
No solía visitar aquella tienda con el fin de ver o comprar libros —para eso tenía las agradables librerías de Montse, Walter, Daniel o Javier—, aunque normalmente terminaba haciéndolo. Quizá esto suene a lugar común misógino y desafortunado, pero en verdad no lo es: acompañar a mi esposa cuando va de tiendas merece siempre algún tipo de recompensa. Fue en una de esas ocasiones en que me animé a tomar un ejemplar de El libro negro, de Orhan Pamuk.
Hoy que Pamuk comienza a disfrutar de las mieles del Nóbel y sus libros serán, con toda seguridad, protagonistas principales de los anaqueles, tengo aquel ejemplar de carátula roja (por cierto bastante evocativa de la bandera turca) sobre mi escritorio, a un costado de la computadora. Supongo que el otorgamiento del premio será una buena razón para iniciar su lectura.
Como en el juego de la ruleta, la trascendencia, la fama o la notoriedad de un autor dependen a veces de situaciones coyunturales o aleatorias. Más allá de la calidad literaria de Pamuk —de la cual, honestamente, no estoy en condiciones de opinar—, esta anécdota pareciera querer recordarme esa realidad.