miércoles, febrero 15, 2012

Vinces y la poesía de los tempranos 80, por Enrique Prochazka








Buenas noches. Pido disculpas por no estar de cuerpo presente en esta celebración de la palabra, en este caso, de la palabra elegante y medida de Octavio Vinces, poeta. Pero somos un país tercamente oral, somos una obvia hecatombe de voces superpuestas, y entonces esa oralidad cóncava y sustanciosa (adjetivo que suele decirse de las sopas) permite que mis palabras ya no sean las mías, sean -a continuación- de ustedes.  



La lectura de La Distancia, de Octavio Vinces, me invitó a pensar acerca de esa terquedad -la inveterada tozudez de lo oral, del logos- y acerca de la misteriosa conjunción de dos personajes, que son el poeta y su público. Cada uno de ellos un enigma previo. Permítanme divagar un poco antes de entrar en esta divagante materia.



Al inicio de los años ochenta yo tonteaba con la necesidad de un heterónimo para escribir la poesía exuberante y dilapidada que se suele escribir cuando se ronda los veinte años.



Con la colaboración (a veces inconsciente) de poetas ochenteros como Gonzáles o Mazzotti, entreverados por el siempre complejo Limache y ventilados por Faverón, hemos disfrazado de muchas maneras diferentes la historia del nacimiento de ese poeta estrellado que fue Daniel Smisek. Esa historia no interesa hoy. La cosa es que este poco imaginario Smisek no sólo escribía poemas sino que también dictaba clases y subía cerros y en general transitaba por la vida de una manera espectacular y sangrienta, por una vida intensísima que era el verbo, era la carne y era eternamente, pues, logos. Esa continuidad, esa persistencia en la alocución, esa terquedad en la lectura y enunciación de versos lo (o me) llevaron a las palabras de un poeta belga poco conocido, Eric Clemens. Clemens era el padre de una interesante alumna de intercambio, por lo que no fue difícil dar con sus líneas. Descubrí con cierta desazón que escribía igualito que Smisek, al punto en que compartían versos. Durante décadas he llevado conmigo este verso de Eric Clemens que aparece calcado (plagiado, se dice ahora) en un poema de Smisek:



Perseguir el éxtasis sin metáforas



Perseguir el éxtasis. Sin metáforas. Quizá no era un gran verso, pero siempre me pareció que los alcances, y sobre todo las ambiciones de ese verso encerraban todo un programa teológico-estético-filosófico. Que Clemens había recorrido hábilmente toda la extensión de su lengua -de su herramienta- para encontrar una pequeña novedad, una novedad significante: para echar luz sobre un misterio.



Me interesan las coincidencias, las resemblanzas, incluso las parodias. Al profundizar en la lectura de los poemas de Octavio, atascado todavía en Clemens, deformé cierto comentario que le hace el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, que lo llama “nostálgico sin melodramas”. Lo leí así:



Alcanzar la nostalgia sin melodramas



Alcanzar la nostalgia. Sin melodramas. Inevitablemente me ha parecido que los alcances y ambiciones de esa frase comportan todo un programa teológico-estético-poético, pero (con todo respeto) que en este caso que el que había recorrido toda la extensión de su lenguaje, de su herramienta, no era el acertadísimo Paz Soldán sino el poeta, Vinces. Y que como Clemens Vinces había resuelto un misterio, había echado su luz sobre cierta tenaz oscuridad, había abierto la puerta hacia esta pequeña novedad -su nostalgia sin melodramas- y nos había invitado a pasar. He tenido oportunidad de comentar con Octavio que con esta invitación él ha conjurado también estos enigmas: él, terco poeta, y nosotros, el terco público que, en plena cacofonía del Twitter o del pasmo espiritual del Facebook, insiste en atender a la poesía. Por el hecho, simple y a la vez misterioso, de que hay gente que, en efecto, aún se reúne con el mero ánimo de atender al discurso de la palabra.



Hace poco estuve en una lectura de poesía con el Bombardero, poeta y novelista escabroso, trasmutado o trasvestido hasta la dignidad, en padre de familia. Éramos tantos poetas como público: tres tercos de cada lado. Son pocos, pero son, según dijo otro terco.



Octavio es un hombre de amplia cultura y muy viajado; esa es otra terquedad de nuestra identidad colectiva. Él es uno de esos americanos del sur que a punta de alejarnos y acercarnos tejemos un camino etéreo por lo que unos llaman la patria grande, y otros sienten como una subamérica. Quizá porque a pesar de lo que el mismo Vinces llama el torpe lirismo de una de sus voces, el muchacho judío Ariel,



El mar es una necesidad en la vida de los hombres como yo, hijos de la inmigración



Y porque frente a la inmigración yo mismo no soy hijo -sino nieto y padre- con los versos de Vinces alcanzo, finalmente, el mar: el mar que está después de todos los regresos, al mar de la Odisea que cierra el poemario.



Octavio, el poeta, habla desde la madurez. Cuando uno madura ya no necesita el éxtasis sin metáforas. Hay una educada cautela en esta nostalgia, pues, sin melodrama. No esquiva la adjetivación, pero la administra con prudencia: sus perros románticos, su jungla pagana son seña de que el poeta ya no está en los ochentas, pero sabe bien de qué se trataban.



Anoté, para la contratapa del libro, que la textura del mundo poético de Vinces era el pasado. Que la mudanza de ese tiempo que fue presente a este presente cuando es pasado es una fuga, un escape que hiere… Pero también es ocasionalmente un hiato, una pausa donde se ofrece reposo. Astutamente, ya ha visto Paz Soldán que en esta poesía hay una “travesía de registros”, “desde el tono coloquial y algo retórico de los primeros poemas al lenguaje despojado de los últimos”. Creo que en ese desleimiento final está lo más acertado del libro de Octavio.



Volver, aceptar, reparar. Tercamente, hacerse uno mismo de una vida, mostrarlo, decirlo, tercamente. Porque todavía hay quienes, del otro lado, tercamente escuchan y sienten la enorme complexión de la palabra.





Muchas gracias.



Enrique Prochazka