martes, diciembre 26, 2006

El malestar en la práctica política


Cuando el poder político es conquistado por algún bastardo improvisado y sin antecedentes, alguien carente del menor escrúpulo al momento de pisotear las normas que presuponen una existencia social civilizada, o de azuzar los sentimientos más subalternos de una mayoría incapaz de distinguir la paja del trigo; cuando quien pretende alzar las banderas de la oposición se revela esencialmente inepto para sobreponerse a lo que está sucediendo, o aplica torpes estrategias que no funcionan o que sólo lo harían con poder y nepotismo, o peor aún, termina aliándose con el bastardo —siendo su embajador, por ejemplo—; cuando no es posible diferenciar entre estado y gobierno, y éste es facineroso, y además un obstáculo para una existencia libre, y un fastidio y una molestia; cuando los organismos estatales se convierten en los engranajes de una maquinaria represiva, el servicio de inteligencia y la administración tributaria en primer lugar, pero también el banco central o algún ente administrador de divisas; cuando, para colmo de males, algunos de los ciudadanos mejor formados terminan ejerciendo de gestores de esta estructura (ya no es sólo la Academia de las Américas la que provee de represores, más de una Ivy League debería replantearse o repensar las cosas visto el quehacer de no pocos de sus ex -alumnos); cuando los medios de comunicación comienzan a ser complacientes y se alinean; cuando además respetadas figuras de la cultura —un escritor laureado con el Nóbel, un actor de cine, un hombre de teatro— brindan públicamente su apoyo al bastardo o a alguno de sus amigotes que impone su rigor sobre otro país “hermano”; cuando los capitales concluyen que pueden hacerse de buenos negocios, mucho mejores de los que se harían si la competencia fuera limpia, y terminan siendo no sólo indiferentes, sino también cómplices y promotores; en fin, cuando el camino está empedrado de podredumbre y de dificultades y de mala onda, y uno no aspira a otra cosa que a una vida digna y ordenada, a no agredir a nadie ni a ser agredido, a ser una persona honesta y bien vivida, es lógico, es comprensible que se sienta frustrado y molesto.

No me cabe duda de que la práctica política es la primera fuente de malestar entre los latinoamericanos. "La única cosa que se puede hacer es emigrar", afirmaba con pesimismo Simón Bolívar mientras navegaba por el río Magdalena, un día de 1830, hacia el puerto caribeño de Santa Marta, donde la muerte en diciembre de ese mismo año le impediría embarcarse rumbo a Europa. Es bastante desafortunado —una lástima y una vergüenza— que casi dos siglos más tarde esas palabras quejumbrosas y desilusionadas suenen tan actuales.




domingo, diciembre 10, 2006

La libertad como asignatura pendiente


¿Qué tienen en común aquellos que lloran, dentro y fuera de Chile, la muerte de Augusto Pinochet, con los que hace pocos días aplaudían la reelección de Hugo Chávez?

Aunque lo habitual sea que quien alabe a uno denoste del otro, la verdad es que no hay gran diferencia entre los que, por un lado, pretenden canonizar al hoy difunto general por haber sentado las bases de la prosperidad económica de Chile, y quienes, por el otro, ven en el comandante paracaidista a un justiciero social y un defensor de la soberanía latinoamericana. Ambas posiciones no dejan de ser, en el fondo, profundamente pragmáticas: las dos privilegian los resultados y prestan poca atención a los medios que se emplean para obtenerlos.

Una conclusión se impone: en las preferencias de un significativo sector de latinoamericanos (si no la mayoría), la defensa de las libertades públicas no juega un rol fundamental. Esto no deja de ser lamentable y, al mismo tiempo, peligroso. Los regímenes encabezados por personajes como Pinochet o Chávez tienen como consigna la intolerancia frente a todo tipo de oposición, la destrucción —política y personal— de quien manifieste cualquier disconformidad. El terreno para la exclusión y el resentimiento está abonado.

La educación para la libertad tiene que convertirse en una política pública fundamental e irrenunciable. Una libertad que vaya de la mano con la promoción de la iniciativa individual, pero también con la igualdad de oportunidades y el siempre sagrado derecho de opinar. Un verdadero ciudadano ha de ser consciente de que ningún logro material puede servir como justificación para una dictadura. Es ésta una asignatura pendiente para las nuevas generaciones de latinoamericanos. De lo contrario la sombra de la división y de la violencia social seguirá pendiendo sobre sus cabezas, tal como hoy pende sobre las nuestras.

lunes, diciembre 04, 2006

El autócrata expansivo

Para lograr su más reciente triunfo electoral Hugo Chávez no ha necesitado convencer a nadie. Que la calle estaba con Manuel Rosales parecía ser un comentario generalizado, producto de la percepción de quienes entienden que las grandes movilizaciones de masas constituyen la encuesta más fiable. Pero ese tipo de percepciones pueden (o suelen) ser erróneas. La verdad es que en la Venezuela de 2006 todos los factores jugaron a favor de Chávez. Esto no es gratuito. Desde su elección en 1998 la maquinaria de un estado rebosante de petrodólares ha venido desplegándose sobre la sociedad con el fin de oscurecer conciencias, captar lealtades y reprimir todo atisbo de disidencia. Dentro de esa lógica, medios de comunicación del estado, burocracia, fuerzas armadas y clientelismo político son elementos de una combinación tan letal como efectiva. Pero además está el añadido de que todo se desarrolla en el marco de una institucionalidad que no por aparente, deja de cumplir su cometido. Chávez no es un dictador tradicional, sino un autócrata validado por la existencia de instituciones “democráticas” y la indiscutible legitimidad que la fuerza de los votos le otorga frente a los ojos del mundo. Es precisamente este doble juego de totalitarismo y democracia lo que lo fortalece y parece hacerle inmune.

Al optar por presentar un candidato la oposición aceptó tácitamente las reglas de este juego macabro. A partir de ahí sólo era preciso que los observadores internacionales de siempre (la OEA a la cabeza) dieran fe de que, “al margen de ciertos inconvenientes aislados”, el proceso se había desarrollado con total normalidad. ¿No es normal acaso que la población participe, que las elecciones sean dirigidas por un poder autónomo, y que finalmente gane el candidato que recibe la mayor cantidad de votos? Todo suena tan lógico y racional y democrático, aunque en realidad no lo sea. Es verdad que Rosales fue un excelente candidato, pero ni él ni ningún otro hubiese podido derrotar al aparato mediático-clientelar-represivo de un gobierno que no sólo cuenta con la fidelidad incondicional de los militares y de los demás poderes públicos, sino que además mantiene una política sistemática de represión y aislamiento en contra de quienes osan manifestar su disconformidad.

Dominado el escenario interno, el siguiente paso es la importación del modelo. Es preciso entender esta realidad en su cabal dimensión, comprender quién es en verdad Hugo Chávez Frías y la amenaza que su fortalecimiento político representa para la región. Hasta ahora todos —oposición venezolana y comunidad internacional— se han sometido a las reglas del juego que él ha planteado, y el resultado no ha sido otro que un festín de votos y de aparentes legitimidades a su favor. Ya lo dijo el propio Chávez apenas conocidos los resultados oficiales: la revolución se ahondará, y además se expandirá. El norte es el socialismo (en su versión castrista, claro está). Que nadie se engañe. La democracia en América Latina se enfrenta a un peligro mayor. Ya no se necesita dominar Sierra Maestra para hacerse del poder. Los autócratas ganan en las urnas. Chávez seguirá azuzándolos y financiándolos.