Hace más o menos un par de años que Santiago Roncagliolo me advirtió de la existencia de John Cheever, y me recomendó leerlo. En ese entonces todavía vivía en Caracas y Walter Rodríguez —mi entrañable amigo de la librería Lectura— me facilitó sendos ejemplares de los Diarios y La geometría del amor.
Coloqué ambos volúmenes en la biblioteca del apartamento que en ese entonces alquilaba en Los Palos Grandes, pero el tiempo pasaba y no me animaba a iniciar la lectura de ninguno de ellos. Roberto Bolaño, siempre lúcido e inigualable, reveló alguna vez que acumulaba libros sin ninguna esperanza cierta de leerlos, y más bien como quien colecciona cromos; es decir, por el simple placer que implica su posesión. Un placer meramente visual, a lo sumo táctil.
Hace unos meses, sin embargo, mi amigo David Ballardo, de la librería El Virrey, me pidió prestados los Diarios. Por supuesto, que se los facilité. El desgarramiento que debería producir el desprenderse de un libro sólo es superable cuando su destinatario es el lector indicado.
En varios de nuestros encuentros posteriores, David se prodigó en elogios hacia los Diarios. Tal vez por eso hace un par de sábados me animé por fin a hojear La geometría del amor. A estas alturas ya he concluido varios de sus relatos, siempre de la mano de las reveladoras notas de Rodrigo Fresán.
Desde mi lectura de Adiós, hermano mío, el primer cuento de la compilación, pude darme cuenta de que David y Santiago estaban en lo cierto.
Los miembros de una familia burguesa de Boston (los Pommeroy) pasan unas cortas vacaciones en la casa de recreo materna, edificada sobre una isla de las heladas costas de Massachussets. Desde el principio la tensión de los miembros de la familia se centra en Lawrence, el rebelde hermano menor con quien todos se reencontrarán luego de una larga temporada. Como era de esperarse, éste terminará arruinando las vacaciones familiares con su conducta desaprensiva e hiriente. Sin embargo, el relato permite entrever que ciertas características personales e intelectuales —las mismas que configuran una personalidad lúcida e interesante— no son ajenas a Lawrence. Libre pensador, ex alumno de Yale y Columbia, políticamente comprometido, el rebelde hermano menor busca decididamente deslindarse del matriarcado que, bajo la batuta de una viuda superficial y egoísta, conforman los Pommeroy. Pero estos rasgos —paradójicamente o no— pasan desapercibidos para el resto de una familia concentrada en la superficialidad y la autocomplacencia.
Sin duda lo más interesante y singular de la trama es que ésta sea narrada desde la perspectiva tangencial y exclusiva de uno de los hermanos de Lawrence (“me alegro de recordar que soy un Pommeroy”, es una de sus primeras declaraciones), un personaje que se antoja bastante débil de carácter, benévolo hasta el exceso, estúpidamente superficial en ocasiones.
Me parece que este mismo patrón se repite en otros relatos de La geometría del amor: en el del ama de casa que espía las miserias ajenas a través de un enorme aparato de radio, o en el del hombre que intenta sobrellevar su enésima crisis matrimonial mientras es espiado por uno de sus vecinos, o en el del sujeto que se refugia en artificiosos cálculos geométricos para desdibujar el creciente desamor de su esposa.
No había comentado esto con nadie —y quizá por eso mismo me animo a hacerlo en aquí—: Cheever se me ha revelado como un maestro en el arte de desplegar el alegato que se desprende de un exclusivo punto de vista. Pero ahí no termina todo. Sin que el narrador necesite enunciarlo de manera expresa, el lector avisado estará en posibilidad de adivinar la existencia de un punto de vista contrario, quizá más sólido y contundente, incluso capaz de desmentir el que aparece como principal.
Subjetividades expresas que invitan a concluir en la existencia de subjetividades soterradas. Narradores que terminan aplastados por la perspectiva de aquellos que son objeto de sus calificaciones y sus críticas. El apogeo de los puntos de vista, en resumidas cuentas.