Octavio Vinces
domingo, febrero 19, 2012
miércoles, febrero 15, 2012
La Distancia poética de Vinces, por Juan Claudio Lechín
Vinces y la poesía de los tempranos 80, por Enrique Prochazka
Palabras de presentación de La distancia, por Mónica Beleván
miércoles, agosto 27, 2008
El sueño pesado
martes, agosto 19, 2008
El sueño pesado
Cuando abandonó aquel lugar y caminaba de vuelta hacia el Collegetown Bagels donde debía encontrarse por enésima vez con Cristina —era por ese entonces su única amiga, o la única que lo soportaba y que él soportaba, todavía no vivía con Scott, ese gringo sinólogo y buena gente—, se repetía a sí mismo que su acto había sido absolutamente irresponsable e infantil. No hay conducta más desesperada que la de un hombre atrapado en la tempestad del desamor, se decía sabiendo que estaba resultando torpemente shakespereano.
“¿Qué hay del proyecto de escribir una novela?”, le preguntaría Cristina minutos después, el café calentísimo enfriándose sobre la mesa (era familiar ese empeño de estar al aire libre cuando la relativa tibieza el otoño ya comenzaba a perderse de vista), el cigarrillo descendiendo diagonalmente desde la comisura de sus labios como la ramita que mordisqueaba un Tom Sawyer alelado. “¿Te has olvidado de tu proyecto? Mejor comenzar cuanto antes, macho”. No pocas veces había pensado que su verdadera vocación era la literaria, desde adolescente había juntado una colección de libros bastante amplia, disfrutaba de la prosa tanto como de la poesía, y naturalmente había comenzado a cultivar esta última. En el centro de estudios su fama de poeta se consolidaba, las veladas frecuentes entre los alumnos le tenían como protagonista pues siempre terminaba leyendo alguno que otro poema de corte involuntariamente surrealista; las influencias de Moro, Westphalen, Eielson, figuras centrales de sus lecturas adolescentes. La poesía como instrumento de la santidad, cualquier trabajo o actividad humana —la abogacía, la banca, la milicia incluidas y preferentemente que el arte o la literatura— como medio para alcanzar la santidad. Siempre recordará con amargura el momento en que creyó encontrar en unos poemas de Eielson unos versos que sin duda constituían lectura prohibida —la virgen María y su fecundación como figura poética: la fertilidad, Gea, Pachamama, lugar común de toda mitología que se respete—, motivo más que suficiente para que aquel poemario entrara en el Index que se dejó de publicar pero que el Fundador proclamaba que iba a mantener para ellos, sus hijos queridos, a la par que señalaba hacia el cielo con el dedo correspondiente en actitud cómica o de desafío o simplemente metafórica, y entonces con sus propias manos lo rompió y lo arrojó a la basura. Y ahora sentía que tal acto lo excluía, per sé, de todo posible canon. Su idea de hacerse escritor sería vana entonces, lo que le había dicho a Cristina nada más que una patraña, un pretexto o una justificación para explicar su evasión de la realidad que le correspondía. Aún así versificaba algunas cosas que nadie nunca leía.
“Puede ser que la comience ahora, o tal vez sea el próximo año”. Cristina sonreía ante semejante despliegue de ingenuidad. Sabía que algo más tenía que pasar por la mente de Marco, no era normal que casi no se refiriese a Vega/Mariana, que apenas la hubiese mencionado la primera vez que se vieron hacía ya más de dos semanas. Le preguntó entonces qué había estado haciendo, por qué había venido caminando desde la dirección contraria a la que usualmente correspondería. Cuando Marco le contó que había ingresado sin autorización al apartamento de un estudiante de la India o de Pakistán o de Trinidad o de Surinam —o más probablemente británico de tercera o cuarta generación, la ausencia de curry era demasiado notoria—, sólo con la intención de medir sus propias fuerzas enfrentando la lejanía de Vega en un ambiente donde ambos fueron felices, Cristina se sintió tan conmovida como para tomar su mano y llevarla a la altura de sus labios y darle un beso. Marco no se inmutaba, echó todo el peso de su cuerpo sobre el espaldar de su silla y cruzó sus brazos sobre el pecho. “En verdad la extraño”, fue lo único que agregó y entonces Cristina entendería que sus preguntas podrían salir sobrando y que más bien era preciso que respetase sus silencios; creyó descubrir que en verdad siempre había sentido más afinidad por Marco que por Mariana, y pensó que tal vez tomar una copa para luego marcharse a su apartamento en Aurora Street y dormir juntos podía ser una alternativa reconfortante para ambos, pero a la vez sabía que no era capaz de tener la iniciativa en un tema como ése, en el fondo no dejaba de ser una españolita algo conservadora.
Al cabo de unos minutos ella le informaba que necesitaban pasar (así lo dijo, en plural) por el campus store para retirar unos libros que había encargado, y Marco se puso de pie como un autómata. Mientras marchaban sobre el puente de piedra que une Collegetown con el east campus, él pudo observar nuevamente los bosques por los que había caminado tantas veces tomando la mano de Vega: para ese entonces ambos cursaban el LL.M. program en aquel edificio de piedra a pocos pasos de distancia y tenían en mente que en un plazo como el transcurrido —cinco años ya— la vida tendría que ser esencialmente distinta pero siempre mejor para ellos. El tiempo hilo conductor de lo vital, río por el que discurren las cosas en su evolución natural y necesaria. Tal certeza de juventud podía ser una esperanza —había que justificar el esfuerzo, la distancia, el año fuera del mercado laboral—, pero también una equivocación fatal o una falta de perspectiva. Veía desde el puente los árboles sobre los que más de una vez ella se habría apoyado —él mismo le había tomado algunas fotografías de temporada invernal, el sacón enorme, el gorro de lana—, y creyó entender que la progresiva madurez implicaba mudarse para entender que las cosas que en años previos se habían presentado como verdades irrefutables se desdibujaban dejando en evidencia una candidez capaz de llenarnos de frustración y de vergüenza, como si en verdad el tiempo únicamente transcurriese, para transformarnos en el envejecimiento, en la medida en que cometemos el error de alejarnos del lugar donde fuimos felices. Y sin duda Vega y él lo habían sido en aquel pueblo anodino como nunca pudieron volver a serlo. Una vez en Lima ambos buscaron buenos trabajos y acomodar sus horarios de profesores de la facultad de derecho en los espacios que quedaban disponibles. Vega era la discípula predilecta de un profesor de teoría del acto jurídico, inteligentísimo y amanerado: “Eres guapa, elegante, brillante. Eres una mujer casi perfecta, lo que nunca he entendido es cómo diablos te pudiste fijar en semejante huevón, criatura…” El tipo era grandilocuente y desmedido, poseedor de un sentido del humor hiriente aunque quizá poco malintencionado; en el fondo era un sentimental, al menos eso le explicaba Vega quien era sumamente condescendiente y comprensiva con él, como no lo era quizá con nadie más. Marco por su parte comenzaba a odiarlo mientras preparaba las sesiones de su seminario sobre law and economics —materia novedosa, curso en el que se inscribían pocos— desde su oficina en el estudio de abogados, desamarrando con sutil y estudiada ligereza el nudo de su corbata, dejando de lado por unos minutos la siempre creciente lista de asuntos pendientes. Eso era crecer, eso era envejecer de alguna manera.
Cristina a su lado parecía una estatua griega con bufanda; era altísima, algo graciosa, no bonita precisamente, sus piernas transmitían una paradójica rigidez que contrastaba con esa estatura exagerada para el patrón ibérico, o más bien característica de la generación del yogur, los estereotipos humanos también cambian, aunque más lentamente. Marco sintió una honda gratitud hacia su presencia pues sabía que sin ella los días serían mucho peores; al menos la separación se desdibujada con esa presencia amiga que a veces podía proporcionar la sensación de que en cualquier momento Vega vendría a unírseles. Sin embargo tal consuelo no era aplicable a las noches que parecían tragárselo y en las que él comenzaba a apelar al whisky o al cognac. Definitivamente detestaba tener que dormir solo, los seis años de matrimonio habían creado una costumbre que era propia a su existencia como sus riñones o la comodidad de sus zapatos Florsheim. Reparó entonces en Cristina y fue como si de pronto la supiera alegre y agradable y soltera; pero él se sabía inepto para tener iniciativa alguna con ella, sus miedos a no poder desempeñarse adecuadamente en la cama persistían, para eso también le habría sido indispensable Vega.
El sueño pesado
Hace unos días estaba en una de esas, matando el tiempo en busca de personas conocidas, y buscando que el sol que gasté en una hora de Internet se consumiese. Se me ocurrió colocar los dos apellidos de las hijas de mi primo Pablo: De la Flor Ramírez. Aparecieron dos de ellas. Verónica, la menor, había puesto en el recuadro destinado a la imagen del usuario, la de un bebé recién nacido. Era una criatura horrible, igualita a Pablo.
Pero lo que me tiene más asombrado en estos días es lo que está pasando en la cuenta de Alfredo Cueto, un tipo que era compañero del colegio, uno de esos que te aceptan sin pensárselo mucho. Pues bien, el tipo se murió y sus amigos han comenzado a colocarle mensajes públicos donde se despiden de él o le dicen cosas tan absurdas como “Nos vemos en el cielo”, y huevadas de ese estilo. Me erizo de pensar que algo así pudiera pasar conmigo. Estoy pensando seriamente en dejar el Facebook.
miércoles, agosto 13, 2008
Puntos de Sutura, de Oscar Marcano
"It is a wise father that knows his own child", escribió Shakespeare en El mercader de Venecia: "sabio es el padre capaz de reconocer a su propio hijo". O también "nada hay más difícil para un padre que conocer a su verdadero hijo", en la traducción más bien "libre" de Marcelino Menéndez y Pelayo.
En Puntos de sutura, la novela de Oscar Marcano, un padre intenta conversar francamente con su hijo, ayudado por la intimidad que suele brindar la visión del mar. Pero no logrará despertar su interés ni su simpatía. Alfonso Gabbani es un perdedor al borde de la destrucción, un hombre que ha jugado sus cartas, sin mayores convicciones, dentro de un ambiente autocomplaciente y casi carente de sentido crítico. Por esas razones, y por haberlo abandonado cuando era un niño en aras de unos sueños irrealizables, es incapaz de conocer a Antenore, su propio hijo.
"Antes de suicidarse, mi padre me trajo a esta playa." La frase con que Antenore iniciará la narración de la novela, años después de aquel encuentro entrabado, resulta de una contundencia difícil de superar. A partir de ésta, Oscar Marcano delineará con singular maestría y sobrio lirismo las historias que terminan por alejar a dos generaciones. La del padre, que vivió apegada a ilusos sueños de grandeza y a la certeza de que el genio no requería de constancia y que la buena fortuna siempre estaría dispuesta a venir en su ayuda. Y la del hijo, que tendrá que vérselas con la cruda realidad de un país cuya riqueza petrolera no le ha salvado del desastre, de la división y de un vacío conceptual en el que lo relevante se olvida o simplemente se deja de lado.
Puntos de sutura es la magistral crónica de una decadencia creativa y personal, que no dejará de provocar daños colaterales. Una novela esencial escrita por quien, en justicia, tendrá que ser considerado como uno de las figuras más interesantes de la literatura latinoamericana actual.
miércoles, agosto 06, 2008
Sólo 6 grados
Hace un par de días leí en El Pais.com una noticia que no dejó de sorprenderme: el Messenger ha demostrado la teoría de los seis grados. Efectivamente, el “estudio de Microsoft, recogido este lunes por la prensa de Estados Unidos, corrobora que dos individuos cualesquiera están conectados entre sí por no más de 6,6 grados de separación, es decir, que son necesarios siete o menos intermediarios para relacionarlos”.
Esto quiere decir que los miembros de la raza humana están más cerca uno del otro de lo que parece. No existiría entonces una separación realmente significativa entre, por ejemplo, un campesino del trapecio andino y Donald Trump, entre un vendedor de artesanías en una estación del Metro de Caracas y Amy Winehouse, entre Woody Allen y Osama Bin Laden, o entre yo mismo y Haruki Murakami.
Tal vez algunos pretendan ver con optimismo esta situación en un mundo signado por las enormes diferencias culturales y económicas. No me creo capaz de compartir ese tipo de entusiasmo.
La tecnología ha creado la posibilidad de un mundo donde las diferencias se muestran de un modo impúdico. No es que antes haya sido distinto, pero lo sintomático de nuestro tiempo es que todos nos vemos. Hoy en día cualquier habitante de las regiones más pobres del planeta es capaz de ver, en directo o con una virtualidad que se asemeja demasiado a la vida real, el espectáculo de los personajes idolatrados por los medios audiovisuales. Difícil no desear la suerte del otro, no envidiarla, o al menos resentir la mala suerte propia. Por otra parte, las democracias occidentales han hecho de la libertad de expresión una de las premisas fundamentales sobre la que también se desarrollan, caóticas e irrefrenables, las distintas vertientes del show-biz. Mientras esto sucede, desde distintas posiciones otros seres humanos observan, interpretan, sacan sus conclusiones, e incluso optan por inmolarse, como se ha visto con pavor a lo largo de esta década.
El mito de la torre de Babel relata que los hombres estaban físicamente cerca mientras pretendían construir aquel descomunal monumento a la soberbia. Y esa cercanía no fue óbice para que la imposibilidad de comprenderse les impulsara a la mutua destrucción. Tal vez la tecnología sea un Babel que acerca a los hombres de diversos orígenes, a la par que subraya sus enormes diferencias. Necesariamente habrá algunos que querrán aniquilar a otros. Esto parece algo difícil de ser soslayado cuando las distancias verdaderas se presentan como insuperables.
El largo rumor del río Cherwell: Tu rostro mañana: 3 Veneno y sombra y adiós, de Javier Marías, en Carátula
domingo, julio 27, 2008
La búsqueda del héroe
Ethan Edwards, el personaje de John Wayne en The Searchers (conocida en Hispanoamérica como Más corazón que odio y en España como Centauros del desierto, las distribuidoras de filmes siempre haciéndose responsables de este tipo de esperpentos) puede bien representar el arquetipo del héroe épico, dueño de una inteligencia y una fortaleza extraordinarias que, junto a una capacidad singular para el sacrificio, le habilitan para llevar a cabo las acciones heroicas más destacadas, pero no le salvan ni de sus pasiones ni de sus perversiones personales. Ethan Edwards se nos presenta como un energúmeno vengativo, misógino y racista, cuyos antecedentes legales nunca llegan a ser totalmente transparentes. Quizá lo paradójico de esto sea que precisamente estas perversiones parecen ser el motor que impulsa al héroe a la consecución de la hazaña.
Harold Bloom enseña en la introducción de El canon occidental (libro tan polémico como imprescindible), que un texto canónico no tiene por qué encarnar las virtudes morales que comprenden los valores normativos ni los principios democráticos de Occidente. Quizá la literatura épica, como ningún otro género, sepa sacarle partido a esa aparente amoralidad. La Ilíada, por ejemplo, exalta la incomparable gloria de una victoria armada, en la que no han faltado odio, ardides y golpes bajos.
Postular un género épico que esté dentro de los límites de lo que hoy conocemos como lo "políticamente correcto", parece entonces una contradicción insalvable. ¿Será por eso que ya no se estrenan buenos westerns en las salas de cine?
lunes, julio 21, 2008
Una película collage
Lo anterior se hace aun más notorio cuando nos encontramos frente a una ciudad cuya personalidad resulta avasalladora, por universal e infinita. Pocas pueden darse ese lujo: Nueva York, Londres, tal vez en menor medida Berlín y, por supuesto, Paris.
Las pequeñas y diversas historias que se presentan bajo el título común de Paris, je t'aime, corren alocadamente sobre la pantalla, una tras de la otra, proporcionando una extraña sensación de unidad que sólo se comprende por la presencia de una mirada, casi siempre extranjera, sobre una ciudad sobrecargada de iconos y motivos inspiradores, que le son tan propios como irrenunciables. El cementerio, el Metro, el parque, la inmensa torre de acero, podrían proporcionar, cada uno por separado, una visión completa de la ciudad para un observador foráneo. Tal vez las diversas historias de Paris, je t'aime puedan ser entendidas de un modo más específico por los habitantes de sus barrios. Pero eso es algo intrascendente de cara a la apreciación del filme como una obra de arte colectiva y excelentemente articulada. Una Paris vista e interpretada por extranjeros siempre comunicará la nostalgia de aquello que nos es lejano y, sin embargo, nos creemos con derecho a asumir como propio.
35 años de Artaud
domingo, julio 20, 2008
Un único desierto, de Enrique Prochazka
Prochazka llega a la literatura a través de la filosofía, la astrofísica, la geografía y las demás ciencias naturales. Es un erudito que emprende la aventura de narrar tal vez como un medio de drenar sus inquietudes y tender puentes entre sus diversos intereses. Creo que Prochazka, en realidad, no escribe para nadie que no sea él mismo, y que al permitir que otros lo lean realiza una especie de acto de benevolencia. Como también lo hace al dialogar con otros. Su estado natural es el del lector siempre ávido, el del caminante solitario de calles citadinas y grises, y, por supuesto, el del andinista tenaz y arriesgado. Como Borges, parece tratarse de un erudito distante y caprichoso, y no de un maestro accesible. No imagino a ningún principiante sensato llevándole sus escritos. Él -solamente él- tendrá que escoger con quien se junta, qué lee, con quién conversa.
La publicación de una nueva edición, aumentada que no corregida, de Un único desierto, el primer libro de relatos de Enrique Prochazka, es sin duda un acontecimiento editorial que no podrá pasar desapercibido. Acaso también un llamado de alerta para quienes aún pretenden que la literatura sea entendida como una especie de manifestación folklórica emparentada a una sociedad específica.
miércoles, julio 16, 2008
La tentación de lo efímero
Cuando uno se entera de que cientos —tal vez miles— de personas, en ciudades como Madrid o México DF, son capaces de pasarse la noche en vela frente a las puertas de los negocios que comercializarán un nuevo modelo de teléfono celular (por supuesto que con cámara fotográfica, equipo de música, conexión a internet, agenda y miles de características adicionales), uno no puede dejar de preguntarse por el tipo de motivaciones que subyacen en sus mentes. No se trata de conseguir entradas para ver a los Rolling Stones o a U2, ni para una final de la NBA o de la Champions League, situaciones hasta cierto punto comprensibles pues al menos puede existir la esperanza de ser testigo de un suceso único, incluso histórico o memorable para algunos, que podrá ser reseñado pasados los años, y mejor aun cuantos más hayan pasado y sea útil tener algo que decir a los nietos o a los nietos de los amigos.
Pero cuando esto pasa con un teléfono celular con accesorios (o una cámara fotográfica con teléfono, o una computadora con cámara y teléfono; la propiedad conmutativa puede ser utilizada al antojo y conveniencia del marketing), el asunto parece, al menos en principio, bastante más asombroso y menos justificable. Estamos ante un aparato destinado a ser superado por otro similar, que probablemente ya haya sido diseñado o proyectado, y que será lanzado cuando el que hoy le quita el sueño a los consumidores haya copado el mercado y sea menester propiciar la formación de nuevas colas nocturnas. Uno podría sacrificar el sueño por algo que trascienda, pero nunca por algo destinado a ser obsoleto.
El presente entiende la novedad como la mejor forma de experimentar emociones. Una novedad que rápidamente pierde vigencia, para dar paso a otra novedad, y así sucesivamente. La novedad es, por definición, finita, mientras que la necesidad de experimentar emociones aparece como permanente.
Pienso que el Arte, por su lado, presupone la coexistencia de estéticas tan diversas que únicamente tienen en común un cierto destino imperecedero. No existiría, en consecuencia, mejor medio para experimentar emociones que la contemplación del lo artístico, pues esto implica satisfacer una necesidad permanente con un objeto cuya vocación es no perecer, o al menos mantenerse en el tiempo. Por eso uno puede emocionarse repetidas veces viendo de nuevo a Shirley MacLaine, corriendo por las calles de Manhattan, en la escena final de El apartamento, o con el baile de Anna Karina y sus amigos en Bande à parte, o releyendo un fragmento de El Quijote, un diálogo de Shakespeare, un poema de Vallejo, o contemplando una y otra vez el lunar rostro de alguna de Las Meninas o el toro crepitante de El Guernica. En todos esos casos la vigencia y la emoción son independientes de la antigüedad o la cronología de la obra.
Uno en cambio no puede sentirse conmovido al utilizar un teléfono celular de dos años de antigüedad. Ni tampoco escribiendo en una laptop Pentium 2, ni viendo la tele en un Sony Trinitron de pantalla verde. En ese ámbito, la emoción es necesariamente momentánea, pese a lo que intenta transmitir los mensajes publicitarios.
Tal vez cada vez haya menos gente dispuesta a contemplar el Arte, y mucha más inclinada a las sensaciones efímeras que aporta la moda o la tecnología. ¿Podría no caer en el barbarismo, una sociedad que se ciega a la contemplación estética en su versión más elevada, y se torna adicta a las bondades transitorias de los aparatos? Difícil de imaginar. En todo caso, me da la impresión de que dicha sociedad sería menos refinada que la nos legó un ídolo maternal con forma de globo, una escena de caza pintada en la profundidad de una cueva, el impresionante perfil de un bisonte.