lunes, septiembre 04, 2006

Ciudades de Dios


En uno de los momentos culminantes del filme Ciudad de Dios (Fernando Miralles, 2002), Ze Pequeno, el malhechor y traficante de drogas más temible de la favela carioca bautizada con ese nombre en los años 60, reclama airadamente a Bené, su socio y único amigo, el no haberle permitido castigar con la muerte a un bandido que había asesinado a una mujer embarazada. “El que mata en la favela debe morir como ejemplo, sabes que esa es la ley”, escupe con tono casi moralista, a lo que Bené simplemente responde: “Necesitas una novia, Ze”.

Ciertamente Bené es el personaje más equívoco de la película. Aliado y cómplice principal de Ze Pequeno, compinche suyo desde la niñez —es decir, desde la época en que Cabeleira, su hermano mayor y miembro de la banda de delincuentes conocida como Trio Ternura, no había sido muerto a balazos por la policía, y Ze Pequeno respondía aún al nombre de Dadinho—, es, al mismo tiempo, un hippie soterrado, un cultor del amor y de la paz que decide abandonar el crimen para irse con su chica a una granja a criar animales y fumar marihuana.

Pero antes de llegar a poner en marcha su plan romántico, Bené muere abaleado por el mismo bandido que, días atrás, había salvado de las garras de Ze Pequeno. La advertencia de este último parece resonar en los oídos de todos: “Cría una culebra y te morderá”.

La muerte de Bené es el detonante de la guerra entre las facciones de Ze Pequeno y Sandro Cenoura, el otro gran traficante de drogas de la favela. Al final de la guerra todos son brutalmente asesinados, incluyendo a Mane Garinha, un buen ciudadano que había sido empujado al mundo de la violencia más terrible a causa de su necesidad de vengarse de Ze Pequeno, quien había violado a su novia, matado a su hermano y destrozado su vivienda.

En algunas escenas Buscapé, un muchacho pacífico de la favela que sueña con convertirse en fotógrafo y que es el narrador y personaje principal de la película, explica que Ze Pequeno es, simplemente, un ser obsesionado con su trabajo y su objetivo de dominar el tráfico de drogas en la favela. “Si su negocio hubiera sido legal, Ze Pequeno habría sido hombre del año”, afirma con una ironía destacable.

Que semejantes monstruos sean los habitantes de una localidad bautizada con el título del clásico agustiniano, hace pensar en posibles analogías. Instituciones santas, nombres resonantes, prestigios envidiables, son también el escondrijo de seres inefables. La personalidad de Ze Pequeno —arrolladora, definidamente encaminada a sus fines, apegada a un método en consecuencia: la personalidad de un visionario o un predestinado que jamás reconoció a superior alguno y que actúo siempre según su propio criterio— evoca la de otros tantos, tal vez más finos, más elegantes y sofisticados, pero, en el fondo, igualmente abominables. Como también lo hace la de Bené, siempre rebosante de simpatía y de doble moral. Sandro Cenoura representa a la competencia, esa entidad maligna que no debería existir y cuyos intereses —o negocios o afectos o seguidores o fieles— provocan copiosas salivaciones en bocas ajenas. Y también están los Mané Garinha, los tipos buenos que se dejan arrastrar —carecen de toda alternativa, qué remedio— a los círculos más viciosos de la vida.

Lo único cierto es que todos morirán, que de una u otra forma serán aniquilados. Y que vendrán otros a tomar sus posiciones y su territorio, como la banda de Los enanos, que termina apoderándose de los negocios de Ze Pequeno y Sandro Cenoura.

Buscapé, a su manera, es un ser afortunado. No puede huir, pero al menos trasciende fungiendo de cronista más o menos independiente de la debacle. Una especie de Hobbes carioca. Homo homini lupus: Cuánta razón pareces haber tenido, sir Tommy.