Antes de entrar en materia quisiera dejar dicho lo
muy grato que me es formar parte de este grupo tan especial de ponentes: creo
que la mejor mesa de la que se me haya invitado a formar parte durante esta
ultima estadía, puede que demasiado larga, en Lima.
Por lo general le rehúyo a este tipo de eventos: los
encuentro cortesanos y afectados, y el bautizo literario me parece extrañamente
vestigial en el marco de un milieu
literario tan supuestamente de avanzada como el nuestro. Como amante de los
libros que me considero, creo que a la mayoría habría que tratarlos con la
misma cortesía que a los grandes barcos: descerrajándoles una botella encima y
lanzándolos al mar. En verdad, son few
and far in between los libros que merecen presentarse en sociedad, y me
temo que el de Octavio sea uno de ellos.
La merecida cantidad de ponentes obliga a la
brevedad, por lo que iré directamente al grano.
El libro está dividido en tres partes estilísticamente
distintas pero temáticamente afines: “Vientos de Belgrano”, “La invención de
Ungaretti” y “Viajes e impresiones”. La disposición de las partes está entre
sus virtudes, pues la distancia -que es, después de todo, el título del mismo-
se pauta de modos distintos no solo entre el autor y sus tiempos, sino entre
los textos y el lector.
Son planos que se intersecan, por lo menos en lo que
a mí respecta, con una agilidad inusitada: ayuda, sin duda, el que tantos de
los escenarios de los que habla Octavio me sean familiares en la acepción más
bruja de la palabra. A veces, dependiendo no sé bien si del momento de la vida
o de la hora, puede darse una osmosis mágica entre el yo cambiante y su
fluctuar pasado, como la que se da entre una fruta que irá irremediablemente a
caer del árbol y el tallo que la sostiene, para soltarla. La constante y la caída
son el tránsito.
Partimos así de un Buenos Aires fantasmatico, del
que Walter Benjamin seguramente habría disfrutado más que el pobre Ariel -con
su nombre tragicómico de impronta shakesperiana- cuya extranjería ínsita e
inevitable errancia son el mascarón de pro[s]a del poema, casi cuento, “Los
amigos del barrio”.
El mar es un personaje recurrente, hasta diría que
antagónico, que orbita y atraviesa al multiverso del poeta. Su presencia
contrapuntística, reverberante, refleja es el resultado de una educación por la
experiencia: un mar así de transparente -y que de estas aguas mansas nos cuide
Dios- difícilmente puede concebirse sin haberlo visto antes. Podría ser griego,
como parece revelarlo el último poema homérico, pero es también Caribe.
Lo caribeño no es, contrariamente a lo que se dice,
estrictamente tropical: si trazamos un arco que vaya desde el Sur de los
Estados Unidos hasta las Guyanas, pasando por la América Central y por el salpicado
de islas que acentúan a este espacio cartográfico como notas sobre un
pentagrama, habremos dado con las coordenadas de nuestro autentico Mediterráneo
oculto. Alejo Carpentier lo supo cuando la
Odisea secreta que es El siglo de las
luces tuvo por protagonista al rufián, al emigrado, al arribista, al
talentoso Víctor Hughes. Lo supo Mutis al crear a Maqroll, cuyo nombre no
remite, y con total legalidad, a parte alguna. Y lo sabe Vinces. La constante,
como ya lo hemos dicho, es un tránsito entre dos marcas de agua, el salto de un
pez volador.
Y por supuesto, aunque velada y mutable, está la
isla, emplazada en una Ítaca que, siendo la puerta de la casa, es también su
cancerbero. Tenemos a la Ítaca mítica de Homero, de la que ya hemos hablado.
Esta la Ítaca hiperbórea del campus de Cornell. Me arriesgaré incluso a decir
que el tono casi coloquial del poemario tiene algo también del prosódico staccato interrogatorio de la Ítaca de
Joyce.
El espacio –preferiría decir que intermediario a
imaginario- que es la Itaca de Vinces tiene sus propias particularidades: un
solo rey y pretendiente -cuyo vínculo especial con Atenea, hay que notarlo, se refleja
en el antepenúltimo poema- a quien espera un perro desdoblado en varios y entre
108 y 136 avatares de una única Penélope adaptable a las circunstancias y los
escenarios.
No quiero terminar sin antes dejar dicho que este es
uno de los pocos poemarios diurnos
que he leído recientemente. Octavio Vinces debe rondar hoy la edad en la que, según
los griegos, el hombre alcanzaba su acmé, y esa madurez se traduce en los
versos límpidos y el carácter preeminentemente narrativo de este libro.
La distancia es un libro libre: libre de los ademanes y aspavientos típicos de
autores menos preparados, y dejemos claro de una vez que la preparación a la
que me refiero tiene poco que ver con la académica, y todo con el grado de
autogobierno y de paciencia casi acechante que permiten la eventual sintonía
entre el cómo y el cuándo. A diferencia de los celebres apuntes de invierno
sobre impresiones de verano que nos legara mi ruso preferido, Dostoievski, La distancia plasma el registro anímico
de un mediodía capaz de ir, en cuestión de segundos, de lo huracanado a lo
prelapsario.
Muchas gracias.