martes, junio 03, 2008

El sueño pesado


Restaurante Ramiro, calle San Martín, distrito de Miraflores, Lima, mayo de 2006. Llego con casi veinte minutos de anticipación a la hora pautada, y tomo asiento en una mesa pequeña que tiene un arreglo floral bastante discreto e incluso de buen gusto. Me recibe el hombre alto, flaco y mal encarado que casi siempre me atiende, y que yo ya tengo entre ceja y ceja. Si la comida no fuese tan buena…, me digo a mi mismo buscándome una excusa, antes de mentarle la madre telepáticamente. El flaco me pregunta mecánicamente si quiero tomar algo, y yo le pido un Chivas Regal con hielo y soda. Se marcha indiferente y mascullando algunas palabras para sí, tal vez criticándome malsanamente, al igual que todos los LDMs que aseguran que beber whisky con agua es de mal gusto, y pueden terminar borrachos o haciendo papelones inverosímiles. Vengo con frecuencia a este restaurante, así que ya estoy bastante familiarizado con el trato rudo de sus empleados, que no es más que el reflejo del temperamento voluble y alterado del propio Ramiro, su chef y propietario, un musculoso gay de closet que gusta emerger desde la cocina para lanzar platos sobre las mesas de los comensales. La clientela de LDMs no puede no adorarlo.
Pasan algunos minutos y Fernanda por fin toma asiento enfrente de mí, no sin antes besarme en la mejilla. Esta vez ha llegado más tarde que yo, aunque siempre antes de la hora convenida. No me gusta que me espere y por eso he venido tan temprano. Sonríe de un modo casi adolescente, acaso siendo conciente de que estoy cada día más loco por ella. Todavía no me atrevo a decírselo, finjo actuar como si la considerase una amiga o una simple colega, aunque la frecuencia con que la invito a almorzar o tomar un café después de la oficina es en verdad inusitada.
El flaco vuelve a hacer su aparición.
—Un pisco sour —le pide Fernanda con una sonrisa que se estrella contra la acritud del personaje.
Pienso que no debo hacerle ningún comentario, aunque sinceramente deploro su elección. Me han bastado unos cuantos meses viviendo de nuevo en Lima para aprender a aborrecer el pisco, ese alcohol incivil y agreste que se ha puesto de moda aquí.
—¿Cómo estás? —le digo en cambio, mientras me apresuro a extender mi mano hacia el paquete que he dejado a un costado de la mesa. Me responde que muy bien y toma el paquete de mis manos.
—¿Qué es? —me pregunta sin mucha ansiedad.
—Ábrelo
Hace lo que le pido y observa por unos segundos los dos pequeños tomos de Alianza Editorial. Lee los títulos y el nombre del autor, y exclama:
—¡Muchas gracias!
Aprovecho la situación para tomar su mano, amistosamente. Sin pensármelo mucho me animo a besársela. No deja de sorprenderme la naturalidad con que acepta la situación, pero procuro no detenerme mucho en ese detalle.
—¿Entonces tendré que leer a Borges? —inquiere con cierta picardía.
Ayer mismo me comentó que siempre le había parecido un autor inalcanzable, y yo traté de persuadirla de que se trataba de una idea errónea:
—Creo que es más trabajoso leer a Isabel Allende, y tú lo haces —traté de alegar irónico, aunque supongo que sin muchas posibilidades de convencerla.
—No se trata de eso —me explicó ella entonces—. Siempre he leído lo que he tenido a la mano, soy una lectora muy espontánea, además nunca nadie me ha estimulado a leer autores que por alguna razón veo como demasiado complicados para mí…
Saliendo de la oficina pasé por Crisol para buscar El Hacedor y El libro de arena.
—Me encantaría que te des a ti misma la oportunidad de conocer a un narrador verdaderamente sublime —alego bastante estereotípico ante su simpática inquisición. Pienso que es el tipo de afirmaciones que suele impresionar a las mujeres. Por experiencia propia sé que la inmensa mayoría de ellas se sienten subestimadas por seres intelectualmente inferiores. Mi inequívoca intención es que el abogado con el que está casada Fernanda caiga, de manera irremediable, en esa categoría.
—Te agradezco los libros, y sí, por supuesto que los leeré. Pero eso sí, tendrás que prometerme que vas a tener paciencia conmigo si se me ocurre hacerte algún comentario idiota. ¿Por cuál comienzo?
—Yo comenzaría por El hacedor, un libro sencillo pero complejo al mismo tiempo —le respondo. No quisiera que mi voluntaria pedagogía resulte artificiosa, o aburrida—. Además estoy seguro de que tus comentarios no serán nada idiotas, de hecho me entusiasma mucho poder conversar contigo de estas lecturas.
—¡Muchas gracias! —vuelve a decirme, con su inconfundible voz ronca y juvenil.
—¡Marmota! —le digo, y suelto la carcajada.
La veo reírse del mote que le inventé hace unos días, y no puedo dejar de repetirme que amo a esta mujer. Tal vez Borges pueda ayudarme, pienso finalmente.