viernes, mayo 11, 2007

Los otros perros románticos


Yo también fui amigo de los perros románticos,
aquellos que se creían singulares en el desierto,
o capaces de imitar las voces de los pájaros en medio de una jungla pagana.
Tenía poco más de veinte años, enseñaba literatura en una escuela secundaria,
me enamoré de alguna alumna
y una que otra alumna tuvo la ocurrencia de enamorarse de mí,
simple e inútil perro romántico.
Los días transcurrían húmedos y silenciosos, con la humedad y el silencio
que sólo es capaz de imprimir el trópico a los hombres
y a sus ideas.
En ese entonces un amigo llamado Luigi quería escribir conmigo
una novela a cuatro manos,
el proyecto parecía una quimera experimental y sin sentido,
una labor que, hoy pienso, debimos haber realizado,
ya que al fin y al cabo no hacíamos nada de provecho.
Slavko, por su parte, era un muchacho mulato que se declaraba tercamente croata,
pensaba quizá que la carga genética podía más que la ausencia
o la solitaria crianza de su madre. Era un tipo brillante, sin embargo,
escribía novelitas sobre barbies y fantasías sexuales,
cuentos en los que los protagonistas eran indigentes que hablaban como filósofos,
y algunas otras cosas similares.
Slavko y Luigi nunca fueron mis amigos;
pero tampoco eran amigos entre ellos, vivían permanentemente enfrentados
en una competencia por demostrar que uno podía escribir más estupideces
que el otro.
El único amigo de todos nosotros era Francisco, que tocaba el piano
y a veces iba a misa los domingos.
Francisco había compuesto una sinfonía que tituló Las danzas indias,
y que nunca mostró a sus verdaderos amigos. Pienso que la vida de Francisco
terminó siendo un verdadero desperdicio.
Sin duda era el más invernal de todos nosotros,

aunque finalmente fue el único de los cuatro que no terminó marchándose.