viernes, noviembre 03, 2006

La antesala del Greyhound

Llegamos casi a la medianoche. La estación era un galpón enorme y descolorido. Las luces resultaban insuficientes para esa extensión donde no había nadie aparte de nosotros. Además del escueto mobiliario, unas vendor machines ofrecían bebidas y alimentos envasados. Javier sacó los bultos de la maletera de su Honda Civic y los colocó delante de la puerta de embarque. Patty me miraba con disgusto o asombro, y yo no sabía qué decirle, si es que algo tenía que decirle; tomé su mano y percibí el entorno alrededor nuestro: la noche del Deep South reptando arisca y silenciosa, cual loba en celo. Quizá lo saqué de alguna pésima traducción de Faulkner —las ediciones argentinas que todavía leo— o de una película cuyo título no recordaba. “So here we are!”, exclamó Javier poniendo su típica cara de imbécil: “Are you guys ready to travel?!”. Jimena obtuvo una lata de DrPepper’s y un paquete de M&M’s, abrió este último antes de dibujar con su brazo un círculo que rozaba la posición de cada uno de los presentes. Patty tomó un chocolate, lo introdujo en su boca e infló los cachetes exageradamente, como si se tratase de un bocado enorme. Javier soltó la carcajada aguda, larga, profundamente imbécil.

Nuestro presupuesto era absurdo. Debíamos llegar al campus, instalarnos y llamar al sponsor para que me transfiriese la primera mensualidad de mi beca. Sólo habíamos podido obtener unos pocos dólares con la venta del Volkswagen. Teníamos acceso a tarifas excepcionales, hubiéramos podido viajar sin escalas. Pero entonces se inmiscuyó mi madre, advirtiéndome que debía visitar al Javier, que era inconcebible que me fuese a los Estados Unidos recién casado y becado y no visitase a mi primo que la había pasado tan mal. Nunca sabré si Patty llegó a estar convencida o si la decisión fue enteramente mía. “Claro que me parece buena idea visitarlo”, fueron sus únicas palabras sentada en la escalera del dúplex, su cuerpo inclinado hacia atrás, los brazos estirados de manera que cada mano se sujetaba de la rodilla correspondiente. Javier sacó una cajetilla de Luckies y encendió uno. Cuando todavía vivíamos en la Residencial San Felipe solía quedarse en los estacionamientos hasta altas horas de la noche, fumando marihuana y conversando con Gabriel y los vigilantes. Siempre fue un inútil, un bueno para nada, el idiota de la familia. Fuimos criados juntos porque era el único hijo de la única hermana de mi madre, y quedó huérfano cuando no había cumplido tres años. Su padre se vino a los Estados Unidos dejándolo al cuidado de su familia materna, por lo que en la práctica terminó siendo para mí algo parecido a un hermano mayor: un hermano cuya imbecilidad había sido un karma durante toda mi infancia y adolescencia. En el San Antonio de Padua solía estar entre los pésimos estudiantes y los sempiternos castigados. Sus compañeros de clase lo llamaban ”Godzilla”.

“¿A qué hora llega el bus, papi?”, preguntó Jimena, una de sus manos en un bolsillo de la chaqueta, la otra sosteniendo la lata de gaseosa. Javier alzó ambas cejas y esbozó una sonrisita sádica y despreocupada Conozco perfectamente sus códigos; era su manera de decirme hasta aquí hemos llegado, no cuentes más con mi ayuda. Disfruta haciendo sentir que la confianza depositada en él es una ilusión vana, una esperanza injustificada y sin sentido. Jimena sacó la mano del bolsillo y comenzó a sobarle la barriga. Él me mostró la lengua. “¡Godzilla concha de tu madre!”, le espeté a media voz y solté nerviosamente la carcajada. Hubiese querido matarlo en ese instante. Cuando hablamos telefónicamente me aseguró que conseguiríamos pasajes aéreos a un precio excelente. “Tranquilo Marquitos, cuenta con mi apoyo, yo te hago la gestión, pero por favor no dejes de visitarme, hermanito lindo”. Siempre logra convencerme con esa forma de ser sensiblera y patética. Llegamos al aeropuerto y ahí nos estaba esperando junto a Jimena, la puertorriqueña con quien se había casado recientemente y a la que conocía de algunos attachments. Me abrazó y comenzó a llorar desaforadamente, como si alguien se hubiera muerto. Jimena lo abrazaba por la espalda. Hubiera querido zafarme pero no podía, me estaba sujetando con una fuerza incontenible. Siempre ha sido un fortachón desmesurado. A veces, mientras dormía en mi habitación con ventana a la playa de estacionamiento, mi mente volaba hacia él y sus conversaciones con Gabriel se me hacían palpables, las voces de ambos construyendo fantasías inasibles, mutaciones de una realidad en donde compartían sueños y tronchos. Pero en ocasiones el peso de la vida era en verdad insoportable, las estelas del abandono y del olvido invadían su corazón, y entonces Godzilla sentía la necesidad de vengarse, como si el aniquilamiento de aquéllos que eran notoriamente más débiles pudiera apaciguarlo o devolverle la calma perdida. El suelo de la Residencial temblaba por el efecto de sus pisadas arrebatadoras cada vez que su cuerpo inmenso iniciaba su marcha aleatoria y destructiva. Más de una vez el golpe de su aliento reptil inundó mi habitación convirtiéndome en presa de un calor fugaz pero irresistible. Entonces, cuando el temblor se hacía verdaderamente insoportable y el llanto de los vecinos se había convertido en el canto de fondo de aquel espectáculo apocalíptico, se abalanzaba contra alguno de los edificios y principiaba a demolerlo con su fuerza desaforada.

Por fin me soltó, aunque no había parado de lloriquear del todo. Su abrazo me había dejado agotado y sólo atinaba a mantener la cabeza gacha mientras mi mente volvía a ubicarse dentro de los límites físicos de aquel aeropuerto. “¿A que no sabes quién soy yo?”, le preguntó Patty, grácil e irónica, sus brazos rodeando sus hombros con una familiaridad inesperada. Javier le dio un beso en la mejilla y mirándole a los ojos le dijo “Gracias”. No entendía por qué, esperé que continuara: “Gracias por rescatarlo al Marquitos”, y siguió lloriqueando el muy imbécil. Patty rió. Jimena rió. Apenas comenzaba a ser consciente de que aquella visita era un grave error.