En el arranque de un texto titulado Europa en ruinas, Una perspectiva. Hans Magnus Enzensberger presente una serie de escenas que, de manera expresa, relaciona con la vida cotidiana de locaciones como Luanda, Monrovia, Colombia y Sri Lanka. En ellas hordas de refugiados, mercado negro, guerra civil, crimen y abuso policial se despliegan con la naturalidad que, para cualquier lector contemporáneo informado, correspondería a aquellos lugares. Pero todo se trata de un truco excelentemente empleado por el autor. Pocos párrafos después, Enzensberger propondrá cambiar estas locaciones por Roma, Berlín, Frankfurt y Atenas. Nos informa entonces que nos encontramos en plena Europa, sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, no muchos años atrás del presente.
La rápida y sorprendente reconstrucción de los países democráticos de la Europa occidental a partir de aquellos tiempos aciagos, invitaría a pensar que las mentalidades europeas han aprendido de sus errores y a reconocer que la existencia de sociedades abiertas es un presupuesto necesario para la paz. Sin embargo la tendencia presente apunta en un sentido absolutamente contrario. Los regionalismos se apuntalan, y con ellos la primitiva idea de la tribu. La Unión también comienza a parecerse a un sindicato de señores feudales ansiosos por defender cada uno sus murallas. Y en esa circunstancia, los inmigrantes se convierten en el mejor chivo expiatorio posible.
Esto me recuerda que sobre el final del año pasado conocí a un banquero de inversión de la City londinense: un francés de provincia, amigo de un amigo, que se ufanaba de sus orígenes feudales y estaba sinceramente en contra de la democracia como idea abstracta y, mucho más aún, como sistema político puesto en práctica. A mi parecer, aquel personaje pintoresco se asemeja bastante a los energúmenos -enfundados en trajes regionales, masticando dialectos al borde de la desaparición, o basando su aceptación e influencia en una extraña mezcla de orgullo racial, riqueza de orígenes dudosos y mass media- que con mayor frecuencia comienzan a ejercer influencia en Europa a varios niveles. Vergonzosa realidad, sin duda, y además altamente incoherente si tenemos en cuenta las cantidades ingentes de inmigrantes de origen europeo que, hasta hace no muchos años atrás, huían de la miseria y la violencia, precisamente a algunos de los países de donde hoy provienen quienes son tratados como criminales por el simple hecho de repetir la misma historia, sólo que esta vez en dirección inversa.
Las brutales leyes en contra de la inmigración ilegal recientemente aprobadas por el Parlamento europeo, no solucionarán ningún problema real y seguramente crearán muchos adicionales. Pareciera que la tendencia a la barbarie sigue latente en una Europa, casi siempre bélica e intolerante, y desde hace un par de siglos, crecientemente nacionalista. La inmigración ilegal no parará, a pesar de los discursos de líderes racistas y fronterizos, y de la aprobación de normas inhumanas y absurdas. Todo esto pareciera recordar algunos episodios de esa historia nefasta que los europeos fatalmente han sabido repetir. Los Bossi, los Fini, los Le Pen, con sus discursos incendiarios y sus mentalidades pre-modernas, son una amenaza verdadera para parte de los seres humanos que siempre están o estarán presentes en Europa. También lo es un personaje aparentemente democrático como José María Aznar; quién lo dude puede echar un vistazo a ese novísimo panfleto suyo titulado Cartas a un joven español (perdónalo, Rilke, no sabe lo que hace). Pero quizá lo más preocupante de todo es que también lo sea el banquero de inversión, amigo de mi amigo.
La rápida y sorprendente reconstrucción de los países democráticos de la Europa occidental a partir de aquellos tiempos aciagos, invitaría a pensar que las mentalidades europeas han aprendido de sus errores y a reconocer que la existencia de sociedades abiertas es un presupuesto necesario para la paz. Sin embargo la tendencia presente apunta en un sentido absolutamente contrario. Los regionalismos se apuntalan, y con ellos la primitiva idea de la tribu. La Unión también comienza a parecerse a un sindicato de señores feudales ansiosos por defender cada uno sus murallas. Y en esa circunstancia, los inmigrantes se convierten en el mejor chivo expiatorio posible.
Esto me recuerda que sobre el final del año pasado conocí a un banquero de inversión de la City londinense: un francés de provincia, amigo de un amigo, que se ufanaba de sus orígenes feudales y estaba sinceramente en contra de la democracia como idea abstracta y, mucho más aún, como sistema político puesto en práctica. A mi parecer, aquel personaje pintoresco se asemeja bastante a los energúmenos -enfundados en trajes regionales, masticando dialectos al borde de la desaparición, o basando su aceptación e influencia en una extraña mezcla de orgullo racial, riqueza de orígenes dudosos y mass media- que con mayor frecuencia comienzan a ejercer influencia en Europa a varios niveles. Vergonzosa realidad, sin duda, y además altamente incoherente si tenemos en cuenta las cantidades ingentes de inmigrantes de origen europeo que, hasta hace no muchos años atrás, huían de la miseria y la violencia, precisamente a algunos de los países de donde hoy provienen quienes son tratados como criminales por el simple hecho de repetir la misma historia, sólo que esta vez en dirección inversa.
Las brutales leyes en contra de la inmigración ilegal recientemente aprobadas por el Parlamento europeo, no solucionarán ningún problema real y seguramente crearán muchos adicionales. Pareciera que la tendencia a la barbarie sigue latente en una Europa, casi siempre bélica e intolerante, y desde hace un par de siglos, crecientemente nacionalista. La inmigración ilegal no parará, a pesar de los discursos de líderes racistas y fronterizos, y de la aprobación de normas inhumanas y absurdas. Todo esto pareciera recordar algunos episodios de esa historia nefasta que los europeos fatalmente han sabido repetir. Los Bossi, los Fini, los Le Pen, con sus discursos incendiarios y sus mentalidades pre-modernas, son una amenaza verdadera para parte de los seres humanos que siempre están o estarán presentes en Europa. También lo es un personaje aparentemente democrático como José María Aznar; quién lo dude puede echar un vistazo a ese novísimo panfleto suyo titulado Cartas a un joven español (perdónalo, Rilke, no sabe lo que hace). Pero quizá lo más preocupante de todo es que también lo sea el banquero de inversión, amigo de mi amigo.