miércoles, febrero 15, 2012

La Distancia poética de Vinces, por Juan Claudio Lechín




La literatura es el análisis del alma humana análisis. Narrar y cantar son las primeras formas de analizar. No hay ninguna disciplina que se dedique, desde tiempos inmemoriales y con tanta asiduidad, a develar las pasiones, los complejos, las tendencias, los anhelos, risas y llantos, glorias y miserias, claros y sombras del ser humano. Todo lo que la historia ha construido, bien o mal, está fraguado desde nuestros recónditos impulsos, esos que la literatura narra, relata, cuenta, analiza, devela, expone, relativiza, absolutiza. No hay camino sostenido en la civilización humana que no se lo haya imaginado previamente en la literatura y sus maestrías: la poesía, el teatro y la novela (en tanto que teatro narrado y escrito), y la fantástica literatura oral.

La literatura —teatro, poesía, novela— es pues la organización del conocimiento primero. Los otros son sus apéndices. En el origen de la ciencia económica yace el drama del hambre; la política es un tipo que quiere imponer su mando, la ingeniería se debe a una mujer que no pudo cruzar un río caudaloso; la filosofía nació de un afilador de pedernales que en horizonte puede ver su espejo interior, la medicina viene de una madre que no puede salvar a su hijo de la muerte, y así sucesivamente. Cada sofisticada disciplina que conocemos tiene su base, fue reseñada, investigada y/o sugerida por el conocimiento primero: la literatura; la cuál es, además,  estética. Esa simultaneidad entre estética y contenidos es lo que la convierte en arte mayor.

Una vez que la literatura, durante siglos, construye y evidencia las posibilidades del alma, sus matices y giros; y una vez que la literatura pone palenques para que el ser humano sepa los límites anchos de su andar, entre el mal extremo y el bien extremo, la posibilidades de la imaginación y los destinos, entonces la gente pudo soltar sus pasiones, emprender su destrucción civilizatoria, sus utopías urbanas, las amorosas y las imperiales, sus mágicas travesías. El imaginario literario, he ahí la fuente civilizatoria.

Siglos pasaron y las otras disciplinas, hijas de la literatura, buscaron reemplazar a la madre trascendental, le pelearon las marquesinas con novedades coyunturales e impactantes y coquetearon la atención con su lozanía. Un día, la fritura desplazó al fuego lento, la potencia al ritmo, lo epidérmico a lo sustancial. Y, así, reinó la velocidad, la cantidad y la ciencia. Había llegado el siglo XX. A la literatura se la percibió anciana, y las disciplinas de moda se pavonearon, con éxito, en los salones del mundo aunque pronto se ajaron. La medicina que un día aseguró que el huevo pateaba al hígado, otro día, dijo lo contrario; la física que aseguró que todo cuerpo en el vacío, cae, tiempo más tarde dijo que podía quedarse suspendido en el espacio; la geometría había dicho, durante siglos, que una línea recta se traza en el infinito y, luego, la física le dijo que no, pues los campos gravitatorios del espacio atraen la recta, la ondulan en su camino hacia el infinito y deja de ser recta. Mientras las disciplinas de moda pendulaban y se contradecían, el coraje literario de Héctor perduró como la marca de los más valientes; la traición de Helena como el paradigma del desliz y se mantuvo señero el deseo de retornar a casa, como Odiseo. Perduró también la afirmación literaria contraria: un cobarde sin alma entregando al idealista en Getsemaní, la absoluta lealtad de Penélope y un conquistador internándose sin retorno en el trópico para huir del amor encadenador de la mujer. Ambos manojos contrarios de verdades eternas, entre muchas otras en la literatura, pervivieron sin mácula.

En el siglo XX, se acabó la filosofía ontológica, la poesía se volvió abstracta, el teatro “cosa de ruidos y furia… significando nada”, como el idiota citado por Macbeth, y el teatro dadá y del absurdo desconyuntaron el drama. La literatura como análisis del alma pasó a ser la literatura como negación del sentido. Las disciplinas mesurables y cuantitativas terminaron de tomar la posta y su éxito ha sido devastar el planeta. Sin embargo, no ha pasado mucho tiempo y ya se ha consumido el festín del sinsentido, la desorganización del lenguaje (el desprecio por él), el desorden como impulso creador. Ahora, y “una vez fiambres”, como acusa Hamlet, queda la vacuidad, la resaca y las sociedades empiezan a buscar desesperadamente una sal de Andrews. Y donde los poetas, durante este siglo anterior anduvieron negados, empiezan a ser requeridos, de nuevo, para que vuelvan a imaginar destinos, organicen el lenguaje, superen el vacío y creen las utopías de las civilizaciones por construirse, pero sobre todo los necesitan para imaginar cómo salvar el planeta de los abusos de las disciplinas cuantitativas, nuevas, episódicas y destructivas. Solo nuevas creencias, nuevas utopías señaladas por la literatura, detendrán la desolación que han creado las prestigiosas  disciplinas tecnológicas.

Ahora bien, si la literatura es el conocimiento primero, la poesía es el primero y más puro de sus conocimientos. Por eso me siento tan honrado cuando un poeta me permite presentarlo, como me ha pedido Octavio Vinces, a su poemario La distancia. Involucrarme con “el pensamiento poético”, (tecnicismo académico para llamar a la poesía), me hace viajar en las sensaciones y en la ideas. Y ese es el efecto poético que el mundo necesita deseperadamente.

Este poemario, La distancia comienza con la amistad con un perro romántico y termina con otro perro, Argos, ladrándole a un Ulises bajo harapos. Octavio entrelaza la “bandada de gaviotas sobrevolando el paisaje” y “las gaviotas heladas que surcan los extremos”, “el coto de animales salvajes”, y diagonaliza referencias con lo inanimado: las tinieblas, el terciopelo, las rocas. He comenzado por el adobo y me dirijo a la sustancia, la que en verdad solo puede sopesarla el lector mismo, pero quisiera transmitir algunos aromas.

Como un tejido bien urdido, Octavio entrama el adobo con lo verdadero: la amistad, los padres, el joven mulato “que se declaraba tercamente croata”, el amor por la libertad, la democracia, el llanto para confesarse enamorado de otra, y de pronto, en el recorrido poético, hay una significación mayor, un remezón de los significados cuando dice: “Conmigo están Cernuda y Rilke, que saben que toda belleza se asemeja a un ángel terrible, al que solo puede amarse con olvido en lugar de persistencia”. Y de esa mirada transcendental de tersos e inclasificables matices del alma, Octavio aterriza en la verdad palpable y dice: “Sin embargo, nunca pensé que te perdería”, pero no ancla a tierra, no se queda a reposar su dolor, y vuelve a saltar por los aires, diciendo: “y que en tu alejamiento, el amor iba a ser un fantasma ciego, que se desdibuja con el transcurrir de mi vida”.

En lo formal, el poemario es un road como le llaman los gringos a un drama viajado, y La distancia trata del recorrido viajero por Belgrano, por Cornell (Nueva York), por el Museo del Prado, y sus poemas tienen nombre de otras geografía por las que recorre: Mar afuera, Luna adentro, Lejania, Litoral, Médanos, incluso Nube, ese vapor nucleado que según nos asegura Octavio, “imita los gestos de seres familiares”, para, como buen road, finalmente Llegar a Ítaca, como titula el último poema, donde:

“la sonrisa de Ulises dice todo lo que puede decirse sobre este instante: es la sonrisa del que ignora que la surte del amor depende de un ovillo de hilo”.

El amor, el gran anhelo, el gran destino del ser terrenal, es, asegura el poeta, suerte, y el que la tiene que la cuide, porque es sumamente frágil.

Lima, 5 de julio del 2011