miércoles, julio 16, 2008

La tentación de lo efímero


Cuando uno se entera de que cientos —tal vez miles— de personas, en ciudades como Madrid o México DF, son capaces de pasarse la noche en vela frente a las puertas de los negocios que comercializarán un nuevo modelo de teléfono celular (por supuesto que con cámara fotográfica, equipo de música, conexión a internet, agenda y miles de características adicionales), uno no puede dejar de preguntarse por el tipo de motivaciones que subyacen en sus mentes. No se trata de conseguir entradas para ver a los Rolling Stones o a U2, ni para una final de la NBA o de la Champions League, situaciones hasta cierto punto comprensibles pues al menos puede existir la esperanza de ser testigo de un suceso único, incluso histórico o memorable para algunos, que podrá ser reseñado pasados los años, y mejor aun cuantos más hayan pasado y sea útil tener algo que decir a los nietos o a los nietos de los amigos.

Pero cuando esto pasa con un teléfono celular con accesorios (o una cámara fotográfica con teléfono, o una computadora con cámara y teléfono; la propiedad conmutativa puede ser utilizada al antojo y conveniencia del marketing), el asunto parece, al menos en principio, bastante más asombroso y menos justificable. Estamos ante un aparato destinado a ser superado por otro similar, que probablemente ya haya sido diseñado o proyectado, y que será lanzado cuando el que hoy le quita el sueño a los consumidores haya copado el mercado y sea menester propiciar la formación de nuevas colas nocturnas. Uno podría sacrificar el sueño por algo que trascienda, pero nunca por algo destinado a ser obsoleto.

El presente entiende la novedad como la mejor forma de experimentar emociones. Una novedad que rápidamente pierde vigencia, para dar paso a otra novedad, y así sucesivamente. La novedad es, por definición, finita, mientras que la necesidad de experimentar emociones aparece como permanente.

Pienso que el Arte, por su lado, presupone la coexistencia de estéticas tan diversas que únicamente tienen en común un cierto destino imperecedero. No existiría, en consecuencia, mejor medio para experimentar emociones que la contemplación del lo artístico, pues esto implica satisfacer una necesidad permanente con un objeto cuya vocación es no perecer, o al menos mantenerse en el tiempo. Por eso uno puede emocionarse repetidas veces viendo de nuevo a Shirley MacLaine, corriendo por las calles de Manhattan, en la escena final de El apartamento, o con el baile de Anna Karina y sus amigos en Bande à parte, o releyendo un fragmento de El Quijote, un diálogo de Shakespeare, un poema de Vallejo, o contemplando una y otra vez el lunar rostro de alguna de Las Meninas o el toro crepitante de El Guernica. En todos esos casos la vigencia y la emoción son independientes de la antigüedad o la cronología de la obra.

Uno en cambio no puede sentirse conmovido al utilizar un teléfono celular de dos años de antigüedad. Ni tampoco escribiendo en una laptop Pentium 2, ni viendo la tele en un Sony Trinitron de pantalla verde. En ese ámbito, la emoción es necesariamente momentánea, pese a lo que intenta transmitir los mensajes publicitarios.

Tal vez cada vez haya menos gente dispuesta a contemplar el Arte, y mucha más inclinada a las sensaciones efímeras que aporta la moda o la tecnología. ¿Podría no caer en el barbarismo, una sociedad que se ciega a la contemplación estética en su versión más elevada, y se torna adicta a las bondades transitorias de los aparatos? Difícil de imaginar. En todo caso, me da la impresión de que dicha sociedad sería menos refinada que la nos legó un ídolo maternal con forma de globo, una escena de caza pintada en la profundidad de una cueva, el impresionante perfil de un bisonte.