La literatura es el análisis del alma humana análisis. Narrar
y cantar son las primeras formas de analizar. No hay ninguna disciplina que se
dedique, desde tiempos inmemoriales y con tanta asiduidad, a develar las
pasiones, los complejos, las tendencias, los anhelos, risas y llantos, glorias
y miserias, claros y sombras del ser humano. Todo lo que la historia ha
construido, bien o mal, está fraguado desde nuestros recónditos impulsos, esos que
la literatura narra, relata, cuenta, analiza, devela, expone, relativiza,
absolutiza. No hay camino sostenido en la civilización humana que no se lo haya
imaginado previamente en la literatura y sus maestrías: la poesía, el teatro y
la novela (en tanto que teatro narrado y escrito), y la fantástica literatura
oral.
La literatura —teatro, poesía, novela— es pues la
organización del conocimiento primero. Los otros son sus apéndices. En el
origen de la ciencia económica yace el drama del hambre; la política es un tipo
que quiere imponer su mando, la ingeniería se debe a una mujer que no pudo
cruzar un río caudaloso; la filosofía nació de un afilador de pedernales que en
horizonte puede ver su espejo interior, la medicina viene de una madre que no
puede salvar a su hijo de la muerte, y así sucesivamente. Cada sofisticada
disciplina que conocemos tiene su base, fue reseñada, investigada y/o sugerida
por el conocimiento primero: la literatura; la cuál es, además, estética. Esa simultaneidad entre estética y
contenidos es lo que la convierte en arte mayor.
Una vez que la literatura, durante siglos, construye y
evidencia las posibilidades del alma, sus matices y giros; y una vez que la
literatura pone palenques para que el ser humano sepa los límites anchos de su
andar, entre el mal extremo y el bien extremo, la posibilidades de la
imaginación y los destinos, entonces la gente pudo soltar sus pasiones, emprender
su destrucción civilizatoria, sus utopías urbanas, las amorosas y las
imperiales, sus mágicas travesías. El imaginario literario, he ahí la fuente
civilizatoria.
Siglos pasaron y las otras disciplinas, hijas de la
literatura, buscaron reemplazar a la madre trascendental, le pelearon las
marquesinas con novedades coyunturales e impactantes y coquetearon la atención
con su lozanía. Un día, la fritura desplazó al fuego lento, la potencia al
ritmo, lo epidérmico a lo sustancial. Y, así, reinó la velocidad, la cantidad y
la ciencia. Había llegado el siglo XX. A la literatura se la percibió anciana, y
las disciplinas de moda se pavonearon, con éxito, en los salones del mundo
aunque pronto se ajaron. La medicina que un día aseguró que el huevo pateaba al
hígado, otro día, dijo lo contrario; la física que aseguró que todo cuerpo en
el vacío, cae, tiempo más tarde dijo que podía quedarse suspendido en el
espacio; la geometría había dicho, durante siglos, que una línea recta se traza
en el infinito y, luego, la física le dijo que no, pues los campos
gravitatorios del espacio atraen la recta, la ondulan en su camino hacia el infinito
y deja de ser recta. Mientras las disciplinas de moda pendulaban y se
contradecían, el coraje literario de Héctor perduró como la marca de los más
valientes; la traición de Helena como el paradigma del desliz y se mantuvo
señero el deseo de retornar a casa, como Odiseo. Perduró también la afirmación literaria
contraria: un cobarde sin alma entregando al idealista en Getsemaní, la
absoluta lealtad de Penélope y un conquistador internándose sin retorno en el
trópico para huir del amor encadenador de la mujer. Ambos manojos contrarios de
verdades eternas, entre muchas otras en la literatura, pervivieron sin mácula.
En el siglo XX, se acabó la filosofía ontológica, la poesía
se volvió abstracta, el teatro “cosa de ruidos y furia… significando nada”,
como el idiota citado por Macbeth, y el teatro dadá y del absurdo
desconyuntaron el drama. La literatura como análisis del alma pasó a ser la
literatura como negación del sentido. Las disciplinas mesurables y
cuantitativas terminaron de tomar la posta y su éxito ha sido devastar el
planeta. Sin embargo, no ha pasado mucho tiempo y ya se ha consumido el festín
del sinsentido, la desorganización del lenguaje (el desprecio por él), el
desorden como impulso creador. Ahora, y “una vez fiambres”, como acusa Hamlet, queda
la vacuidad, la resaca y las sociedades empiezan a buscar desesperadamente una
sal de Andrews. Y donde los poetas, durante este siglo anterior anduvieron
negados, empiezan a ser requeridos, de nuevo, para que vuelvan a imaginar
destinos, organicen el lenguaje, superen el vacío y creen las utopías de las
civilizaciones por construirse, pero sobre todo los necesitan para imaginar cómo
salvar el planeta de los abusos de las disciplinas cuantitativas, nuevas,
episódicas y destructivas. Solo nuevas creencias, nuevas utopías señaladas por
la literatura, detendrán la desolación que han creado las prestigiosas disciplinas tecnológicas.
Ahora bien, si la literatura es el conocimiento primero, la
poesía es el primero y más puro de sus conocimientos. Por eso me siento tan
honrado cuando un poeta me permite presentarlo, como me ha pedido Octavio
Vinces, a su poemario La distancia.
Involucrarme con “el pensamiento poético”, (tecnicismo académico para llamar a
la poesía), me hace viajar en las sensaciones y en la ideas. Y ese es el efecto
poético que el mundo necesita deseperadamente.
Este poemario, La
distancia comienza con la amistad con un perro romántico y termina con otro
perro, Argos, ladrándole a un Ulises bajo harapos. Octavio entrelaza la “bandada
de gaviotas sobrevolando el paisaje” y “las gaviotas heladas que surcan los
extremos”, “el coto de animales salvajes”, y diagonaliza referencias con lo
inanimado: las tinieblas, el terciopelo, las rocas. He comenzado por el adobo y
me dirijo a la sustancia, la que en verdad solo puede sopesarla el lector mismo,
pero quisiera transmitir algunos aromas.
Como un tejido bien urdido, Octavio entrama el adobo con lo
verdadero: la amistad, los padres, el joven mulato “que se declaraba tercamente
croata”, el amor por la libertad, la democracia, el llanto para confesarse
enamorado de otra, y de pronto, en el recorrido poético, hay una significación
mayor, un remezón de los significados cuando dice: “Conmigo están Cernuda y
Rilke, que saben que toda belleza se asemeja a un ángel terrible, al que solo
puede amarse con olvido en lugar de persistencia”. Y de esa mirada
transcendental de tersos e inclasificables matices del alma, Octavio aterriza
en la verdad palpable y dice: “Sin embargo, nunca pensé que te perdería”, pero
no ancla a tierra, no se queda a reposar su dolor, y vuelve a saltar por los
aires, diciendo: “y que en tu alejamiento, el amor iba a ser un fantasma ciego,
que se desdibuja con el transcurrir de mi vida”.
En lo formal, el poemario es un road como le llaman los gringos a un drama viajado, y La distancia trata del recorrido viajero
por Belgrano, por Cornell (Nueva York), por el Museo del Prado, y sus poemas
tienen nombre de otras geografía por las que recorre: Mar afuera, Luna adentro, Lejania, Litoral, Médanos, incluso
Nube, ese vapor nucleado que según nos
asegura Octavio, “imita los gestos de seres familiares”, para, como buen road, finalmente Llegar a Ítaca, como titula el último poema, donde:
“la sonrisa de Ulises dice todo lo que
puede decirse sobre este instante: es la
sonrisa del que ignora que la surte del amor depende de un ovillo de hilo”.
El amor, el gran anhelo, el gran destino del ser terrenal,
es, asegura el poeta, suerte, y el que la tiene que la cuide, porque es
sumamente frágil.
Lima, 5 de julio del 2011