jueves, agosto 23, 2007

Nunca habrías pensado en un final como ése



Caminas como un sonámbulo, como un autómata perverso. O como cualquiera de los comemierdas que pululan por los alrededores: maricones, choros, vendedores de cds piratas, haitianos de la Tío Rico. Tu voluntad apenas repara en las escenas que toman forma en el interior de tus nervios ópticos. No es por costumbre, no es por aburrimiento ni siquiera. Jamás pudiste conformarte con este entorno día a día más inhóspito e infernal. Años atrás, recuerdas, tu hermano y tú se remojaron corriendo por estas mismas calles, emocionados mientras más de un transeúnte encantado o atónito sonreía frente a aquella danza de la lluvia de dos niños inmigrantes. Seguramente eran incapaces de adivinar su origen. ¿Quién puede imaginarse una geografía donde apenas llueve?

Las fugas paralelas de Octavio Vinces.

Octavio Vinces nació en Lima y ya nació fastidiado de estar allí (creo que siempre anda algo disconforme si no está devorándose libros cuya lectura parece eterna, escribiendo, o charlando de los temas más diversos junto a una botella de vino tinto), luego se fue a la Argentina, a Venezuela, a Nueva York, y de saltos, Canadá, España, Francia, México, Ecuador, a otros destinos, y siempre terminó volviendo a Venezuela (¿Quién lo entiende?) para querer irse de todas partes y además volver. Arrastra la herencia del emigrante: ya no tiene patria en ninguna parte del mundo. A cambio de las patrias, perdidas o tenidas, recibió la facultad de usar un lenguaje diverso y cosmopolita, además de encarnar de un instante a otro, sin ninguna cortapisa, visiones desiguales o contrastantes en lenguajes diferentes y quizá contradictorios. Vinces es un actor, puede convertirse en cada personaje, alterar la nacionalidad, el vestuario, el sexo, la religión, y dejar al espectador de patio o palco, ajeno a esos cambios.
Su primera novela, Las Fugas Paralelas, ha sido premiada por unanimidad por la editorial Alfaguara junto con la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la justa del premio Alfaguara-UNAM correspondiente al año 2003. El jurado fue integrado por Pedro Angel Palou y Eduardo Antonio Parra (notorias figuras de la ya consagrada generación del crack), y por las escritoras Mónica Lavín, Rosa Beltrán y Anamari Gomís. Participaron 86 novelas, 77 correspondientes a México y las otras nueve repartidas entre España, Costa Rica, Estados Unidos, Uruguay, Argentina y Venezuela.
Las fugas paralelas es una novela cargada de gran subjetividad: los personajes caminan, hablan y se encuentran con otros personajes a través del velo de sus propios pensamientos, de su inherente individualismo, como fantasmas que eligen encarnar un espectro humano y mantienen la interioridad de su propia entidad, ocultándola, dejándola salir sólo por mínimas dosis servidas en copitas de cristal. Pero también hay desencuentros, violencia política, ruptura generacional. Cada capítulo le propone al lector, de alguna manera, un nuevo lenguaje, una nueva psiquis y aún el esbozo de otra obra (pienso que Vinces podría trabajar varias novelas al mismo tiempo), lo cual lleva a hacer un esfuerzo para reiniciar a cada instante la disección de un nuevo sujeto, con sus complejos y dudas, con sus esperanzas y sus conformismos, a través de su autonomía de acción y pensamiento: personajes que transitan movidos por su propia decepción, su desencanto. Peor también por su deseo de supervivencia. Los acontecimientos externos (un acto terrorista, el reencuentro con un viejo amor adolescente, la adaptación a nuevas ciudades y países) explican los actos de los personajes, pero de ninguna manera interrumpen su trabajada identidad.
El autor demuestra el temple de un escritor de fondo, aunque sea un novel que apenas coquetea con esa idea que ha sacado como un conejo por las orejas del sombrero de su tiempo libre, como un experimento hecho con instrumentos tomados de un laboratorio de maletín. Una obra por su propia determinación de decir: "Hasta aquí". ¿Qué nos deja eso? Una novela sin conclusiones generales, que han sido sacrificadas por la dinámica de producir un sinnúmero de conclusiones particulares. A eso se le llama arte literario y lo es sin ninguna duda. Es una novela soberbia, no sólo en el sentido grandilocuente de la palabra, sino también porque al narrador pareciera importarle un bledo lo que el lector pueda pensar o sentir: construye sus personajes a capricho, como si luego él mismo fuese a ser el único espectador del resultado final.
Toda la obra pareciera expresar no sólo la línea de un pensamiento reflexivo o simplemente sometido al arbitrio propio de un narrador extraño a sus personajes, sino un esbozo profundamente subjetivo que incluye aquello que se piensa distraído y al instante hemos olvidado. Una obra en la que se recorre página tras página, de pronto se llega al final, y se siente como si no se hubiese llegado a ninguna parte. Ahí se comprende que la obra quedó atrás, que los conceptos se derramaron en imágenes, frustraciones y destiempos, porque cada personaje, al acercarse a un desenlace, ya ha emprendido su propia partida, y uno se siente como una especie de pasajero coleado en el carro de esa niña inmadura que tiene que soportar a dos imbéciles obsesionados por la futilidad del hombre televisado en su capítulo final. Es entonces cuando el lector que ha terminado su lectura, ha dejado el libro en el sillón, con una sensación de que ha leído algo que no tiene un desenlace, se acerca a la nevera o se prepara un café, no sin cierta sensación hueca, de ausencia de la presa de caza, como si la narración le hubiese negado algo, y tiene que volver al sillón, posar su mano sobre el libro, manosearlo, tal vez esperar al otro día, la otra semana, sin devolverlo a la biblioteca, dejándolo por ahí a la mano, para que no se le enfríe la labor que debe emprender pronto: recomenzar la lectura, ya desprovisto de prejuicios, y alcanzar el disfrute total de su literatura, en las palabras a gotas de la subjetividad, la tristeza, la resignación y la melancolía de personajes que se muestran tras el antifaz de su propia fuga.
Las Fugas Paralelas denota el temperamento de un escritor que será una figura de las letras. El resto, para Octavio Vinces, es seguir escribiendo.



JOSE MACIAS.

miércoles, agosto 22, 2007

Sushi bar con piercing



Se ha sentado a mi costado, acabo de verla reflejada en el espejo que está enfrente (¿es que todos los sushi bars tienen espejos, o es idea mía?); vuelvo mi mirada hacia ella y descubro un piercing en el ala derecha de su nariz (tal vez ésta sea demasiado larga para su rostro): un detalle que parece querer suavizar la necesaria seriedad de sus anteojos de carey. Es bastante joven y me parece atractiva, me estoy diciendo sin decírmelo. La mujer que le acompaña —hasta ahora no he reparado en su presencia— le indica donde está el baño, en un inglés duramente pronunciado y gramaticalmente prolijo. Se pone de pie y entonces me percato de que no se trata de una jovencita; tal vez hasta sea contemporánea mía: el piercing me ha confundido. Todo esto me hace pensar brevemente en Amanda, tan lejana ahora.

Hajime coloca sobre la barra el sashimi que he ordenado: piezas de salmón anaranjado, esponjosas y perfectamente cortadas. Remojo una de ellas en el wasabi que he diluido con salsa de soya. Los palillos son de madera balsa, traídos de China o de Singapur. El sabor del salmón reventará en mi paladar, lechoso, sensual, deliciosamente gelatinoso. La guapa del piercing y las gafas de carey ha regresado. Noto que entre ella y su acompañante hay un puesto vacante. Sin duda esperan por alguien.

En la base del espejo un maneki neko parece estar riéndose de mí.