domingo, febrero 19, 2012
miércoles, febrero 15, 2012
La Distancia poética de Vinces, por Juan Claudio Lechín
La literatura es el análisis del alma humana análisis. Narrar
y cantar son las primeras formas de analizar. No hay ninguna disciplina que se
dedique, desde tiempos inmemoriales y con tanta asiduidad, a develar las
pasiones, los complejos, las tendencias, los anhelos, risas y llantos, glorias
y miserias, claros y sombras del ser humano. Todo lo que la historia ha
construido, bien o mal, está fraguado desde nuestros recónditos impulsos, esos que
la literatura narra, relata, cuenta, analiza, devela, expone, relativiza,
absolutiza. No hay camino sostenido en la civilización humana que no se lo haya
imaginado previamente en la literatura y sus maestrías: la poesía, el teatro y
la novela (en tanto que teatro narrado y escrito), y la fantástica literatura
oral.
La literatura —teatro, poesía, novela— es pues la
organización del conocimiento primero. Los otros son sus apéndices. En el
origen de la ciencia económica yace el drama del hambre; la política es un tipo
que quiere imponer su mando, la ingeniería se debe a una mujer que no pudo
cruzar un río caudaloso; la filosofía nació de un afilador de pedernales que en
horizonte puede ver su espejo interior, la medicina viene de una madre que no
puede salvar a su hijo de la muerte, y así sucesivamente. Cada sofisticada
disciplina que conocemos tiene su base, fue reseñada, investigada y/o sugerida
por el conocimiento primero: la literatura; la cuál es, además, estética. Esa simultaneidad entre estética y
contenidos es lo que la convierte en arte mayor.
Una vez que la literatura, durante siglos, construye y
evidencia las posibilidades del alma, sus matices y giros; y una vez que la
literatura pone palenques para que el ser humano sepa los límites anchos de su
andar, entre el mal extremo y el bien extremo, la posibilidades de la
imaginación y los destinos, entonces la gente pudo soltar sus pasiones, emprender
su destrucción civilizatoria, sus utopías urbanas, las amorosas y las
imperiales, sus mágicas travesías. El imaginario literario, he ahí la fuente
civilizatoria.
Siglos pasaron y las otras disciplinas, hijas de la
literatura, buscaron reemplazar a la madre trascendental, le pelearon las
marquesinas con novedades coyunturales e impactantes y coquetearon la atención
con su lozanía. Un día, la fritura desplazó al fuego lento, la potencia al
ritmo, lo epidérmico a lo sustancial. Y, así, reinó la velocidad, la cantidad y
la ciencia. Había llegado el siglo XX. A la literatura se la percibió anciana, y
las disciplinas de moda se pavonearon, con éxito, en los salones del mundo
aunque pronto se ajaron. La medicina que un día aseguró que el huevo pateaba al
hígado, otro día, dijo lo contrario; la física que aseguró que todo cuerpo en
el vacío, cae, tiempo más tarde dijo que podía quedarse suspendido en el
espacio; la geometría había dicho, durante siglos, que una línea recta se traza
en el infinito y, luego, la física le dijo que no, pues los campos
gravitatorios del espacio atraen la recta, la ondulan en su camino hacia el infinito
y deja de ser recta. Mientras las disciplinas de moda pendulaban y se
contradecían, el coraje literario de Héctor perduró como la marca de los más
valientes; la traición de Helena como el paradigma del desliz y se mantuvo
señero el deseo de retornar a casa, como Odiseo. Perduró también la afirmación literaria
contraria: un cobarde sin alma entregando al idealista en Getsemaní, la
absoluta lealtad de Penélope y un conquistador internándose sin retorno en el
trópico para huir del amor encadenador de la mujer. Ambos manojos contrarios de
verdades eternas, entre muchas otras en la literatura, pervivieron sin mácula.
En el siglo XX, se acabó la filosofía ontológica, la poesía
se volvió abstracta, el teatro “cosa de ruidos y furia… significando nada”,
como el idiota citado por Macbeth, y el teatro dadá y del absurdo
desconyuntaron el drama. La literatura como análisis del alma pasó a ser la
literatura como negación del sentido. Las disciplinas mesurables y
cuantitativas terminaron de tomar la posta y su éxito ha sido devastar el
planeta. Sin embargo, no ha pasado mucho tiempo y ya se ha consumido el festín
del sinsentido, la desorganización del lenguaje (el desprecio por él), el
desorden como impulso creador. Ahora, y “una vez fiambres”, como acusa Hamlet, queda
la vacuidad, la resaca y las sociedades empiezan a buscar desesperadamente una
sal de Andrews. Y donde los poetas, durante este siglo anterior anduvieron
negados, empiezan a ser requeridos, de nuevo, para que vuelvan a imaginar
destinos, organicen el lenguaje, superen el vacío y creen las utopías de las
civilizaciones por construirse, pero sobre todo los necesitan para imaginar cómo
salvar el planeta de los abusos de las disciplinas cuantitativas, nuevas,
episódicas y destructivas. Solo nuevas creencias, nuevas utopías señaladas por
la literatura, detendrán la desolación que han creado las prestigiosas disciplinas tecnológicas.
Ahora bien, si la literatura es el conocimiento primero, la
poesía es el primero y más puro de sus conocimientos. Por eso me siento tan
honrado cuando un poeta me permite presentarlo, como me ha pedido Octavio
Vinces, a su poemario La distancia.
Involucrarme con “el pensamiento poético”, (tecnicismo académico para llamar a
la poesía), me hace viajar en las sensaciones y en la ideas. Y ese es el efecto
poético que el mundo necesita deseperadamente.
Este poemario, La
distancia comienza con la amistad con un perro romántico y termina con otro
perro, Argos, ladrándole a un Ulises bajo harapos. Octavio entrelaza la “bandada
de gaviotas sobrevolando el paisaje” y “las gaviotas heladas que surcan los
extremos”, “el coto de animales salvajes”, y diagonaliza referencias con lo
inanimado: las tinieblas, el terciopelo, las rocas. He comenzado por el adobo y
me dirijo a la sustancia, la que en verdad solo puede sopesarla el lector mismo,
pero quisiera transmitir algunos aromas.
Como un tejido bien urdido, Octavio entrama el adobo con lo
verdadero: la amistad, los padres, el joven mulato “que se declaraba tercamente
croata”, el amor por la libertad, la democracia, el llanto para confesarse
enamorado de otra, y de pronto, en el recorrido poético, hay una significación
mayor, un remezón de los significados cuando dice: “Conmigo están Cernuda y
Rilke, que saben que toda belleza se asemeja a un ángel terrible, al que solo
puede amarse con olvido en lugar de persistencia”. Y de esa mirada
transcendental de tersos e inclasificables matices del alma, Octavio aterriza
en la verdad palpable y dice: “Sin embargo, nunca pensé que te perdería”, pero
no ancla a tierra, no se queda a reposar su dolor, y vuelve a saltar por los
aires, diciendo: “y que en tu alejamiento, el amor iba a ser un fantasma ciego,
que se desdibuja con el transcurrir de mi vida”.
En lo formal, el poemario es un road como le llaman los gringos a un drama viajado, y La distancia trata del recorrido viajero
por Belgrano, por Cornell (Nueva York), por el Museo del Prado, y sus poemas
tienen nombre de otras geografía por las que recorre: Mar afuera, Luna adentro, Lejania, Litoral, Médanos, incluso
Nube, ese vapor nucleado que según nos
asegura Octavio, “imita los gestos de seres familiares”, para, como buen road, finalmente Llegar a Ítaca, como titula el último poema, donde:
“la sonrisa de Ulises dice todo lo que
puede decirse sobre este instante: es la
sonrisa del que ignora que la surte del amor depende de un ovillo de hilo”.
El amor, el gran anhelo, el gran destino del ser terrenal,
es, asegura el poeta, suerte, y el que la tiene que la cuide, porque es
sumamente frágil.
Lima, 5 de julio del 2011
Vinces y la poesía de los tempranos 80, por Enrique Prochazka
Buenas noches. Pido disculpas por no estar de cuerpo presente en esta
celebración de la palabra, en este caso, de la palabra elegante y medida de
Octavio Vinces, poeta. Pero somos un país tercamente oral, somos una obvia
hecatombe de voces superpuestas, y entonces esa oralidad cóncava y sustanciosa
(adjetivo que suele decirse de las sopas) permite que mis palabras ya no sean
las mías, sean -a continuación- de ustedes.
La lectura de La Distancia,
de Octavio Vinces, me invitó a pensar acerca de esa terquedad -la inveterada
tozudez de lo oral, del logos- y acerca de la misteriosa conjunción de dos
personajes, que son el poeta y su público. Cada uno de ellos un enigma previo.
Permítanme divagar un poco antes de entrar en esta divagante materia.
Al inicio de los años ochenta yo tonteaba con la necesidad de un
heterónimo para escribir la poesía exuberante y dilapidada que se suele
escribir cuando se ronda los veinte años.
Con la colaboración (a veces inconsciente) de poetas ochenteros como
Gonzáles o Mazzotti, entreverados por el siempre complejo Limache y ventilados
por Faverón, hemos disfrazado de muchas maneras diferentes la historia del
nacimiento de ese poeta estrellado que fue Daniel Smisek. Esa historia no
interesa hoy. La cosa es que este poco imaginario Smisek no sólo escribía
poemas sino que también dictaba clases y subía cerros y en general transitaba
por la vida de una manera espectacular y sangrienta, por una vida intensísima
que era el verbo, era la carne y era eternamente, pues, logos. Esa continuidad,
esa persistencia en la alocución, esa terquedad en la lectura y enunciación de
versos lo (o me) llevaron a las palabras de un poeta belga poco conocido, Eric
Clemens. Clemens era el padre de una interesante alumna de intercambio, por lo
que no fue difícil dar con sus líneas. Descubrí con cierta desazón que escribía
igualito que Smisek, al punto en que compartían versos. Durante décadas he
llevado conmigo este verso de Eric Clemens que aparece calcado (plagiado, se
dice ahora) en un poema de Smisek:
Perseguir el éxtasis sin metáforas
Perseguir el éxtasis. Sin
metáforas. Quizá no era un gran verso,
pero siempre me pareció que los alcances, y sobre todo las ambiciones de ese
verso encerraban todo un programa teológico-estético-filosófico. Que Clemens
había recorrido hábilmente toda la extensión de su lengua -de su herramienta-
para encontrar una pequeña novedad, una novedad significante: para echar luz
sobre un misterio.
Me interesan las coincidencias, las resemblanzas, incluso las parodias.
Al profundizar en la lectura de los poemas de Octavio, atascado todavía en
Clemens, deformé cierto comentario que le hace el escritor boliviano Edmundo
Paz Soldán, que lo llama “nostálgico sin melodramas”. Lo leí así:
Alcanzar la nostalgia sin
melodramas
Alcanzar la nostalgia. Sin
melodramas. Inevitablemente me ha
parecido que los alcances y ambiciones de esa frase comportan todo un programa
teológico-estético-poético, pero (con todo respeto) que en este caso que el que
había recorrido toda la extensión de su lenguaje, de su herramienta, no era el
acertadísimo Paz Soldán sino el poeta, Vinces. Y que como Clemens Vinces había
resuelto un misterio, había echado su luz sobre cierta tenaz oscuridad, había abierto
la puerta hacia esta pequeña novedad -su nostalgia sin melodramas- y nos había
invitado a pasar. He tenido oportunidad de comentar con Octavio que con esta
invitación él ha conjurado también estos enigmas: él, terco poeta, y nosotros, el
terco público que, en plena cacofonía del Twitter o del pasmo espiritual del
Facebook, insiste en atender a la poesía. Por el hecho, simple y a la vez
misterioso, de que hay gente que, en efecto, aún se reúne con el mero ánimo de
atender al discurso de la palabra.
Hace poco estuve en una lectura de poesía con el Bombardero, poeta y
novelista escabroso, trasmutado o trasvestido hasta la dignidad, en padre de
familia. Éramos tantos poetas como público: tres tercos de cada lado. Son pocos, pero son, según dijo otro
terco.
Octavio es un hombre de amplia cultura y muy viajado; esa es otra
terquedad de nuestra identidad colectiva. Él es uno de esos americanos del sur
que a punta de alejarnos y acercarnos tejemos un camino etéreo por lo que unos
llaman la patria grande, y otros sienten como una subamérica. Quizá porque a
pesar de lo que el mismo Vinces llama el torpe lirismo de una de sus voces, el
muchacho judío Ariel,
El mar es una necesidad en
la vida de los hombres como yo, hijos de la inmigración
Y porque frente a la inmigración yo mismo no soy hijo -sino nieto y
padre- con los versos de Vinces alcanzo, finalmente, el mar: el mar que está
después de todos los regresos, al mar de la Odisea que cierra el poemario.
Octavio, el poeta, habla desde la madurez. Cuando uno madura ya no
necesita el éxtasis sin metáforas. Hay una educada cautela en esta nostalgia,
pues, sin melodrama. No esquiva la adjetivación, pero la administra con
prudencia: sus perros románticos, su jungla pagana son seña de que el poeta
ya no está en los ochentas, pero sabe bien de qué se trataban.
Anoté, para la contratapa del libro, que la textura del mundo poético de
Vinces era el pasado. Que la mudanza de ese tiempo que fue presente a este
presente cuando es pasado es una fuga, un escape que hiere… Pero también es ocasionalmente
un hiato, una pausa donde se ofrece reposo. Astutamente, ya ha visto Paz Soldán
que en esta poesía hay una “travesía de registros”, “desde el tono coloquial y
algo retórico de los primeros poemas al lenguaje despojado de los últimos”.
Creo que en ese desleimiento final está lo más acertado del libro de Octavio.
Volver, aceptar, reparar. Tercamente, hacerse uno mismo de una vida,
mostrarlo, decirlo, tercamente. Porque todavía hay quienes, del otro lado,
tercamente escuchan y sienten la enorme complexión de la palabra.
Muchas gracias.
Enrique Prochazka
Palabras de presentación de La distancia, por Mónica Beleván
Antes de entrar en materia quisiera dejar dicho lo
muy grato que me es formar parte de este grupo tan especial de ponentes: creo
que la mejor mesa de la que se me haya invitado a formar parte durante esta
ultima estadía, puede que demasiado larga, en Lima.
Por lo general le rehúyo a este tipo de eventos: los
encuentro cortesanos y afectados, y el bautizo literario me parece extrañamente
vestigial en el marco de un milieu
literario tan supuestamente de avanzada como el nuestro. Como amante de los
libros que me considero, creo que a la mayoría habría que tratarlos con la
misma cortesía que a los grandes barcos: descerrajándoles una botella encima y
lanzándolos al mar. En verdad, son few
and far in between los libros que merecen presentarse en sociedad, y me
temo que el de Octavio sea uno de ellos.
La merecida cantidad de ponentes obliga a la
brevedad, por lo que iré directamente al grano.
El libro está dividido en tres partes estilísticamente
distintas pero temáticamente afines: “Vientos de Belgrano”, “La invención de
Ungaretti” y “Viajes e impresiones”. La disposición de las partes está entre
sus virtudes, pues la distancia -que es, después de todo, el título del mismo-
se pauta de modos distintos no solo entre el autor y sus tiempos, sino entre
los textos y el lector.
Son planos que se intersecan, por lo menos en lo que
a mí respecta, con una agilidad inusitada: ayuda, sin duda, el que tantos de
los escenarios de los que habla Octavio me sean familiares en la acepción más
bruja de la palabra. A veces, dependiendo no sé bien si del momento de la vida
o de la hora, puede darse una osmosis mágica entre el yo cambiante y su
fluctuar pasado, como la que se da entre una fruta que irá irremediablemente a
caer del árbol y el tallo que la sostiene, para soltarla. La constante y la caída
son el tránsito.
Partimos así de un Buenos Aires fantasmatico, del
que Walter Benjamin seguramente habría disfrutado más que el pobre Ariel -con
su nombre tragicómico de impronta shakesperiana- cuya extranjería ínsita e
inevitable errancia son el mascarón de pro[s]a del poema, casi cuento, “Los
amigos del barrio”.
El mar es un personaje recurrente, hasta diría que
antagónico, que orbita y atraviesa al multiverso del poeta. Su presencia
contrapuntística, reverberante, refleja es el resultado de una educación por la
experiencia: un mar así de transparente -y que de estas aguas mansas nos cuide
Dios- difícilmente puede concebirse sin haberlo visto antes. Podría ser griego,
como parece revelarlo el último poema homérico, pero es también Caribe.
Lo caribeño no es, contrariamente a lo que se dice,
estrictamente tropical: si trazamos un arco que vaya desde el Sur de los
Estados Unidos hasta las Guyanas, pasando por la América Central y por el salpicado
de islas que acentúan a este espacio cartográfico como notas sobre un
pentagrama, habremos dado con las coordenadas de nuestro autentico Mediterráneo
oculto. Alejo Carpentier lo supo cuando la
Odisea secreta que es El siglo de las
luces tuvo por protagonista al rufián, al emigrado, al arribista, al
talentoso Víctor Hughes. Lo supo Mutis al crear a Maqroll, cuyo nombre no
remite, y con total legalidad, a parte alguna. Y lo sabe Vinces. La constante,
como ya lo hemos dicho, es un tránsito entre dos marcas de agua, el salto de un
pez volador.
Y por supuesto, aunque velada y mutable, está la
isla, emplazada en una Ítaca que, siendo la puerta de la casa, es también su
cancerbero. Tenemos a la Ítaca mítica de Homero, de la que ya hemos hablado.
Esta la Ítaca hiperbórea del campus de Cornell. Me arriesgaré incluso a decir
que el tono casi coloquial del poemario tiene algo también del prosódico staccato interrogatorio de la Ítaca de
Joyce.
El espacio –preferiría decir que intermediario a
imaginario- que es la Itaca de Vinces tiene sus propias particularidades: un
solo rey y pretendiente -cuyo vínculo especial con Atenea, hay que notarlo, se refleja
en el antepenúltimo poema- a quien espera un perro desdoblado en varios y entre
108 y 136 avatares de una única Penélope adaptable a las circunstancias y los
escenarios.
No quiero terminar sin antes dejar dicho que este es
uno de los pocos poemarios diurnos
que he leído recientemente. Octavio Vinces debe rondar hoy la edad en la que, según
los griegos, el hombre alcanzaba su acmé, y esa madurez se traduce en los
versos límpidos y el carácter preeminentemente narrativo de este libro.
La distancia es un libro libre: libre de los ademanes y aspavientos típicos de
autores menos preparados, y dejemos claro de una vez que la preparación a la
que me refiero tiene poco que ver con la académica, y todo con el grado de
autogobierno y de paciencia casi acechante que permiten la eventual sintonía
entre el cómo y el cuándo. A diferencia de los celebres apuntes de invierno
sobre impresiones de verano que nos legara mi ruso preferido, Dostoievski, La distancia plasma el registro anímico
de un mediodía capaz de ir, en cuestión de segundos, de lo huracanado a lo
prelapsario.
Muchas gracias.
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