En una enorme tienda por departamento de Caracas existe una sección de librería y papelería donde se liquidan, a precio de gallina flaca, los saldos de aquellas ediciones por las que habían apostado las distribuidoras editoriales, y (digámoslo así, como algunos de sus inefables empleados suelen decirlo) no funcionaron en el mercado. Ahí adquirí, entre otros, un ejemplar de Los años inútiles, de Jorge Eduardo Benavides, algunos libros de Paul Theroux y una interesante antología de nuevos narradores norteamericanos.
No solía visitar aquella tienda con el fin de ver o comprar libros —para eso tenía las agradables librerías de Montse, Walter, Daniel o Javier—, aunque normalmente terminaba haciéndolo. Quizá esto suene a lugar común misógino y desafortunado, pero en verdad no lo es: acompañar a mi esposa cuando va de tiendas merece siempre algún tipo de recompensa. Fue en una de esas ocasiones en que me animé a tomar un ejemplar de El libro negro, de Orhan Pamuk.
Hoy que Pamuk comienza a disfrutar de las mieles del Nóbel y sus libros serán, con toda seguridad, protagonistas principales de los anaqueles, tengo aquel ejemplar de carátula roja (por cierto bastante evocativa de la bandera turca) sobre mi escritorio, a un costado de la computadora. Supongo que el otorgamiento del premio será una buena razón para iniciar su lectura.
Como en el juego de la ruleta, la trascendencia, la fama o la notoriedad de un autor dependen a veces de situaciones coyunturales o aleatorias. Más allá de la calidad literaria de Pamuk —de la cual, honestamente, no estoy en condiciones de opinar—, esta anécdota pareciera querer recordarme esa realidad.