otro similar, que probablemente ya haya sido diseñado o proyectado, y que será lanzado cuando el que hoy le quita el sueño a los consumidores haya copado el mercado y sea menester propiciar la formación de nuevas colas nocturnas. Uno podría sacrificar el sueño por algo que trascienda, pero nunca por algo destinado a ser obsoleto.
El presente entiende la novedad como la mejor forma de experimentar emociones. Una novedad que rápidamente pierde vigencia, para dar paso a otra novedad, y así sucesivamente. La novedad es, por definición, finita, mientras que la necesidad de experimentar emociones aparece como permanente.
Pienso que el Arte, por su lado, presupone la coexistencia de estéticas tan diversas que únicamente tienen en común un cierto destino imperecedero. No existiría, en consecuencia, mejor medio para experimentar emociones que la contemplación del lo artístico, pues esto implica satisfacer una necesidad permanente con un objeto cuya vocación es no perecer, o al menos mantenerse en el tiempo. Por eso uno puede emocionarse repetidas veces viendo de nuevo a Shirley MacLaine, corriendo por las calles de Manhattan, en la escena final de El apartamento, o con el baile de Anna Karina y sus amigos en Bande à parte, o releyendo un fragmento de El Quijote, un diálogo de Shakespeare, un poema de Vallejo, o contemplando una y otra vez el lunar rostro de alguna de Las Meninas o el toro crepitante de El Guernica. En todos esos casos la vigencia y la emoción son independientes de la antigüedad o la cronología de la obra.
Uno en cambio no puede sentirse conmovido al utilizar un teléfono celular de dos años de antigüedad. Ni tampoco escribiendo en una laptop Pentium 2, ni viendo la tele en un Sony Trinitron de pantalla verde. En ese ámbito, la emoción es necesariamente momentánea, pese a lo que intenta transmitir los mensajes publicitarios.
Tal vez cada vez haya menos gente dispuesta a contemplar el Arte, y mucha más inclinada a las sensaciones efímeras que aporta la moda o la tecnología. ¿Podría no caer en el barbarismo, una sociedad que se ciega a la contemplación estética en su versión más elevada, y se torna adicta a las bondades transitorias de los aparatos? Difícil de imaginar. En todo caso, me da la impresión de que dicha sociedad sería menos refinada que la nos legó un ídolo maternal con forma de globo, una escena de caza pintada en la profundidad de una cueva, el impresionante perfil de un bisonte.
sábado, julio 12, 2008
El rostro de Eva
Pese a la diferencia de edad que nos separaba, me daba cuenta perfectamente de que Eva era, de lejos, la más atractiva de las amigas que tenía mi madre. No sólo debido a su singular belleza física, sino también a que sabía conducirse con una categoría que resultaba bastante atípica dentro de ese grupo de mujeres de la comunidad. Solía visitar nuestra quinta de la avenida Anauco, en pleno San Bernardino, sobre todo con ocasión de las fiestas que mi madre comenzó a tener por costumbre organizar desde que mi padre se divorció de ella.
“Tienes que apoyar a Sarita, se ha quedado sola y eso nunca es bueno para una mujer de su edad”, me recomendaba mi padre cada vez que lo visitaba en su joyería de La Francia (a su nueva casa de Los Chorros casi no iba), haciendo uso de esa irregular mezcla de vehemencia y sentimiento de culpa tan suya, y que hoy en día me parece una especie de tópico cultural. En todo caso, desde mi perspectiva adolescente sentía que el mayor apoyo que mi madre requería de mí era que actuara de manera solícita en sus reuniones, donde invariablemente hacía las veces de bartender y mesonero.
No la pasaba mal en aquellas fiestas. Normalmente era el único ser del género masculino que estaba presente pero eso, tal vez porque era demasiado joven y la mayoría me conocía desde niño, constituía un detalle que era fácilmente olvidado por las asistentes, y entonces podía distraerme a mis anchas escuchando los cuentos y las fanfarronerías de ese grupo de mujeres adultas y solitarias. Había mucho rencor en sus discursos particulares, es cierto, pero también bastante sentido del humor y, sobre todo, abundantes dosis de irreverencia. Supongo que algo parecido a lo que sucede en las peluquerías o en los salones de belleza. Y además se bebía realmente mucho. Tengo la impresión de que en los años setenta las mujeres de Caracas ya se sentían lo suficientemente liberadas como para consumir alcohol en cantidades industriales. Aprovechaba de esa ocasión para poner en práctica varias recetas de cocteles que yo mismo me inventaba. Mezclaba licores diversos con jugos naturales o con aguas gaseosas. El de ginebra, ron, Fanta, Coca Cola y Seven Up, con un toque de Curaçao, era uno de los favoritos. Dana, una mujer narizona y rubia que había quedado viuda con dos hijos, lo bautizó en mi honor con el dudoso nombre de “Jacobito”.
“Eres un buen muchacho, Jacobito, siempre tan leal con tu mamá. Ojalá que mis hijos sean como tú”, me alabó Dana, ya bastante borracha, la noche en que se le ocurrió la genial idea con que pretendía perpetuarme: “Creo que mereces que ese cocktail tan sabroso se llame como tú”. La verdad es que mi nombre no es Jacobo. Me llamo Isaac, como mi abuelo paterno. Jacobo era el nombre de mi padre, y por esa razón muchas personas de la comunidad — adultas, sobre todo— me conocían como Jacobito.
Eva nunca probó un Jacobito, ni nada que se le pareciera. Bebía exclusivamente vino blanco bien frío, aunque de un modo bastante moderado. Siempre se comportaba muy sobriamente. Se reía con las ocurrencias de las otras mujeres, hablaba generalidades, pero nunca de nada verdaderamente personal. No había tenido hijos y su ex –esposo, —un destacado cardiólogo del Hospital de Clínicas— la había dejado por una enfermera goy y casi quince años menor que ella.
A estas alturas tengo que confesar algo muy personal: no me han hecho la circuncisión. Mi familia acostumbra no hacérsela a los neonatos desde la época de los pogroms del imperio ruso. Esa decisión de mis antepasados salvó a buena parte de los varones Lubitsch, ya instalados en Checoslovaquia, durante los años de la segunda guerra.
Una noche de sábado, en la que mi madre había organizado una de sus habituales fiestas, Eva entró a nuestra casa con el rostro visiblemente alterado. Vestía impecablemente, como siempre lo hacía, aunque quizá esa vez llevaba más joyas que las habituales. Una de las amigas de mi madre, que había caído rápidamente en una poderosa borrachera gracias a la ingestión de unos cuantos Jacobitos, se disponía a relatar al resto de las asistentes algunas intimidades de su matrimonio recientemente deshecho. La atención de todas estaba inevitablemente centrada en ella. Pero no la mía. Al percibir que Eva no estaba pasando por un buen momento, me percaté de que, más allá de su belleza y su elegancia, podía tratarse de una mujer sola y vulnerable, y sentí que me estaba quedando prendado de ella. Mis hormonas adolescentes comenzaron a crepitar. No sé cómo, ni por qué —siempre he sido más bien tímido para esas cosas, más aún a esa edad— tomé la inverosímil decisión de acercármele.
—Hola, Eva —la dije. Las carcajadas de mi madre y sus amigas seguramente hacían que mi saludo sonara aun más tímido e insulso.
—¡Jacobito! ¿Cómo estás, mi niño? —Eva pareció súbitamente alegre de verme. No recordaba si en el pasado había sostenido con ella algún intercambio de palabras que pudiera ser calificado de diálogo—. ¿Me regalas un poco de vino blanco, cariño?
En el acto la obedecí y fui a buscarle una copa. Eva se la bebió en un par de sorbos. Inmediatamente estiró el brazo, con inequívoca actitud de diva. Decidí que lo mejor sería traerme la botella dentro de un cubo lleno de hielo.
—Está chévere la fiesta —le dije sintiendo la necesidad de hacer algún comentario.
Eva me pidió más vino.
La amiga de mi madre comentaba a voz en cuello que la madre de su ex -marido mantenía el juego de sofás de su casa forrados en plástico transparente. “¡Vieja pichirre!”, gritó y las demás mujeres estallaron en una carcajada feroz.
—Mi suegra nunca me quiso —dijo entonces Eva, mirándome fijamente. Inequívocamente era yo el destinatario de su comentario. Pensé que no iba a saber qué decir ante esa revelación inesperada. Seguidamente me preguntó—: ¿Sabes por qué?
—No —respondí, algo aliviado.
—Porque nunca pude darle un nieto. Por eso.
Rellené su copa de vino. Permanecí en silencio. Las mujeres seguían celebrando las anécdotas de la payasa de turno
—Y seguramente hasta tú ya sabes lo que pasa ahora, ¿verdad?
El tono que empleó para hacer esa pregunta no me resultaba agradable. Además eso de “hasta tú” me sonaba un tanto ofensivo.
—No sé nada.
—Ya lo sabrás. Mejor de mi boca que de la de otro. Ese cabrón de Isi acaba de tener un bebé con su enfermera. Un bebé varón.
Seguí mudo. Mi padre siempre me decía que uno nunca debe perder la oportunidad de mantenerse callado. La amiga de mi madre se había colocado un pañuelo en la cabeza e intentaba imitar a su ex –suegra, mezclando palabras en español y en yiddish.
—¿Y sabes qué? —continuó Eva—: Esa mujer podrá ser más joven que yo, pero nunca será como yo. Es una bicha horrible. ¿Tú crees justo que se le haga algo así a una mujer como yo?
En ese instante me detuve a observar el rostro de Eva. Me pareció perfecto. Sin duda se trataba de la mujer más hermosa que jamás había pisado aquella sala de estar.
—No, definitivamente no —me atreví por fin a responder. Escuché una voz lejana clamando por un Jacobito. Pensé que podía tratarse de mi madre, o de cualquier otra mujer mayor y solitaria. Decidí no responder al requerimiento.
—Pero no sabes lo peor —me dijo entonces bajando el tono de su voz—: La mujercita se convirtió, al bebé ya le hicieron el berit milá.
—A mí no me lo hicieron —le revelé entonces pensando que podría consolarla de alguna manera.
—¡¿Qué?! —me preguntó con sorpresa—. ¡Pero si yo estuve en tu bar mitzva!
Entonces mi madre vino hasta mí para reclamarme que no le prestara atención. Una de las mujeres me pidió un vaso de Etiqueta Negra con hielo y soda. Tuve que abandonar a Eva. Cuando terminé de servir los tragos intenté buscarla, pero ella ya se había marchado.
Nunca más volví a conversar con Eva. Años después se casó con un abogado de Brooklyn, viudo y rico, y se fue a vivir a Nueva York.
Hace unos días una anciana muy delgada y de aspecto distinguido ingresó al negocio del que soy propietario en Coral Gables —una combinación de librería, bar y cafetería—. La escuché comentándole a una de las empleadas que vivía en Naples y que por momentos se hartaba de tanta tranquilidad a su alrededor. Su acento era indiscutiblemente caraqueño. Compró unas revistas y unos libros en español, y se retiró del local. Creí entrever en su rostro arrugado al rostro de Eva, pero preferí no esforzarme en averiguar si estaba en lo cierto.
viernes, julio 11, 2008
Grandes simios

La legataria

No puede decirse lo mismo, sin embargo, respecto de su decisión de legar el conjunto de documentos del autor que obraban en su poder (Kafka había muerto a los 41 años, sin dejar descendencia, y el resto de su familia cercana lo haría años después en campos de concentración nazis) a la inefable Ilse Esther Hoffe, su amante y secretaria, quien murió el año pasado, a la rotunda edad de 101 años.
Desde la muerte de Brod, en 1968, la señora Hoffe se había negado sistemáticamente a permitir el acceso a los documentos de Kafka, lo cual no impidió que subastara el manuscrito de El proceso y fuera detenida en el aeropuerto internacional Ben Gurión cuando intentaba salir de Israel con algunas cartas y el diario de viaje del autor.
En uno de los diálogos de Manhattan, Isaac Davis, el personaje de Woody Allen, intenta burlarse de Mary Wilkie, el personaje de Dianne Keaton, espetándole una frase memorable: “Tu autoestima es peor que la de Kafka”.
Más que una frase pareciera una maldición. La autoestima, por inexistente o exhacerbada, siempre será un tópico entre los escritores. Incontables de ellos se han dedicado con devoción, y se están dedicando ahora mismo, a ordenar sus manuscritos, sus documentos, sus cartas y sus emails, buscando que su legado pase a la posteridad de la mejor manera posible. Como si ignorasen que el tiempo condenará irremediablemente al olvido a la mayoría de ellos. Quizá alguno comparta los traumas y las culpas de Kafka y ordene destruir lo que ha escrito. O incluso lo haga él mismo, ante el temor de que caiga en manos de alguna viejecilla longeva y con ídeas estrambóticas.
jueves, julio 10, 2008
La Europa más salvaje

La rápida y sorprendente reconstrucción de los países democráticos de la Europa occidental a partir de aquellos tiempos aciagos, invitaría a pensar que las mentalidades europeas han aprendido de sus errores y a reconocer que la existencia de sociedades abiertas es un presupuesto necesario para la paz. Sin embargo la tendencia presente apunta en un sentido absolutamente contrario. Los regionalismos se apuntalan, y con ellos la primitiva idea de la tribu. La Unión también comienza a parecerse a un sindicato de señores feudales ansiosos por defender cada uno sus murallas. Y en esa circunstancia, los inmigrantes se convierten en el mejor chivo expiatorio posible.
Esto me recuerda que sobre el final del año pasado conocí a un banquero de inversión de la City londinense: un francés de provincia, amigo de un amigo, que se ufanaba de sus orígenes feudales y estaba sinceramente en contra de la democracia como idea abstracta y, mucho más aún, como sistema político puesto en práctica. A mi parecer, aquel personaje pintoresco se asemeja bastante a los energúmenos -enfundados en trajes regionales, masticando dialectos al borde de la desaparición, o basando su aceptación e influencia en una extraña mezcla de orgullo racial, riqueza de orígenes dudosos y mass media- que con mayor frecuencia comienzan a ejercer influencia en Europa a varios niveles. Vergonzosa realidad, sin duda, y además altamente incoherente si tenemos en cuenta las cantidades ingentes de inmigrantes de origen europeo que, hasta hace no muchos años atrás, huían de la miseria y la violencia, precisamente a algunos de los países de donde hoy provienen quienes son tratados como criminales por el simple hecho de repetir la misma historia, sólo que esta vez en dirección inversa.
Las brutales leyes en contra de la inmigración ilegal recientemente aprobadas por el Parlamento europeo, no solucionarán ningún problema real y seguramente crearán muchos adicionales. Pareciera que la tendencia a la barbarie sigue latente en una Europa, casi siempre bélica e intolerante, y desde hace un par de siglos, crecientemente nacionalista. La inmigración ilegal no parará, a pesar de los discursos de líderes racistas y fronterizos, y de la aprobación de normas inhumanas y absurdas. Todo esto pareciera recordar algunos episodios de esa historia nefasta que los europeos fatalmente han sabido repetir. Los Bossi, los Fini, los Le Pen, con sus discursos incendiarios y sus mentalidades pre-modernas, son una amenaza verdadera para parte de los seres humanos que siempre están o estarán presentes en Europa. También lo es un personaje aparentemente democrático como José María Aznar; quién lo dude puede echar un vistazo a ese novísimo panfleto suyo titulado Cartas a un joven español (perdónalo, Rilke, no sabe lo que hace). Pero quizá lo más preocupante de todo es que también lo sea el banquero de inversión, amigo de mi amigo.
Historia de un set de filmación

La actriz pretendía utilizar en el momento cumbre del filme, aquel vestido verde que le sentaba tan bien. Sin embargo ésa no podía convertirse en una sugerencia aceptable para el director, que ansiaba ser reconocido por el manejo convincente de sus largas escenas, la reveladora asexualidad de sus personajes, sus diálogos bergmanianos. Ella insistió tanto, que el director accedió a hacer una prueba de la que sólo quedaron unos cuantos minutos de fotografía expresionista. Reforzado en su idea inicial, decidió editar las imágenes y continuar la filmación en blanco y negro.
miércoles, julio 09, 2008
La liberación televisada

Hasta aquí todo bien, si no fuera por la actitud que está desplegando la recientemente liberada señora Betancourt, quien no pierde oportunidad para tener protagonismo frente a las cámaras y, sobre todo, para seguir hablando y hablando. Con todo el respeto que se merece, doña Ingrid no está actuando como alguien que estuvo secuestrado en la selva y tiene la valiosa oportunidad de reencontrarse con sus seres queridos luego de un largo y penoso cautiverio. En el lugar de ella, cualquier ser humano estándar habría procurado evadirse de la prensa y concentrarse en descansar y estar con su familia. La franco-colombiana, por ejemplo, podría estar recuperándose ahora mismo en alguno de los excelentes spas que abundan en la Costa Azul, quien sabe si hasta invitada por la pareja Sarkozy-Bruni u otro de los buenos amigos que, por lo visto, le sobran. Pero no. Prefiere los actos públicos. Las cámaras. Y, por supuesto, hablar y hablar.
Me refería a gente estándar, ¿y quién dice que los políticos lo son? Ingrid Betancourt forma parte de esa raza especial a la que pertenecen todos aquellos que ansían hacerse del poder (no siempre por motivos subalternos, todo hay que decirlo, también existen los bienintencionados, o los que lo son ab initio) y ejercerlo a través de una función pública legítima, en el mejor de los casos. Ahí donde otros sienten la necesidad de salir huyendo, ellos ven la oportunidad de figurar y robar cámara, y por eso, como lo hizo la propia Betancourt años atrás, hasta se atreven a internarse en zonas donde el riesgo contra sus vidas es inminente. Si lo analizamos con detenimiento, todo esto no deja de lucir disparatado, desproporcional, antiestético. Un espectáculo bastante lamentable e ideal para el consumo voraz y siempre momentáneo de los medios.
De momento se desconoce cuánto durará el espectáculo de la ¿ex? candidata. Mientras tanto, yo apago mi TV.
El hombre más envidiado

No deja de ser curioso que, al momento de redactar su epitafio, estos detalles de su hoja de vida tengan que pasar a un absoluto segundo plano, frente a un hecho mucho más destacado y envidiable: el haber sido el primer esposo de Audrey Hepburn, la actriz más hermosa de la historia, la elegancia personificada, la diva por excelencia…
El número de personas que hubiesen deseado para sí la suerte de Mel Ferrer tiene que ser incontable, independientemente de su divorcio, luego de catorce años de irregular matrimonio.
Curiosa suerte la de Ferrer, un personaje siempre opacado por su ex-exposa.
Un hombre que vivió el sueño de muchos, merece sin duda descansar en paz.
martes, julio 08, 2008
¿La versión botánica de “Los pájaros”?

Cuando varios años después vi El Sexto Sentido, pensé haber descubierto en M. Night Shyamalan al único director digno de ser considerado sucesor directo de aquel viejo londinense, perverso y refinado. La visión de Unbreakable, esa incomparable combinación de narrativa épica, comics y esquizofrenia, no hizo más que confirmar mis sospechas. No se trataba tan sólo de producir excelentes filmes de suspense. Los rasgos comunes y distintivos eran demasiado notorios para pasar desapercibidos. La utilización de la imagen del director en la película –más activa en el caso del director indio- o la inclusión de personajes infantiles perturbadores —verdaderos enanos con características adultas, como el Orson Welles niño que describen sus biógrafos, en el caso de Hitch, o infantes dramáticamente afectados por los traumas de sus vidas cortas y azarosas, en el caso de Night Shyamalan— me invitaban a pensar en la aplicación más o menos ortodoxa de un canon.
En The happening, Night Shyamalan parece haber producido la versión botánica de Los pájaros. La película carece de una protagonista equiparable a una Tippi Hedren, víctima del sadismo de un director que no soportaba que su anterior diva hubiese decidido convertirse en la princesa de un estado diminuto y desconocido. Pero la imposibilidad de entender en su total cabalidad la conducta y las reacciones de la naturaleza vuelve a presentarse como un leiv-motiv pleno de vigencia.
Para hacer evidentes los límites cognitivos de las ciencias naturales, y la pesadilla apocalíptica que esto puede implicar en los seres humanos, Hitchcock tuvo que utilizar bandadas de pájaros teledirigidas. A Night Shyamalan parece haberle bastado unos cuantos ventiladores para recrear la atmósfera terrorífica de The happening, su última masterpiece. Toda una rareza en un cine contemporáneo casi siempre incapaz de descubrirnos la novedad que, por definición, subyace en los clásicos.
jueves, junio 05, 2008
El sueño pesado

Aprender a ser un hombre sin ella. Cuánto más se lo pensaba no lo creía factible. No es que le hubiese resultado ofensiva esa frase, de hecho sentía que nada que viniese de Vega podría afectarle, al menos no de una manera insalvable, que más allá de sus indiferencias, sus desapegos, su carencia de gestos, estaba la incólume conciencia que él poseía respecto de la necesidad de su presencia. Conciencia a partir de la cual todo podía soportarlo —incluso aceptarlo, comprenderlo, justificarlo— si es que con eso aseguraba que no se iba a marchar de su lado. Pero de pronto —hacía ya más de diez años de eso, el tiempo vuela, se decía para sí, una vez más— la fórmula dejó de funcionarle y se sintió caer en el vacío, presa de horror y de pánico escénico, sabiéndose al margen de cualquier posibilidad de retenerla apelando a ese sentimiento de culpa tan propio de ella, que naturalmente buscaba encajarse —piezas del rompecabezas de su historia común, patologías complementarias— con su perdón o su fingimiento de que nada había pasado, y que nada importaba por más que las cosas fueran demasiado visibles o evidentes, o él se hubiese convertido en el súbito destinatario de chismes o comentarios malsanos, o incluso de los datos inoportunos y bienintencionados de parientes o amigos. Esta vez no se trataba de una de sus tantas aventuras de mujer casada en busca de compensaciones improbables, o tal vez de simples satisfacciones episódicas. Esta vez sí se había enamorado de verdad. Lo que Marco no podía aceptar, ni comprender, mucho menos aprobar, era que tuviera que ser precisamente de quien había sido. Y ahora se le pedía que aprendiera a ser hombre sin ella, paradójica solicitud, a él que creció en la vecindad de su figura, en el conocimiento de su necesidad y su cercanía, él que nunca pudo en realidad hacerse a la idea de separarse de ella o distanciarse o eludirla como le había recomendado el propio Javier, cuando era el director de su charla fraterna en el centro de estudios.
Pero también era cierto que había percibido algunas señales en Vega que con el paso de las horas se volvían más y más insoportables por ser evidencia de que las cosas eran en verdad definitivas: un cierto gesto de autosuficiencia, un tono de voz que le había sonado afectado, tal vez hasta malicioso, perverso. Todo esto confirmaría lo que había creído intuir días atrás, y además le invitaban a pensar que la situación había sido largamente meditada, planificada, pensada varias veces por ella para no dejar ningún cabo suelto. Esa certeza lo estaba dejando sin vida, sin posibilidades de recuperar el oxígeno que sentía iba perdiendo. Oxígeno que ella le proporcionaba, vital gas de su cercanía. Por eso optó por no esperar a que regresara del viaje de trabajo que a ella le había caído de maravilla en esas circunstancias y que a él parecía dejarle sin posibilidad alguna, tomó unas pocas cosas de aquella casa todavía hipotecada —pocas eran las que quería conservar, ninguna la que en verdad le resultaba indispensable, eso al menos pensaba para sí—, las colocó inopinadamente dentro de una pequeña maleta y atravesó las pocas calles que separaban el barrio de Marconi de la Residencial San Felipe, donde ambos habían crecido y donde sus todavía vivos padres permanecían.
Un par de días más tarde ya había presentado su renuncia en el estudio de abogados donde trabajaba —una oficina antigua y familiar que años después experimentaría la necesidad de recomponerse para sobrevivir en aquel país cambiante, y que seguramente habría contado con alguien con su brillantez y competencia como una de sus bazas ganadoras—, procurando no dar mayores explicaciones frente a las preguntas que necesariamente tendrían que hacerse, los reclamos por su falta de gratitud, las reconvenciones amables y siempre a destiempo. Había escrito a Cornell, se había puesto en contacto con Cristina, una madrileña del Romanics School con la que años atrás Vega y él habían entablado una amistad entre fervorosa y cervecera. “Claro que puedes conseguir una plaza como instructor de español”, le había dicho segura de sí misma y siempre optimista: “¿Vienes con Mariana?”. Cristina no la llamaba por el apellido pues la había conocido siendo ambas adultas y no podía conservar de manera voluntaria —situación que el tiempo desdibujaría y haría perder toda su gracia: ella siempre le llamó “Marco”, no “Martínez”— la costumbre de hacerlo por su apellido, de manera genérica e impersonal, como se suele llamar a los compañeros de clase, al menos en los primeros años de la escuela.
De súbito Marco dejó Lima, el derecho, la certeza de un futuro equiparable al de sus pares, no obstante los días amargos y pesados que aún se vivían para ese entonces. La última vez que se dejó ver públicamente fue pocos días después, durante el velatorio de una compañera de la facultad que había sido asesinada junto con su madre y su único hermano en el atentado de Tarata. La imagen del padre de la muchacha muerta —un agricultor del norte, mayor y adinerado para lo que había, despojado violentamente de su mujer y sus dos únicos hijos: escena demasiado conmovedora como para permitir atender otros dramas paralelos, siempre menores al menos aparentemente— centraba la atención de todos, así que seguramente nadie reparó en Marco más de la cuenta. Vega, que también asistió, le dio un abrazo y un beso que parecían subrayar lo banal de su situación personal. “Esto es terrible”, fueron sus únicas palabras, las últimas palabras suyas que Marco escucharía antes de marcharse.
Marcos vuelve a fijar sus ojos en la página del libro que intentaba leer justo antes que estos pensamientos le asaltasen. Sabe que cualquier esfuerzo es en vano, y decide suspender la lectura. Se pone de pie, y se marcha de la sala de lectura dejando el libro sobre la mesa. Sobre la cubierta puede leerse el título: A Theory of Justice.
miércoles, junio 04, 2008
El sueño pesado

Federico dice:
qué hay, inútil??
Mateo dice:
cómo andas, infeliz
Federico dice:
muy feliz
Mateo dice:
qué bueno, peruanito de mierda, y yo haciendo cosas de provecho
Federico dice:
me alegro, ya era hora, macaquín chavista
Mateo dice:
siempre he sido un carajo de lo más provechoso, lo que pasa es que nadie se ha dado cuenta
Federico dice:
pobrecito, una victima mas, que poca madre
Mateo dice:
no, mejor así
Mateo dice:
víctima de la sociedad de consumo y de la revolución
Federico dice:
pero nunca de ti mismo, es la coartada de siempre
Mateo dice:
por supuesto, así me ahorro el sentimiento de culpa, nunca lo tengo, es lo bueno de no haber pasado por el opus dei, a ti se te da bien, lo de culparte?
Federico dice:
pues mi psicoanalista todavía trabaja en eso
Mateo dice:
bueno, tu psicoanalista trabaja en lo que sea, lo importante es desplumarte, si no fuera el complejo de culpa se buscaría otra cosa
Federico dice:
tú siempre tan acertado!!
Mateo dice:
de alguna forma se tiene que repartir la pasta que te sacas haciendo chanchullos financieros en sudacalandia, ¿no?
Federico dice:
por supuesto
Mateo dice:
es economía básica
Federico dice:
o cinismo avanzado
Mateo dice:
ah, ¿no es igual?
martes, junio 03, 2008
El sueño pesado

Pasan algunos minutos y Fernanda por fin toma asiento enfrente de mí, no sin antes besarme en la mejilla. Esta vez ha llegado más tarde que yo, aunque siempre antes de la hora convenida. No me gusta que me espere y por eso he venido tan temprano. Sonríe de un modo casi adolescente, acaso siendo conciente de que estoy cada día más loco por ella. Todavía no me atrevo a decírselo, finjo actuar como si la considerase una amiga o una simple colega, aunque la frecuencia con que la invito a almorzar o tomar un café después de la oficina es en verdad inusitada.
El flaco vuelve a hacer su aparición.
—Un pisco sour —le pide Fernanda con una sonrisa que se estrella contra la acritud del personaje.
Pienso que no debo hacerle ningún comentario, aunque sinceramente deploro su elección. Me han bastado unos cuantos meses viviendo de nuevo en Lima para aprender a aborrecer el pisco, ese alcohol incivil y agreste que se ha puesto de moda aquí.
—¿Cómo estás? —le digo en cambio, mientras me apresuro a extender mi mano hacia el paquete que he dejado a un costado de la mesa. Me responde que muy bien y toma el paquete de mis manos.
—¿Qué es? —me pregunta sin mucha ansiedad.
—Ábrelo
Hace lo que le pido y observa por unos segundos los dos pequeños tomos de Alianza Editorial. Lee los títulos y el nombre del autor, y exclama:
—¡Muchas gracias!
Aprovecho la situación para tomar su mano, amistosamente. Sin pensármelo mucho me animo a besársela. No deja de sorprenderme la naturalidad con que acepta la situación, pero procuro no detenerme mucho en ese detalle.
—¿Entonces tendré que leer a Borges? —inquiere con cierta picardía.
Ayer mismo me comentó que siempre le había parecido un autor inalcanzable, y yo traté de persuadirla de que se trataba de una idea errónea:
—Creo que es más trabajoso leer a Isabel Allende, y tú lo haces —traté de alegar irónico, aunque supongo que sin muchas posibilidades de convencerla.
—No se trata de eso —me explicó ella entonces—. Siempre he leído lo que he tenido a la mano, soy una lectora muy espontánea, además nunca nadie me ha estimulado a leer autores que por alguna razón veo como demasiado complicados para mí…
Saliendo de la oficina pasé por Crisol para buscar El Hacedor y El libro de arena.
—Me encantaría que te des a ti misma la oportunidad de conocer a un narrador verdaderamente sublime —alego bastante estereotípico ante su simpática inquisición. Pienso que es el tipo de afirmaciones que suele impresionar a las mujeres. Por experiencia propia sé que la inmensa mayoría de ellas se sienten subestimadas por seres intelectualmente inferiores. Mi inequívoca intención es que el abogado con el que está casada Fernanda caiga, de manera irremediable, en esa categoría.
—Te agradezco los libros, y sí, por supuesto que los leeré. Pero eso sí, tendrás que prometerme que vas a tener paciencia conmigo si se me ocurre hacerte algún comentario idiota. ¿Por cuál comienzo?
—Yo comenzaría por El hacedor, un libro sencillo pero complejo al mismo tiempo —le respondo. No quisiera que mi voluntaria pedagogía resulte artificiosa, o aburrida—. Además estoy seguro de que tus comentarios no serán nada idiotas, de hecho me entusiasma mucho poder conversar contigo de estas lecturas.
—¡Muchas gracias! —vuelve a decirme, con su inconfundible voz ronca y juvenil.
—¡Marmota! —le digo, y suelto la carcajada.
La veo reírse del mote que le inventé hace unos días, y no puedo dejar de repetirme que amo a esta mujer. Tal vez Borges pueda ayudarme, pienso finalmente.
lunes, junio 02, 2008
El sueño pesado
Así, con la mente casi en blanco, me dirijo a la biblioteca que siempre utilizábamos para nuestras reuniones de familia pequeña. De manera instintiva, y sin pronunciar palabra, me acabo de instalar en el escritorio de cedro nicaragüense en el que mi abuelo mataba el tiempo enseñándome a resolver operaciones algebraicas. Alguna vez formó parte de los activos del Ministerio de Fomento, donde él hizo carrera como funcionario público por algo más de treinta años.
En la pared blancuzca de enfrente, el infaltable retrato de Haya de la Torre me está observando con los mismos gestos exuberantes y culposos del Martín Lutero de Lucas Cranach.
Sentado en uno de los sillones laterales, Paul quiere darme la impresión de haber estado esperando por largo tiempo. Tal como me lo imaginaba, luce avejentado e infeliz. Ha dejado que su pelo lacio y canoso crezca libremente para atarlo con una cola de caballo, y ese detalle me hace percatarme de que aún sigue siendo un cultor de la estética de los ochenta. Sus piernas se entrecruzan con la sensualidad casta y hogareña que sabía exhibir la mujer que fue nuestra abuela. Intenta una especie de sonrisa insensible —casi una mueca sin destinatario, sus labios siempre tan finos como el pico de una golondrina—, y enciende un cigarrillo rubio que despide un desagradable olor a pasto quemado. Giro sobre mi asiento para asegurarme que las ventanas detrás de mí estén abiertas. Desde la segunda planta de la casa de los abuelos, doy un vistazo a la unidad vecinal de Angamos, ahora tan rancia y descolorida. Los jardines más o menos cuidados del pasado se han convertido en extensiones de tierra yerma que enmarcan cúmulos desarticulados de maleza. Me resulta un paisaje ingrato, incluso desagradable.
—Por fin llegastes —comenta Paul involuntariamente lacónico. Me digo a mí mismo, con bastante alivio, que tal vez no será necesario ningún tipo de preámbulo o manifestación de simpatía. Hemos conversado por teléfono esta misma mañana y no han transcurrido muchas horas desde entonces
— ¿Qué tal estuvo el vuelo?—. La inmediata pregunta de mi primo contiene una manifestación indubitable de interés de su parte. Percibo la contradicción entre ésta y la resistencia al contacto que supondría saludarnos como corresponde después de tantos años de lejanía.
—Habíamos quedado a las cinco de la tarde y apenas son las cinco y diez. Encontré mucho más tráfico del que podía imaginarme —le digo a la defensiva, o queriendo buscar una justificación rápida. Al mismo tiempo intento suavizar cualquier atisbo de tono beligerante, respondiendo a su pregunta—: El vuelo no estuvo tan malo para ser uno de Avianca.
Paul no ha subido nunca a un avión. Me pregunto si alguna vez habrá salido de Lima. Presumo que su sentido del amor propio le impedirá hacerme saber que no ha captado el significado de mi comentario. Recuerdo a Cristina en el aeropuerto de El Dorado, preguntándole a un funcionario excesivamente celoso en la revisión de nuestro equipaje, que si en Colombia creían que alguien sería tan estúpido como para llevar a Mickey Mouse a Disneylandia.
—No entiendo su comentario, señora…—. Fue la incómoda respuesta que brindó el funcionario a mi sonriente ex esposa, impaciente y segura de sí misma.
—Lima ha crecido muchísimo, ya no es el pueblo grande que dejastes a principios de los noventa —me explica Paul con la pedagogía de quien sabe que siempre será el primo mayor—. Aunque cuando te vinistes a vivir aquí ya había crecido bastante.
Imagino el mar de vehículos japoneses con el timón cambiado, la brutalidad congénita de conductores embistiéndose unos contra otros. Era el espectáculo del que me tocaba ser testigo diario desde el automóvil que todas las mañanas me llevaba al centro de Lima. Para ese entonces mi vida se había convertido en una deuda enorme e inmanejable, había renunciado a mi proyecto de vivir de la literatura y llegado a la conclusión de que no me quedaba otra salida que volver a trabajar de abogado. Mi primera asignación en esa nueva etapa consistía en negociar la compra de las acciones de una compañía de seguros en Lima.
—Creo que no vi carros con el timón cambiado, eso es un gran avance —le comento.
Las calles que hoy tuve que recorrer parecían un enorme aparcamiento de vehículos chinos. Casi todas las ciudades que conozco están atestadas de vehículos chinos.
Esta vez Paul sonríe de un modo menos impersonal, como si la ironía de mi comentario fuese capaz de causarle gracia. Recuerdo que la ironía era un rasgo característico de nuestra familia.
—Mira lo que encontré hace poco entre las cosas del abuelo —me dice al entregarme una postal con la imagen amarillenta de la Sagrada Familia. Le doy vuelta para descubrir una caligrafía que, aunque lejana, sigue siéndome propia: “Tenías razón, Barcelona es peculiar y hermosa…” Muchos años atrás, durante uno de mis viajes de mochilero, se la envié a mi abuelo desde alguna estafeta o un estanco.
—¿Esto es lo que me querías entregar? —pregunto a Paul con visible fastidio. Si su respuesta fuese afirmativa, me sentiría en verdad decepcionado.
—Claro que no —se apresura en responderme.
Presiento entonces que Paul aprovechará la ocasión de tenerme a su lado, para dar vueltas sobre temas diversos, pero buscando en realidad hablarme sobre las decisiones que tomó a partir de la muerte de nuestro abuelo. Sabe que es difícil tocar esos temas. Sabe también que si me diese lo que he venido a buscar, podría perder esa oportunidad.
—¿Sabías que Ramiro sigue con su restaurante?
—Sí —le respondo resignado—. Mucha de la gente que viene a Lima lo visita, los comentarios son siempre muy positivos.
—Ah —pronuncia mi primo hermano al escuchar mi respuesta. Aún se refiere a Ramiro como si se tratase de alguien cercano, sólo por el hecho de ambos fueron compañeros en el colegio y en la selección nacional de waterpolo. Lo más probable es que Ramiro ni siquiera recuerde su nombre.
—Uno que se fue y parece que no regresó nunca más es Marquitos —comenta ahora. Su conversación me resulta nerviosa e inconexa.
—¿Marquitos? —pregunto incapaz de recordar— ¿Quién es Marquitos?
—¿No recuerdas a Marcos Martínez, el amigo de Javier? Era mayor que ustedes, pero iba al mismo colegio.
Viene a mi memoria el rostro rojizo de un adolescente con quien compartí varios momentos, en el patio del recreo o los jardines de la residencial San Felipe. Recordé entonces que también estudió derecho en la Católica, que se casó con una muchacha muy bonita de la residencial, y que fue a estudiar a los Estados Unidos.
—Ah —pronuncio, sin saber qué más decir. Pienso que tendré que tener mucha paciencia con Paul.
sábado, mayo 31, 2008
El sueño pesado

No podría precisar cómo ni desde qué sector del bar apareció Atilio. Simplemente recuerdo que de pronto lo tenía enfrente de mí, preguntándome si tenía un cigarrillo.
Saqué uno de la cajetilla que llevaba en el bolsillo de la pechera de la camisa.
—¿Ducados? —me preguntó, cándido.
—No —le respondí—. Belmont. Cigarrillos venezolanos.
Atilio achicó los ojos extrañado, como si encontrarse con un venezolano en pleno centro de Barcelona fuese algo absolutamente atípico. Luego me enteraría de que se trataba de un tic provocado por cualquier situación inesperada. La vida de Atilio estaba llena de tics.
—Yo trabajé con un venezolano. Simón Gómez se llama. ¿Vos conocés a Simón?
Las posibilidades de que mi respuesta fuera positiva eran casi nulas. Me pareció que había demasiada ingenuidad en ese hombre de edad visiblemente madura. Acaso su acento argentino fue otro factor que me hizo desconfiar y ponerme alerta.
—No, no lo conozco. Hay millones de venezolanos. Yo no soy venezolano. O sí, lo soy. Pero no nací en Venezuela, sino en Perú.
—¿Peruano? ¿Conocés a Carlos López?
Tal vez en verdad se trataba de un ser de otro mundo. Para ese entonces yo tenía apenas veintiséis años, pero ya había conocido a varios seres de otro mundo.
—Tampoco.
—De Ruanda lo conozco.
No entendía mucho de lo que me hablaba. Di un sorbo a mi taza de café con leche antes de preguntarle, casi inconsciente:
—¿A quién?
—A Simón —me respondió—. Es fotógrafo. Trabajó conmigo en Ruanda. Yo soy reportero.
Su aspecto, efectivamente, podía ser el de un reportero de guerra. El cabello y la barba desordenados, la camisa por fuera, un chaleco con infinidad de bolsillos, las ganas desenfadadas de comunicarse. Sentí que me estaba diciendo la verdad. Me tranquilicé. Nunca iba a enterarme de quien era Carlos López, el peruano.
—¿Es tu primera vez en Barcelona?
—No —le mentí a medias—. Mi chica vive aquí —. Esta parte de mi respuesta era verdad, por eso digo que le mentí a medias.
—¿Y dónde te quedás?
—En Sanz —le mentí completamente.
—¿Sanz? ¿Conocés a Joan Segura?
Por alguna razón que no podría precisar, Atilio y yo no pudimos dejar de comunicarnos. Salimos del bar y nos internamos juntos por calles que yo desconocía totalmente. Rápidamente atravesamos el Barrio Gótico. No podía dejar de mirar la ciudad con curiosidad y con agrado, aunque pienso que lo más probable era que Atilio no hubiera reparado en mi evidente actitud de recién llegado. Lo veía demasiado concentrado en su propia conversación para haberlo hecho. En todo caso, sé que me proporcionó demasiada información para un trayecto tan corto: había nacido en Trenquelauquen, había estudiado la secundaria en el Nacional de Buenos Aires, había trabajado para Clarín, era divorciado y se ganaba la vida como reportero freelance. No le dije mucho de mí, ni siquiera que había vivido en Buenos Aires durante tres años. En un momento empezó a hablarme de Ruanda.
—Los hutus tienen ahora el poder, y masacran a los tutsis. El país es un río de sangre, algo verdaderamente espeluznante, la seguridad para la gente de la prensa es prácticamente inexistente, no sé de la suerte de muchos compañeros, Simón se perdió un día y nunca más apareció.
Quizá no dejaba de tener sentido que me preguntara por su colega venezolano.
Me habló de un hombre hutu que gerenciaba un hotel, y que salvó la vida a cientos de tutsis. Me aseguró que había pasado una temporada con él, y que lo había entrevistado para una revista italiana. Relató algunas historias de cuya veracidad dudé profundamente, y que creía haber olvidado, hasta que años después reaparecieron claramente en mi memoria cuando vi en el cine la película Hotel Rwanda, protagonizada por un negro de nombre Don Cheadle.
Reconocí La Rambla en cuanto llegamos, había visto demasiadas fotos en libros y guías turísticas. Cerca de nosotros pude ver la Boquería, sabía que unas cuadras más abajo me encontraría con el Liceu, mi punto de referencia para llegar al piso que Elfriede compartía con un par de amigas en la Xunta de Comerç.
—Hasta aquí llego yo —le anuncié a Atilio.
—Llamame por teléfono —me ordenó al entregarme una tarjeta personal con su nombre y un teléfono—. Llamame por teléfono, por favor —me repitió como queriendo corregir el tono.