sábado, julio 12, 2008

El rostro de Eva


Pese a la diferencia de edad que nos separaba, me daba cuenta perfectamente de que Eva era, de lejos, la más atractiva de las amigas que tenía mi madre. No sólo debido a su singular belleza física, sino también a que sabía conducirse con una categoría que resultaba bastante atípica dentro de ese grupo de mujeres de la comunidad. Solía visitar nuestra quinta de la avenida Anauco, en pleno San Bernardino, sobre todo con ocasión de las fiestas que mi madre comenzó a tener por costumbre organizar desde que mi padre se divorció de ella.
“Tienes que apoyar a Sarita, se ha quedado sola y eso nunca es bueno para una mujer de su edad”, me recomendaba mi padre cada vez que lo visitaba en su joyería de La Francia (a su nueva casa de Los Chorros casi no iba), haciendo uso de esa irregular mezcla de vehemencia y sentimiento de culpa tan suya, y que hoy en día me parece una especie de tópico cultural. En todo caso, desde mi perspectiva adolescente sentía que el mayor apoyo que mi madre requería de mí era que actuara de manera solícita en sus reuniones, donde invariablemente hacía las veces de bartender y mesonero.
No la pasaba mal en aquellas fiestas. Normalmente era el único ser del género masculino que estaba presente pero eso, tal vez porque era demasiado joven y la mayoría me conocía desde niño, constituía un detalle que era fácilmente olvidado por las asistentes, y entonces podía distraerme a mis anchas escuchando los cuentos y las fanfarronerías de ese grupo de mujeres adultas y solitarias. Había mucho rencor en sus discursos particulares, es cierto, pero también bastante sentido del humor y, sobre todo, abundantes dosis de irreverencia. Supongo que algo parecido a lo que sucede en las peluquerías o en los salones de belleza. Y además se bebía realmente mucho. Tengo la impresión de que en los años setenta las mujeres de Caracas ya se sentían lo suficientemente liberadas como para consumir alcohol en cantidades industriales. Aprovechaba de esa ocasión para poner en práctica varias recetas de cocteles que yo mismo me inventaba. Mezclaba licores diversos con jugos naturales o con aguas gaseosas. El de ginebra, ron, Fanta, Coca Cola y Seven Up, con un toque de Curaçao, era uno de los favoritos. Dana, una mujer narizona y rubia que había quedado viuda con dos hijos, lo bautizó en mi honor con el dudoso nombre de “Jacobito”.
“Eres un buen muchacho, Jacobito, siempre tan leal con tu mamá. Ojalá que mis hijos sean como tú”, me alabó Dana, ya bastante borracha, la noche en que se le ocurrió la genial idea con que pretendía perpetuarme: “Creo que mereces que ese cocktail tan sabroso se llame como tú”. La verdad es que mi nombre no es Jacobo. Me llamo Isaac, como mi abuelo paterno. Jacobo era el nombre de mi padre, y por esa razón muchas personas de la comunidad — adultas, sobre todo— me conocían como Jacobito.
Eva nunca probó un Jacobito, ni nada que se le pareciera. Bebía exclusivamente vino blanco bien frío, aunque de un modo bastante moderado. Siempre se comportaba muy sobriamente. Se reía con las ocurrencias de las otras mujeres, hablaba generalidades, pero nunca de nada verdaderamente personal. No había tenido hijos y su ex –esposo, —un destacado cardiólogo del Hospital de Clínicas— la había dejado por una enfermera goy y casi quince años menor que ella.
A estas alturas tengo que confesar algo muy personal: no me han hecho la circuncisión. Mi familia acostumbra no hacérsela a los neonatos desde la época de los pogroms del imperio ruso. Esa decisión de mis antepasados salvó a buena parte de los varones Lubitsch, ya instalados en Checoslovaquia, durante los años de la segunda guerra.
Una noche de sábado, en la que mi madre había organizado una de sus habituales fiestas, Eva entró a nuestra casa con el rostro visiblemente alterado. Vestía impecablemente, como siempre lo hacía, aunque quizá esa vez llevaba más joyas que las habituales. Una de las amigas de mi madre, que había caído rápidamente en una poderosa borrachera gracias a la ingestión de unos cuantos Jacobitos, se disponía a relatar al resto de las asistentes algunas intimidades de su matrimonio recientemente deshecho. La atención de todas estaba inevitablemente centrada en ella. Pero no la mía. Al percibir que Eva no estaba pasando por un buen momento, me percaté de que, más allá de su belleza y su elegancia, podía tratarse de una mujer sola y vulnerable, y sentí que me estaba quedando prendado de ella. Mis hormonas adolescentes comenzaron a crepitar. No sé cómo, ni por qué —siempre he sido más bien tímido para esas cosas, más aún a esa edad— tomé la inverosímil decisión de acercármele.
—Hola, Eva —la dije. Las carcajadas de mi madre y sus amigas seguramente hacían que mi saludo sonara aun más tímido e insulso.
—¡Jacobito! ¿Cómo estás, mi niño? —Eva pareció súbitamente alegre de verme. No recordaba si en el pasado había sostenido con ella algún intercambio de palabras que pudiera ser calificado de diálogo—. ¿Me regalas un poco de vino blanco, cariño?
En el acto la obedecí y fui a buscarle una copa. Eva se la bebió en un par de sorbos. Inmediatamente estiró el brazo, con inequívoca actitud de diva. Decidí que lo mejor sería traerme la botella dentro de un cubo lleno de hielo.
—Está chévere la fiesta —le dije sintiendo la necesidad de hacer algún comentario.
Eva me pidió más vino.
La amiga de mi madre comentaba a voz en cuello que la madre de su ex -marido mantenía el juego de sofás de su casa forrados en plástico transparente. “¡Vieja pichirre!”, gritó y las demás mujeres estallaron en una carcajada feroz.
—Mi suegra nunca me quiso —dijo entonces Eva, mirándome fijamente. Inequívocamente era yo el destinatario de su comentario. Pensé que no iba a saber qué decir ante esa revelación inesperada. Seguidamente me preguntó—: ¿Sabes por qué?
—No —respondí, algo aliviado.
—Porque nunca pude darle un nieto. Por eso.
Rellené su copa de vino. Permanecí en silencio. Las mujeres seguían celebrando las anécdotas de la payasa de turno
—Y seguramente hasta tú ya sabes lo que pasa ahora, ¿verdad?
El tono que empleó para hacer esa pregunta no me resultaba agradable. Además eso de “hasta tú” me sonaba un tanto ofensivo.
—No sé nada.
—Ya lo sabrás. Mejor de mi boca que de la de otro. Ese cabrón de Isi acaba de tener un bebé con su enfermera. Un bebé varón.
Seguí mudo. Mi padre siempre me decía que uno nunca debe perder la oportunidad de mantenerse callado. La amiga de mi madre se había colocado un pañuelo en la cabeza e intentaba imitar a su ex –suegra, mezclando palabras en español y en yiddish.
—¿Y sabes qué? —continuó Eva—: Esa mujer podrá ser más joven que yo, pero nunca será como yo. Es una bicha horrible. ¿Tú crees justo que se le haga algo así a una mujer como yo?
En ese instante me detuve a observar el rostro de Eva. Me pareció perfecto. Sin duda se trataba de la mujer más hermosa que jamás había pisado aquella sala de estar.
—No, definitivamente no —me atreví por fin a responder. Escuché una voz lejana clamando por un Jacobito. Pensé que podía tratarse de mi madre, o de cualquier otra mujer mayor y solitaria. Decidí no responder al requerimiento.
—Pero no sabes lo peor —me dijo entonces bajando el tono de su voz—: La mujercita se convirtió, al bebé ya le hicieron el berit milá.
Eva empuñó su copa. Estaba desolada.
—A mí no me lo hicieron —le revelé entonces pensando que podría consolarla de alguna manera.
—¡¿Qué?! —me preguntó con sorpresa—. ¡Pero si yo estuve en tu bar mitzva!
Entonces mi madre vino hasta mí para reclamarme que no le prestara atención. Una de las mujeres me pidió un vaso de Etiqueta Negra con hielo y soda. Tuve que abandonar a Eva. Cuando terminé de servir los tragos intenté buscarla
, pero ella ya se había marchado.
Nunca más volví a conversar con Eva. Años después se casó con un abogado de Brooklyn, viudo y rico, y se fue a vivir a Nueva York.
Hace unos días una anciana muy delgada y de aspecto distinguido ingresó al negocio del que soy propietario en Coral Gables —una combinación de librería, bar y cafetería—. La escuché comentándole a una de las empleadas que vivía en Naples y que por momentos se hartaba de tanta tranquilidad a su alrededor. Su acento era indiscutiblemente caraqueño. Compró unas revistas y unos libros en español, y se retiró del local. Creí entrever en su rostro arrugado al rostro de Eva, pero preferí no esforzarme en averiguar si estaba en lo cierto.