Avenida Horacio Urteaga 972, distrito de Jesús María, Lima, agosto de 2026. La mano de Paul extendida me alcanza una vieja fotografía cuya existencia ignoraba o he olvidado por completo. Sé, sin embargo, que en mis primeros años esa misma imagen se me dibujaba difusa y cálida, como el consuelo que sólo es capaz de brindar lo que nos es plácido y a la vez necesario. Llevaba siempre gafas y el peinado recogido con ese moño enorme, así que no me costaba nada reconocerla. En realidad era el único ser que reconocía: pese a no poder identificar el rol que cumplía, olía su presencia, añoraba su permanencia, pero además intuía mi necesidad. Tampoco podía saber que las contrastantes tonalidades que la conformaban y la envolvían se llamaban colores, o que los ruidos amables acompañando su presencia eran las palabras que me dirigía a mí, con la coloración incomparable de su amor.
Recuerdo un pasaje de La extraña, la novela de Sandor Marai, que por alguna razón me conmovió intensamente. Un par de horas más tarde buscaré el libro en una librería próxima al hotel: “Se sentía exultante, por fin volvía a ver el mundo en que hasta entonces había vivido distraídamente, al que sólo había utilizado y al que consideraba sucio, manido y desgastado, sin haberle prestado la menor atención; y entonces recordó que en una ocasión ya lo había visto así, con esa frescura paradisíaca, mucho tiempo atrás, tal vez en la primera infancia, al sentarse en la cuna y mirar la lámpara o la mano que se agitaba ante sus ojos…”
Paul no puede no sonreír, asume que mostrarme el retrato de mi madre joven me produce una infinita nostalgia, interpreta de esa manera mi habitual actitud silenciosa. Quiero decirle algo, lo que sea, quiero disimular mi fastidio. No se me ocurre nada diferente a esto:
—Era en verdad un bebé cabezón…
Se tomará unos segundos —serán infinitos— para procesar ese comentario que pareciera banalizar la existencia de la fotografía. No se atreverá, sin embargo, a reclamarme por la indiferencia que siempre me ha achacado en secreto. Yo, mientras tanto, vuelvo a evocarla, los aspectos tangibles eclipsando las sombras que por necesidad se presentan en una vida en común. Sus labios dibujaban mi nombre en el aire como nadie ha podido hacerlo luego, aunque tal vez en eso Fernanda la haya imitado mejor que nadie. Y en medio de esta evocación experimento la certeza de que nunca ha dejado de hacerme falta, a pesar de que la suerte ha sido más bien benévola con mis debilidades de adulto.
Los ojos de Paul se humedecen. Me pongo de pie, sólo para dar media vuelta y volver a ver la unidad vecinal desde la ventana de la biblioteca. Intentaré pensar en otras cosas.