lunes, junio 02, 2008

El sueño pesado


Avenida Horacio Urteaga 972, distrito de Jesús María, Lima, agosto de 2026. La casa ha seguido envejeciendo al ritmo de las cosas que por años se han empeñado en quedarse. Puedo percibir claramente los aromas que despiden algunas de ellas, por lo que hago un esfuerzo para no remover mis recuerdos. Todos estos objetos, vetustos y aparentemente inconexos, forman parte de historias que he conocido u oído, y pienso que me volvería loco si intentara hacer memoria.
Así, con la mente casi en blanco, me dirijo a la biblioteca que siempre utilizábamos para nuestras reuniones de familia pequeña. De manera instintiva, y sin pronunciar palabra, me acabo de instalar en el escritorio de cedro nicaragüense en el que mi abuelo mataba el tiempo enseñándome a resolver operaciones algebraicas. Alguna vez formó parte de los activos del Ministerio de Fomento, donde él hizo carrera como funcionario público por algo más de treinta años.
En la pared blancuzca de enfrente, el infaltable retrato de Haya de la Torre me está observando con los mismos gestos exuberantes y culposos del Martín Lutero de Lucas Cranach.
Sentado en uno de los sillones laterales, Paul quiere darme la impresión de haber estado esperando por largo tiempo. Tal como me lo imaginaba, luce avejentado e infeliz. Ha dejado que su pelo lacio y canoso crezca libremente para atarlo con una cola de caballo, y ese detalle me hace percatarme de que aún sigue siendo un cultor de la estética de los ochenta. Sus piernas se entrecruzan con la sensualidad casta y hogareña que sabía exhibir la mujer que fue nuestra abuela. Intenta una especie de sonrisa insensible —casi una mueca sin destinatario, sus labios siempre tan finos como el pico de una golondrina—, y enciende un cigarrillo rubio que despide un desagradable olor a pasto quemado. Giro sobre mi asiento para asegurarme que las ventanas detrás de mí estén abiertas. Desde la segunda planta de la casa de los abuelos, doy un vistazo a la unidad vecinal de Angamos, ahora tan rancia y descolorida. Los jardines más o menos cuidados del pasado se han convertido en extensiones de tierra yerma que enmarcan cúmulos desarticulados de maleza. Me resulta un paisaje ingrato, incluso desagradable.
­—Por fin llegastes —comenta Paul involuntariamente lacónico. Me digo a mí mismo, con bastante alivio, que tal vez no será necesario ningún tipo de preámbulo o manifestación de simpatía. Hemos conversado por teléfono esta misma mañana y no han transcurrido muchas horas desde entonces
— ¿Qué tal estuvo el vuelo?—. La inmediata pregunta de mi primo contiene una manifestación indubitable de interés de su parte. Percibo la contradicción entre ésta y la resistencia al contacto que supondría saludarnos como corresponde después de tantos años de lejanía.
—Habíamos quedado a las cinco de la tarde y apenas son las cinco y diez. Encontré mucho más tráfico del que podía imaginarme —le digo a la defensiva, o queriendo buscar una justificación rápida. Al mismo tiempo intento suavizar cualquier atisbo de tono beligerante, respondiendo a su pregunta—: El vuelo no estuvo tan malo para ser uno de Avianca.
Paul no ha subido nunca a un avión. Me pregunto si alguna vez habrá salido de Lima. Presumo que su sentido del amor propio le impedirá hacerme saber que no ha captado el significado de mi comentario. Recuerdo a Cristina en el aeropuerto de El Dorado, preguntándole a un funcionario excesivamente celoso en la revisión de nuestro equipaje, que si en Colombia creían que alguien sería tan estúpido como para llevar a Mickey Mouse a Disneylandia.
—No entiendo su comentario, señora…—. Fue la incómoda respuesta que brindó el funcionario a mi sonriente ex esposa, impaciente y segura de sí misma.
—Lima ha crecido muchísimo, ya no es el pueblo grande que dejastes a principios de los noventa —me explica Paul con la pedagogía de quien sabe que siempre será el primo mayor—. Aunque cuando te vinistes a vivir aquí ya había crecido bastante.
Imagino el mar de vehículos japoneses con el timón cambiado, la brutalidad congénita de conductores embistiéndose unos contra otros. Era el espectáculo del que me tocaba ser testigo diario desde el automóvil que todas las mañanas me llevaba al centro de Lima. Para ese entonces mi vida se había convertido en una deuda enorme e inmanejable, había renunciado a mi proyecto de vivir de la literatura y llegado a la conclusión de que no me quedaba otra salida que volver a trabajar de abogado. Mi primera asignación en esa nueva etapa consistía en negociar la compra de las acciones de una compañía de seguros en Lima.
—Creo que no vi carros con el timón cambiado, eso es un gran avance —le comento.
Las calles que hoy tuve que recorrer parecían un enorme aparcamiento de vehículos chinos. Casi todas las ciudades que conozco están atestadas de vehículos chinos.
Esta vez Paul sonríe de un modo menos impersonal, como si la ironía de mi comentario fuese capaz de causarle gracia. Recuerdo que la ironía era un rasgo característico de nuestra familia.
—Mira lo que encontré hace poco entre las cosas del abuelo —me dice al entregarme una postal con la imagen amarillenta de la Sagrada Familia. Le doy vuelta para descubrir una caligrafía que, aunque lejana, sigue siéndome propia: “Tenías razón, Barcelona es peculiar y hermosa…” Muchos años atrás, durante uno de mis viajes de mochilero, se la envié a mi abuelo desde alguna estafeta o un estanco.
—¿Esto es lo que me querías entregar? —pregunto a Paul con visible fastidio. Si su respuesta fuese afirmativa, me sentiría en verdad decepcionado.
—Claro que no —se apresura en responderme.
Presiento entonces que Paul aprovechará la ocasión de tenerme a su lado, para dar vueltas sobre temas diversos, pero buscando en realidad hablarme sobre las decisiones que tomó a partir de la muerte de nuestro abuelo. Sabe que es difícil tocar esos temas. Sabe también que si me diese lo que he venido a buscar, podría perder esa oportunidad.
—¿Sabías que Ramiro sigue con su restaurante?
—Sí —le respondo resignado—. Mucha de la gente que viene a Lima lo visita, los comentarios son siempre muy positivos.
—Ah —pronuncia mi primo hermano al escuchar mi respuesta. Aún se refiere a Ramiro como si se tratase de alguien cercano, sólo por el hecho de ambos fueron compañeros en el colegio y en la selección nacional de waterpolo. Lo más probable es que Ramiro ni siquiera recuerde su nombre.
—Uno que se fue y parece que no regresó nunca más es Marquitos —comenta ahora. Su conversación me resulta nerviosa e inconexa.
—¿Marquitos? —pregunto incapaz de recordar— ¿Quién es Marquitos?
—¿No recuerdas a Marcos Martínez, el amigo de Javier? Era mayor que ustedes, pero iba al mismo colegio.
Viene a mi memoria el rostro rojizo de un adolescente con quien compartí varios momentos, en el patio del recreo o los jardines de la residencial San Felipe. Recordé entonces que también estudió derecho en la Católica, que se casó con una muchacha muy bonita de la residencial, y que fue a estudiar a los Estados Unidos.
—Ah —pronuncio, sin saber qué más decir. Pienso que tendré que tener mucha paciencia con Paul.